martes, 6 de diciembre de 2016

EL COMET

Fue la primera vez que comprendí que allá afuera había otro mundo diverso del nuestro. Fuera de la aldea con sus páramos y barbechos, más allá de donde se perdía, siguiendo la línea del valle, la carretera que conducía a la capital. Tenía algo más de seis años, pero aquella tarde de octubre de 1962, con el cielo arrebolado del norte de Castilla la Vieja, mientras los adultos observaban con pavor la estela blanquecina que dejaba el avión a reacción cruzando en dirección norte sur, entendí que había fronteras, países, guerras. Que podían estallar en cualquier momento -mis padres afirmaban que era cuestión de días, incluso de horas- y aniquilar todo aquello que nos rodeaba y que envolvía nuestra infancia: los robledales los prados, y eriales, las tapias de adobe y el reloj parroquial parado en las doce menos doce.

El paso del avión no era nuevo para nosotros. Cuando las tardes de verano se acortaban y llegaban las primeras escarchas del otoño, la media docena de niños de la escuela, que ejercíamos de monaguillos para tocar la tercera al rezo del rosario, habíamos cogido la costumbre de subir al campanario para adivinar cuando el avión a reacción iba a surgir por encima de las montañas, unos kilómetros más al norte. Uno contaba hasta 10 y si aparecía durante ese intervalo ganaba la perra chica que el de la camioneta de ultramarinos nos daba por pregonar su llegada a la plaza del pueblo. Si no, el turno pasaba al siguiente. El aeroplano solía ser muy puntual y, raramente, llegaba después de que tuviéramos que colgarnos de la cadena del campanillo para tocar la tercera. Era fácil divisarlo aparecer sobre las crestas recién nevadas de los picos más altos.

Con el sol cayendo por encima del Caserío de Mazuelas, sus últimas luces resplandecían, fugaces pero brillantes, en la panza del avión (más tarde averigüé que era un Comet de la BOAC haciendo la ruta Londres-Johannesburgo). Para nuestro reducido universo infantil, dividido entre la obligada asistencia a la escuela de Don Tino y las tareas del campo para ayudar a nuestras familias -el concepto de explotación infantil era inconcebible entonces-, aquel avión representaba un mundo completamente ajeno a nuestros juegos y deberes, inalcanzable y misterioso. A la vez que anhelado y futurible. De hecho, cuando el inspector de Palencia venía a la escuela y nos preguntaba que queríamos ser de mayores la mitad de nosotros respondía que toreros y la otra mitad pilotos de aerolínea. Para hijos de humildes agricultores minifundistas aquello sí que representaba una genuina ambición profesional para ascender en la tan cacareada escala social. Algún descastado, claro, se apuntaba a lo de futbolista.

Pero aquella tarde, el avión, por razones que se nos escapaban, no pasó por encima de nuestras cabezas. Bajamos discutiendo por la escalera de caracol sobre si había pasado y no lo habíamos advertido. Improbable, el cielo estaba diáfano y despejado, ni una sola nube. O se había estrellado en el Cantábrico. Imposible de saber, aunque la torre de la iglesia fuera la más alta del valle, más altos eran los Picos de Europa. Don Maximino, el cura, tuvo que golpear dos veces con sus nudillos -que tan bien conocían nuestras cabezas- sobre el yeso repintado del púlpito, mientras entonaba la cantinela rutinaria del segundo misterio doloroso (“la flagelación del Señor”), porque en la primera fila de bancos continuábamos discutiendo sobre el paradero del Comet.

Don Maximino impartía, ¡es un decir! la catequesis todos los días y fiestas de guardar. Faltaban apenas nueve meses para que entráramos en uso de razón y celebráramos la primera comunión. Así que cuando volví a casa, me sorprendí de ver a mis padres todavía en medio del patio, bajo el nogal cuyas hojas comenzaban a desprenderse. Conversaban acaloradamente con nuestro vecino, el Sr. Isidoro que, además desempeñaba el oficio de cartero. En el pueblo y también en los de los alrededores a donde acudía, hiciera un sol abrasador o cayeran chuzos de punta, en una yegua parda y su sobada cartera marrón con la esperada correspondencia de los primeros emigrantes.

El Sr. Isidoro pasaba por ser de los mejor informados en la aldea y los contornos. Cada día tenía que recoger la valija en la carretera, desde la furgoneta color oliva renqueante que, desde Osorno, conducía Don Eduardo. Aparte de las noticias más o menos frescas que le contaba Don Eduardo -Osorno era cabeza de partido judicial- el Sr. Isidoro contaba con una ventaja adicional. Aunque fuera incluso con un día de retraso, era el que entregaba el Diario Palentino a mi tío Lucio, el único suscriptor de la aldea y probablemente de unos cuantos kilómetros a la redonda. Así que si el Sr. Isidoro hablaba de sucesos, política o el tiempo, era una persona de toda confianza.

