A
mediados de los sesenta, en las estribaciones de los Picos de Europa, cuando la
meseta castellana empieza a ondularse, alternando valles y páramos, sólo había
dos caminos de huida. Uno era bien corto, apenas 200 metros, por las
callejuelas que conducían desde la iglesia al camposanto. La tierra (sagrada),
como solían decir, para quien la había trabajado en vida. La otra ruta de
escape era, si cabe, más complicada y penosa de recorrer.
Pasajero
de trenes nocturnos, con la carbonilla colándose por las ventanas, mientras
dabas vueltas en la memoria a las casas de adobe abandonadas y los eriales que
no volverías a binar. La fuga hacia el cinturón industrial de Bilbao, acaso
hasta los arrabales del extrarradio madrileño, quizás el tren que, procedente
de La Coruña, te recogía a horas intempestivas en Venta de Baños para, casi un
día después, vomitarte cerca de los telares de Manresa, en alguna química del
Vallés o, si por carambola, el primo de un primo era jefe de turno, la fortuna
de terminar apretando las tuercas de los 600 en Martorell.
Meren
tenía todos los números para más tarde o más pronto recorrer el trayecto más
corto, de jamás subirse a un tren. Su padre, el señor Agapito, la bondad en
persona, a la vez herrero y carretero en la aldea, ambas profesiones iban de la
mano, nos fascinaba –la escuela infantil estaba enfrente de la fragua- mientras
atizaba la fragua con el fuelle. Meren
sostenía con una imponente tenaza la reja del arado sobre el yunque, mientras
su padre la moldeaba rítmicamente con un enorme martillo. Era un trabajo muy duro,
sólo podía hacerse en pareja. Así que cuando el señor Agapito falleció, el mozo
Meren, un buen día, desapareció de la aldea a bordo de uno de aquellos trenes
nocturnos donde la carbonilla se colaba por las ventanas. Él afirma, quizá esté
exagerando, quizá sea una metáfora, que se subió al primer tren que llegó al
andén de la encrucijada férrea de Venta de Baños. Era el que tenía como destino
Barcelona.
Pasaron
los años y Meren, tras cambiar de trabajo en numerosas ocasiones, a medida que
familiares, amigos o conocidos le hablaban de uno mejor pagado o más aceptable
para su galopante reúma, terminó trabajando en la Universidad Autónoma de Barcelona.
Cierto, de conserje. Al principio en unos horarios desquiciados, pero con un
salario más que digno, al menos en aquella época de penurias, y el lujo de vacaciones
anuales pagadas. Permisos las llaman en la parla local. Algo impensable para
quien no se despegaba, ni a sol ni a sombra, del yunque y el garlopín.
Vacaciones que aprovechaba para volver a la aldea donde su habilidad con la
forja la trasladó a la paleta. En media docena de veranos rehízo la fragua que
estaba desmoronándose y la convirtió en una especie de museo donde cada una de
las herramientas que su padre había usado ocupa su sitio exacto en el exiguo
espacio.
Meren
ya está retirado y pasa los inviernos en Barcelona a donde poco a poco fue
llamando, en la aldea dicen “colocando”, al resto de la familia. Su hermana es
bibliotecaria en la misma universidad y su sobrina ha terminado recientemente,
con brillantez, la carrera de Geografía. Es muy posible que, dentro de unos
años, cuando acabe el doctorado, termine impartiendo clase en las mismas aulas
de las que su tío fue guardián, después de ser herrero.
Emerenciano,
lo de Meren es el diminutivo con el que se le conoce en la aldea desde pequeño,
tiene dos pasiones. El cariño por la ciudad que le acogió y que desde el 8 de
diciembre hasta el 19 de marzo recorre incansablemente. Todas las mañanas tres
horas de caminata para aligerar los dolores del reuma. “Me conozco Barcelona
bastante mejor que los barbechos del páramo”. Y la fragua donde aprendió a
golpear el hierro candente junto a su padre. “El fuelle funciona exactamente igual
que cuando lo usaba mi difunto padre, que en paz descanse”. Termina con una
frase lapidaria: “No entiendo ni jota de política. Mi patria es aquella donde
me han dado trabajo para vivir, pero también ésta, donde mis abuelos le
enseñaron el oficio de herrero a mi padre y éste a mí”
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