Jaume I, El Conquistador |
“E
com la dita ciutat, Murcia, hach presa e poblada tota de cathalans, e axí
mateix Oriola e Elx e Guardamar e Alacant e Cartagena e los altres llochs; sí
que siats cert, que tots aquells qui en la dita ciutat de Múrcia o els davant
dits llochs són poblats, són vers cathalans e parlen del bell catalanesch del
món”. Quien así
escribe, hacia 1335, es Ramón Muntaner en su Crónica donde narra como Jaime I
repobló, en 1266, el Reino de Murcia con 10.000 hombres, suponemos que acompañados
de esposas, hijos, bastardos, queridas y siervos de la gleba.
Con la escasa
densidad de la época aquella repoblación, para evitar futuras sublevaciones,
hizo que de repente, Murcia, tierra de frontera entre los moros, castellanos y
aragoneses se convirtiera en la región más meridional, al menos en la
península, donde en la Baja Edad Media el catalán, si hacemos caso a Muntaner
el más bonito del mundo, se hablara no en Olot, sin a nadie ofender, sino en
las riberas del Segura.
Aún admitiendo que el bueno de
Ramón Muntaner se excediera en sus apreciaciones lingüísticas, lo cierto es
que, según los Libros del Repartimiento de la época, los repobladores catalanes
–actualmente quedan trazas en numerosos apellidos- eran mayoritarios en Murcia
capital y alcanzaban proporciones menores en Lorca y Orihuela. A finales del
siglo pasado, en Murcia capital, hasta un 25% de los apellidos tienen origen
catalán, sujetos a diferentes adaptaciones locales como Amate, Monserrate,
Pujalte, Reverte, Puche, Reche, Rosique.
Como en la época no había
homologaciones lingüísticas a través de los medios de comunicación, el catalán
fue calando no sólo entre los que lo hablaban por sus orígenes sino en aquellos
con los que trataban, comerciaban o se esposaban. Pese al paso del tiempo esa
frontera meridional del catalán ha pervivido en numerosas expresiones y, sobre
todo en el vocabulario de las zonas rurales o profesiones especializadas como
las relacionadas con el ámbito textil. Comentarios como “Perete, que’s un pinchico mu minso, rosigó la
pelaya de la rustidera y s’enzapó a [sic] yuz con présoles sin dengún regomeyo”
no es que se oigan todos los días en la Gran Vía de Murcia, pero no resulta
extraordinario encontrarlas en el habla de gentes del interior o de la huerta.
Habla que, aunque ahora es muy
residual, era la parla habitual hasta bien avanzado el siglo XVIII. Cierto,
después podemos entrar en vericuetos y disquisiciones lingüísticas sobre si la
influencia era aragonesa, valenciana o una hibridación del catalán con el castellano.
Pero durante unos años, quizá algo más de un siglo, el Reyno de Murcia, mejor
dicho parte de él, fue bilingüe. Incluso aunque el lenguaje de la calle se fue castellanizando,
muchos documentos legales se siguieron redactando en catalán.
Pese
a todo, los catalanismos siguen perdurando en el vocabulario de oficios como el
de pescadores: palomina-palometa, llobarro-lobarro, escate-angelote,
mabre-magre y bacoreta-albacoreta. O en el vocabulario más o menos común,
aunque cada vez más difícil de oir, como abocar, acibara (atzavara), embolicar,
esclafar, forca, fuchina (full), futesa, gafete, grandaria, guipar, magraneta,
pijo, terretremo (terratrèmol), tongada, traspol, trespol, veta (cinta).
Como
era previsible, esta herencia histórica y lingüística ha llevado a algún docto
erudito de la ¡Universidad de Valencia! a preguntarse si no sería “Murcia, ¿un
país catalán frustrado?” Lo que ya es mucho preguntarse, por muy catedrático de
geografía que uno sea. Mismo argumento peregrino y pintoresco que dándolo la
vuelta puede derivar en una pregunta: ¿los charnegos murcianos que horadaron el
metro barcelonés no serían descendientes de la nobleza heredada desde Jaime I
el Conquistador? Seguro que habría algún Barberán, Celdrán, Guirao, Montolío o
Palao con el pico y la pala a cuestas.
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