Con la noche cayendo, oí por primera vez palabras que jamás había oído antes. Cuba, misiles, Castro, bomba atómica. Y con las palabras también noté el temor en los rostros de mis padres, del Sr. Isidoro y de su mujer, la Señora Eufemia que, discreta como siempre, apenas pronunciaba palabra. El asunto debía de ser terriblemente importante para que mi madre, que por entonces ya tenían dos vacas del país, daban poca leche, pero lo suficientemente para la casa y vender algún litro ocasional, no se hubiera puesto a ordeñar. Peor aún, el carro de las vacas, desuncido, estaba a la puerta de la patatera y mi padre no había movido ni un solo saco. Y aquello sí que era inquietante. Mi padre sabía de sobra que incluso a mediados de octubre las heladas no eran raras y por mucho que el carro estuviera protegido por el ramaje del nogal, las patatas podrían terminar en el abonero.

Había anochecido. Justo en aquel instante, con el cielo ya casi perfectamente estrellado, apareció un avión, posiblemente el Comet puesto que llevaba la misma dirección norte sur. Apenas visible, salvo por las luces parpadeantes de la cola. ¡Un bombardero ruso! dije, sin saber lo que significaba muy bien ni una cosa ni la otra. Las voces de los mayores se callaron en seco, sólo un instante, mientras miraron hacia arriba y vieron el mismo parpadeo que yo. De manera inmediata se pusieron a discutir por donde estaba Cuba y ante la imposibilidad de ponerse de acuerdo el pagano fui yo: ¡Qué tonterías dices, chiguito! ¡Cállate!, me conminó mi padre, poco dado a las amenazas.

No las debían tener todas consigo porque volvieron a mirar las luces difuminándose en la distancia. Pero para mi sorpresa, no debieron de tomárselo muy en serio. Para ellos el mundo no tenía pinta de acabar en los próximos minutos. Mi padre comenzó a descargar los sacos de patatas, mi madre a ordeñar las vacas y el Sr. Isidoro continuó discutiendo, ya en el patio vecino, con la Señora Eufemia si Cuba estaba hacia el pago de Santamarina o hacia el del Turruntero. En realidad, La Habana y para el caso Miami y Nueva York, eso lo vi al día siguiente en la Enciclopedia Álvarez, estaba hacia el oeste. Más o menos hacia donde mi padre decía que tenía la tierra de Campoloncillo. Pero yo no dormí a gusto sabiendo que en cualquier momento la aniquilación podía venir de los soviéticos. De hecho, aunque las tablas enceradas de roble de la entresala, en la segunda planta, estaban heladoras, de madrugada me levanté para ver -tampoco tenía muy claro donde estaba Estados Unidos- si no pasaba algún bombardero americano en dirección contraria. No pasó, al menos yo no los vi.

Yo, por supuesto, iba con los cubanos. En parte porque sabía que hablaban español y en porque había oído contar las hazañas, reales o inventadas, de mi bisabuelo Arsenio durante la guerra. A diferencia del Señor Argimiro, la familia no tenía dinero suficiente, para pagar la tasa de quedarse en el pueblo y allá que se fue alistado para pelear contra los insurgentes. Que ahora, en mis escasos conocimientos infantiles, habían pasado a convertirse en amigos.

Al día siguiente conseguí que el Sr. Isidoro me enseñara de tapadillo, delante de la chopa de la iglesia, lo que el Diario Palentino, eso sí, con un día de retraso contaba. Aquellos grandes titulares no eran muy tranquilizadores. Así que en cuanto Don Tino nos soltó para la hora de la comida me precipité, mis padres ya lo habían sintonizado, a escuchar el parte de Radio Palencia, El Cimbalillo, en la Optimus tronante en una repisa de madera de la cocina. Aparentemente, Kennedy y Kruschev habían firmado la paz.

Era previsible, pues, que el Comet volviera a sus trayectos rutinarios, a pasar antes de que tocáramos la tercera para el rosario. Aquello sería el mejor signo de que el mundo no se acabaría de un instante para otro. Y a eso de las seis menos algo, puntual a su cita, tranquilizador, ronroneante, un susurro en las alturas y la distancia de la tarde otoñal, el Comet apareció majestuoso por encima del Pico Tresmares. El mundo estaba en paz y Don Maximino podía comenzar con el primero de los gozosos: la Anunciación y Encarnación del Hijo de Dios en las purísimas entrañas de la Virgen María. Dios te salve María, llena eres de gracia…


Cuando casi medio siglo después, en el 2003, en la destartalada capital caribeña, contaba mis temores infantiles a José Ramón Fernández Álvarez, Héroe de la República de Cuba y por entonces Vicepresidente del Consejo de Ministros, el Gallego, como le llamaban sus camaradas revolucionarios, aunque es hijo de asturianos, se desternillaba de risa. Pero esto ya es otra historia. 

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