Fue la primera vez que comprendí que
allá afuera había otro mundo diverso del nuestro. Fuera de la aldea con sus
páramos y barbechos, más allá de donde se perdía, siguiendo la línea del valle,
la carretera que conducía a la capital. Tenía algo más de seis años, pero
aquella tarde de octubre de 1962, con el cielo arrebolado del norte de Castilla
la Vieja, mientras los adultos observaban con pavor la estela blanquecina que
dejaba el avión a reacción cruzando en dirección norte sur, entendí que había
fronteras, países, guerras. Que podían estallar en cualquier momento -mis
padres afirmaban que era cuestión de días, incluso de horas- y aniquilar todo
aquello que nos rodeaba y que envolvía nuestra infancia: los robledales los prados,
y eriales, las tapias de adobe y el reloj parroquial parado en las doce menos
doce.
El paso del avión no era nuevo para
nosotros. Cuando las tardes de verano se acortaban y llegaban las primeras escarchas
del otoño, la media docena de niños de la escuela, que ejercíamos de
monaguillos para tocar la tercera al rezo del rosario, habíamos cogido la
costumbre de subir al campanario para adivinar cuando el avión a reacción iba a
surgir por encima de las montañas, unos kilómetros más al norte. Uno contaba
hasta 10 y si aparecía durante ese intervalo ganaba la perra chica que el de la
camioneta de ultramarinos nos daba por pregonar su llegada a la plaza del
pueblo. Si no, el turno pasaba al siguiente. El aeroplano solía ser muy puntual
y, raramente, llegaba después de que tuviéramos que colgarnos de la cadena del
campanillo para tocar la tercera. Era fácil divisarlo aparecer sobre las
crestas recién nevadas de los picos más altos.
Con el sol cayendo por encima del
Caserío de Mazuelas, sus últimas luces resplandecían, fugaces pero brillantes,
en la panza del avión (más tarde averigüé que era un Comet de la BOAC haciendo
la ruta Londres-Johannesburgo). Para nuestro reducido universo infantil,
dividido entre la obligada asistencia a la escuela de Don Tino y las tareas del
campo para ayudar a nuestras familias -el concepto de explotación infantil era
inconcebible entonces-, aquel avión representaba un mundo completamente ajeno a
nuestros juegos y deberes, inalcanzable y misterioso. A la vez que anhelado y
futurible. De hecho, cuando el inspector de Palencia venía a la escuela y nos
preguntaba que queríamos ser de mayores la mitad de nosotros respondía que
toreros y la otra mitad pilotos de aerolínea. Para hijos de humildes agricultores
minifundistas aquello sí que representaba una genuina ambición profesional para
ascender en la tan cacareada escala social. Algún descastado, claro, se
apuntaba a lo de futbolista.
Pero aquella tarde, el avión, por
razones que se nos escapaban, no pasó por encima de nuestras cabezas. Bajamos
discutiendo por la escalera de caracol sobre si había pasado y no lo habíamos
advertido. Improbable, el cielo estaba diáfano y despejado, ni una sola nube. O
se había estrellado en el Cantábrico. Imposible de saber, aunque la torre de la
iglesia fuera la más alta del valle, más altos eran los Picos de Europa. Don
Maximino, el cura, tuvo que golpear dos veces con sus nudillos -que tan bien
conocían nuestras cabezas- sobre el yeso repintado del púlpito, mientras
entonaba la cantinela rutinaria del segundo misterio doloroso (“la flagelación
del Señor”), porque en la primera fila de bancos continuábamos discutiendo
sobre el paradero del Comet.
Don Maximino impartía, ¡es un decir! la
catequesis todos los días y fiestas de guardar. Faltaban apenas nueve meses
para que entráramos en uso de razón y celebráramos la primera comunión. Así que
cuando volví a casa, me sorprendí de ver a mis padres todavía en medio del
patio, bajo el nogal cuyas hojas comenzaban a desprenderse. Conversaban acaloradamente
con nuestro vecino, el Sr. Isidoro que, además desempeñaba el oficio de
cartero. En el pueblo y también en los de los alrededores a donde acudía,
hiciera un sol abrasador o cayeran chuzos de punta, en una yegua parda y su
sobada cartera marrón con la esperada correspondencia de los primeros
emigrantes.
El Sr. Isidoro pasaba por ser de los
mejor informados en la aldea y los contornos. Cada día tenía que recoger la
valija en la carretera, desde la furgoneta color oliva renqueante que, desde
Osorno, conducía Don Eduardo. Aparte de las noticias más o menos frescas que le
contaba Don Eduardo -Osorno era cabeza de partido judicial- el Sr. Isidoro
contaba con una ventaja adicional. Aunque fuera incluso con un día de retraso,
era el que entregaba el Diario Palentino a mi tío Lucio, el único suscriptor de
la aldea y probablemente de unos cuantos kilómetros a la redonda. Así que si el
Sr. Isidoro hablaba de sucesos, política o el tiempo, era una persona de toda
confianza.
