Entre ministros del ramo en funciones, políticos autonómicos
de palabra larga y mirada corta y padres más inquietos por el tiempo de ocio
que de la laboriosidad de sus vástagos, leo y releo con estupor un debate tan
absurdo como vano, vano de vacío, sobre dos aspectos, cuando menos
accidentales, de la educación: que si menos deberes y que si fuera con la reválida.
En el camino casi nadie discute sobre la cuestión de fondo: los contenidos y
metodologías, trasnochados a fuerza de hacerlos pasar por ultramodernos, que se
emplean en la educación española. La pátina de modernidad parece estar dictada
por el cambio de textos de un año para el siguiente.
La cada vez más pobre, y mira que es complicado
bajar a honduras más profundas, formación del alumnado hispano parece no tener
límites. Aunque desde hace años me toca tangencialmente, no hace falta ser un
genio de la pedagogía para advertir que, si algo podía ir a peor, está yendo a
peor. Los ejemplos abundan por doquier en el mundo de la enseñanza. Mundo en el
que no me cabe duda abundan excelentes profesionales, yo tengo unos cuantos
amigos veteranos al borde de la jubilación, quería decir, de la desesperación.
Primer ejemplo: la tan cacareada enseñanza bilingüe
si no fuera por el dramatismo de la situación formaría parte de un excelente guion
de vodevil. Porque, aunque no lo aparente, es de risa. Desde luego, al menos
eso parece, la gran mayoría de legisladores, ejecutores y decisores no han
entendido de la misa la media lo que quiere decir enseñanza bilingüe. En el año
1967 ya me enseñaban el inglés de la misma manera que se enseña ahora. ¡Qué
digo, bastante mejor! Por eso, cuando con un amigo llegué al aeropuerto de
Londres nos quedamos extrañados que los hijos de la pérfida Albión, que tan
mala fama tenían en nuestro limitado horizonte carpetovetónico, nos desearan
éxito (EXIT) en cada puerta que abríamos. ¿Alguien ha oído hablar de Villar
Palasí?
Más aún que esta supina incomprensión del bilingüismo
todavía me ha dejado más estupefacto la liquidación, en aras de no sé qué
enseñanza progresista, pasito a pasito, a veces con puñaladas traperas, de todo
lo que tenga que ver con las humanidades: lenguas clásicas, historias del arte,
filosofías y demás marías contemporáneas se han convertido en carne de cañón
para, supuestamente, mejorar en memeces tales como el emprendimiento o la
educación para la ciudadanía. Si alguien ha estado en el Museo del Prado, o
para el caso cualquiera occidental, con un japonés, intentando hacerle
comprender el Santo Domingo de Guzmán de Berruguete, no te digo nada una Última Cena, un ejemplo entre miles,
sabrá lo que vale un peine, esto es, el valor de la cultura religiosa. Bueno, dejémoslo
en cultura, sin adjetivos.
Por si lo del bilingüismo y la laminación del latín
y griego eran de poca monta, ahora está en el candelero la reválida. Yo me
libré de la de cuarto, aunque sufrí y padecí la de sexto. No salí, creo,
traumatizado. Al contrario, fue una época de repaso, concentración, desafío y
moderado éxito (la Guerra de las Galias se me atragantó). Un hito que pasar en
mi escolarización como se pasaban otros a lo largo del curso y de los años. Aunque
lo que la mayoría parece olvidar en todo este desbarajuste es que la Reválida
era justamente eso, una ratificación del MÉRITO, añeja palabra, tan enmohecida
hoy en día, del esfuerzo a lo largo de los meses, del empeño en convertirte en
hombres (y mujeres, claro) de provecho. Y no valía con serlo, había que
demostrarlo. Normal. Era eso o el tractor en el barbecho. Ahora las salidas son
más: puedes inscribirte en un partido político, convertirte en DJ de moda o,
colmo de los colmos, en tertuliano de una cadena esperpéntica de televisión.
Ah, pero eso fue a mediados de los 70, el
Generalísimo estaba en las últimas, después vino la democracia, los partidos y
una ristra de ministros que si no cambiaban la ley pertinente tenían menos
güevos. ¡Espera! En Francia, al que considero el país por excelencia de la
cultura, en 2016, y seguramente por muchos años más, la Reválida sigue bien
vivita y coleando. Recuerdo, para los menos versados en los intríngulis de la política
gabacha, que ha habido en estos últimos años presidentes de derechas y de izquierdas,
ministros de educación de centro y de menos centro. Pese a todo, la Reválida,
el BAC (baccalauréat), como ellos lo
llaman, es la piedra angular del paso de los institutos a los estudios
universitarios. Y sí, por raro y estrambótico que parezca, dependiendo de la
rama que hayas elegido, sigue habiendo exámenes de lenguas clásicas, historia
del arte y, ¡oh tiempo, oh mores, de filosofía!
Dos de las preguntas de este pasado junio: ¿Sabemos siempre aquello que deseamos? y
¿Por qué tenemos interés en estudiar la historia? Dos preguntas mondas y
lirondas con un papel en blanco y un bolígrafo, más la cabeza, claro. No te
preguntan por la fecha en que Carlos Martel venció en la batalla de Poitiers,
ni el año en que nació Descartes. Y voilà
el segundo elemento esencial de la Reválida, tras el ya citado del mérito y el
esfuerzo: pensar. ¿Para qué sirven sino los estudios si no es para hacerte
pensar? Sartre puede descansar tranquilo en su tumba.
La enseñanza y, consecuentemente el momento cuando
los alumnos tienen que demostrar que se han esforzado, está basada en el
raciocinio, en lo que antiguamente se llamaba el discurrimiento. Pero para
llegar a ser capaz de pensar tienen que darte las herramientas. Al sur de los
Pirineos no solamente no te dan la caña, además te quitan los peces y, no pocas
veces, hasta el estanque. Lo más sorprendente es que te lo quitan quienes
tenían que poner los medios: políticos, consejeros, y hasta los mismísimos rectores
de las universidades ¡Mon Dieu! Ya lo
decía alguien ¡que piensen otros! Así nos va. Peor aún, así nos irá.
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