Con la noche cayendo, oí por primera vez
palabras que jamás había oído antes. Cuba, misiles, Castro, bomba atómica. Y
con las palabras también noté el temor en los rostros de mis padres, del Sr.
Isidoro y de su mujer, la Señora Eufemia que, discreta como siempre, apenas
pronunciaba palabra. El asunto debía de ser terriblemente importante para que
mi madre, que por entonces ya tenían dos vacas del país, daban poca leche, pero
lo suficientemente para la casa y vender algún litro ocasional, no se hubiera
puesto a ordeñar. Peor aún, el carro de las vacas, desuncido, estaba a la
puerta de la patatera y mi padre no había movido ni un solo saco. Y aquello sí
que era inquietante. Mi padre sabía de sobra que incluso a mediados de octubre
las heladas no eran raras y por mucho que el carro estuviera protegido por el
ramaje del nogal, las patatas podrían terminar en el abonero.
Había anochecido. Justo en aquel instante,
con el cielo ya casi perfectamente estrellado, apareció un avión, posiblemente
el Comet puesto que llevaba la misma dirección norte sur. Apenas visible, salvo
por las luces parpadeantes de la cola. ¡Un
bombardero ruso! dije, sin saber lo que significaba muy bien ni una cosa ni
la otra. Las voces de los mayores se callaron en seco, sólo un instante, mientras
miraron hacia arriba y vieron el mismo parpadeo que yo. De manera inmediata se
pusieron a discutir por donde estaba Cuba y ante la imposibilidad de ponerse de
acuerdo el pagano fui yo: ¡Qué tonterías
dices, chiguito! ¡Cállate!, me conminó mi padre, poco dado a las amenazas.
No las debían tener todas consigo porque
volvieron a mirar las luces difuminándose en la distancia. Pero para mi
sorpresa, no debieron de tomárselo muy en serio. Para ellos el mundo no tenía
pinta de acabar en los próximos minutos. Mi padre comenzó a descargar los sacos
de patatas, mi madre a ordeñar las vacas y el Sr. Isidoro continuó discutiendo,
ya en el patio vecino, con la Señora Eufemia si Cuba estaba hacia el pago de
Santamarina o hacia el del Turruntero. En realidad, La Habana y para el caso
Miami y Nueva York, eso lo vi al día siguiente en la Enciclopedia Álvarez,
estaba hacia el oeste. Más o menos hacia donde mi padre decía que tenía la
tierra de Campoloncillo. Pero yo no dormí a gusto sabiendo que en cualquier momento
la aniquilación podía venir de los soviéticos. De hecho, aunque las tablas enceradas
de roble de la entresala, en la segunda planta, estaban heladoras, de madrugada
me levanté para ver -tampoco tenía muy claro donde estaba Estados Unidos- si no
pasaba algún bombardero americano en dirección contraria. No pasó, al menos yo
no los vi.
Yo, por supuesto, iba con los cubanos.
En parte porque sabía que hablaban español y en porque había oído contar las
hazañas, reales o inventadas, de mi bisabuelo Arsenio durante la guerra. A
diferencia del Señor Argimiro, la familia no tenía dinero suficiente, para
pagar la tasa de quedarse en el pueblo y allá que se fue alistado para pelear
contra los insurgentes. Que ahora, en mis escasos conocimientos infantiles,
habían pasado a convertirse en amigos.
Al día siguiente conseguí que el Sr.
Isidoro me enseñara de tapadillo, delante de la chopa de la iglesia, lo que el
Diario Palentino, eso sí, con un día de retraso contaba. Aquellos grandes
titulares no eran muy tranquilizadores. Así que en cuanto Don Tino nos soltó
para la hora de la comida me precipité, mis padres ya lo habían sintonizado, a
escuchar el parte de Radio Palencia, El Cimbalillo, en la Optimus tronante en
una repisa de madera de la cocina. Aparentemente, Kennedy y Kruschev habían
firmado la paz.
Era previsible, pues, que el Comet
volviera a sus trayectos rutinarios, a pasar antes de que tocáramos la tercera para
el rosario. Aquello sería el mejor signo de que el mundo no se acabaría de un
instante para otro. Y a eso de las seis menos algo, puntual a su cita, tranquilizador,
ronroneante, un susurro en las alturas y la distancia de la tarde otoñal, el
Comet apareció majestuoso por encima del Pico Tresmares. El mundo estaba en paz
y Don Maximino podía comenzar con el primero de los gozosos: la Anunciación y
Encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de la Virgen María. Dios
te salve María, llena eres de gracia…
Cuando casi medio siglo después, en el
2003, en la destartalada capital caribeña, contaba mis temores infantiles a José
Ramón Fernández Álvarez, Héroe de la República de Cuba y por entonces Vicepresidente
del Consejo de Ministros, el Gallego, como le llamaban sus camaradas revolucionarios,
aunque es hijo de asturianos, se desternillaba de risa. Pero esto ya es otra
historia.
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