Estábamos permanentemente peleados con los
primeros retazos de tecnología que comenzaron a llegar a la aldea a principios
de los sesenta. Mi padre bastante más que yo. Mi crasa ignorancia sobre los
aspectos técnicos, justificable por mi temprana edad, camino de una
adolescencia tardía moldeada en un internado religioso, quedaba salvada por mi
innata curiosidad.
Mi progenitor, en su parla de castellano
viejo, me calificaba, por ello, de “discurridor”. El tractor Ebro, de un brillante
azul, que el acaudalado del pueblo se agenció, era un artefacto que mi padre observaba
a la par que, con displicencia, con desconfianza. Desde unos cuantos metros de
distancia de sus imponentes ruedas traseras. Yo era más partidario de
averiguar, tocando con cautela y a escondidas, en las tardes de invierno, cuánto
tiempo tardaba en enfriarse su enorme tubo de escape.
Aunque más pavor le imponía el de otra
marca, Lanz, comprado por un vecino del villorrio vecino, cuyo ruidoso motor se
movía a borbotones. Siempre a punto de pararse, apenas arrancado. Constipado en
permanencia. Ta, ta, ta… En el pueblo corrían rumores que el tembleque continuado
de aquel mamotreto producía una enfermedad incurable en Sinforoso, su orgulloso
tractorista. Decían que cuando bajaba del mismo, tras una tarde de binar los
páramos con la vertedera, fruto de la tiritera del volante, los brazos le
seguían temblando como si tuviera los ochenta y tantos largos del Tío Emeterio,
al que llamaban Picha de Oro, dada su abundante progenie. Aunque la tembladera
del Tío Emeterio tenía su origen, no como decían con maledicencia las beatas, en
sus excesos en el conocimiento carnal de su santa, si no, más bien era debida a su
afición por el porroncillo de tinta del país, en el bar de Abundio, cuando
retornaba de la majada con el rebaño.
Por lo tanto, el Campeón, nuestro motor
de riego comprado en la Casa Urbón de Palencia, se convirtió en la primera
tecnología moderna, la electricidad todavía nos llegaba de manera intermitente
la mayoría de las noches, con la que mi padre, acostumbrado a calcular la hora del
almuerzo por la sombra de su vara de arrear las vacas, tuvo que lidiar. Y no
fue fácil. Resultaba evidente que, en menos de un cuarto de hora, con el
Campeón enfurecido, agotábamos el pozo de la noria en la huerta de la
Rinconada. Mientras que hasta que llegó semejante artilugio, la mula se pasaba
dando vueltas media mañana antes de dejar seco el caudal. Pese a todo, mi padre
miraba con aprensión y escepticismo aquella maravilla de la técnica moderna.
Mi padre, nacido en los años veinte,
siempre llegó tarde a todos los adelantos técnicos que el desarrollismo
franquista aportaba, eso sí, a salto de mata, por la meseta norte de Castilla
la Vieja. Nunca se le pasó por la cabeza sacar el carnet de conducir, menos aún
comprar un tractor -de todos modos, nunca hubiera dispuesto de los medios
económicos- así que hasta que alcanzó la jubilación, siempre estuvo subido al
carro de vacas. Si a mí, por mi edad, apenas 14 años, me resultaban
incomprensibles los misterios de la mecánica en la primera maquinaria que
comenzaba a llegar al pueblo, mi padre, creo no exagerar, tenía pánico de ella.
Ante cualquier fallo en el movimiento de
una polea mecánica o el, para él, esotérico funcionamiento de la bomba de
riego, su impetración era puramente determinista: “Si no marcha, no marcha”. Como
si todos aquellos artefactos capaces de moverse sin apenas esfuerzo físico no
lo hicieran por el mero hecho de tener engranajes y correas que a veces
funcionaban y no pocas se rompían. Su visión determinista de los adelantos
técnicos se transformaba, con frecuencia, en puro fatalismo.
Cuando cargábamos la manguera, la
cebolla y el motor en el carro, rara era la vez que no exclamaba: “Hoy, seguro
que no arranca”. Sin salir de casa todavía. Así que cuando al pasar por delante
de la iglesia se persignaba, a mí se me ocurría que estaba invocando al bueno
de S. Esteban Protomártir, patrón del pueblo, para que el magnífico Campeón no
nos diera la tabarra. Plegaria volátil y pasajera para que su profundo
pesimismo no se convirtiera en obscena realidad.
Fuere porque el Santo Patrón tuviera
otras urgencias, fuere porque el dominio del motor de dos tiempos no estuviera
perfeccionado del todo a mediados de los sesenta, muy a nuestro pesar, cada
tanda de riego era una odisea hasta que lográbamos que la dichosa agua del pozo
fuera escupido por la manguera. Ante los destinos caprichosos y volubles de la
mecánica, más de una vez se arrepintió y me mandó a por la mula. Después de
todo, aunque la noria fuera una innovación, siglos atrás, al lado del Orontes, ahora
constituía una tecnología bien consolidada que muy raramente erraba. Bastaba
tapar los ojos de la mula para que no se distrajera girando sin parar y el agua
fluía, como por arte de magia, desde la acequia hasta los surcos de patatas.
El Campeón era un desafío en toda regla.
En cuanto se paraba o, simplemente, no conseguíamos arrancarlo, mi padre se
desesperaba. Aunque hombre religioso como era, nunca salieron de su boca
juramentos o improperios contra ningún miembro de la corte celestial. Modestia
verbal que resultaba bastante infrecuente en la aldea, bastante aficionados a
jurar por toda la letanía del santoral. Sin embargo, tan pesimista con la
mecánica como con la futura cosecha, la cantinela se repetía una y otra vez: “Este
cacharro si no quiere marchar, no marcha”. Aún sin entender ni lo más mínimo
sobre la combustión, yo le discutía que el “si no quiere marchar, no marcha” no
era nuestro sino insoslayable de las mañanas frescas de verano, “que algo
habría en los adentros del Campeón para que nos diera plantón”.
Más bien consecuencia de alguna broza en
el carburador o que la bujía, como decíamos entonces, “no da chispa”. Mi padre
contraatacaba con aquello de “qué escurridor eres”. En realidad, lo que quería
decir era discurridor, pero no tanto como un elogio, más bien como alguien que
proponía soluciones inútiles y desesperantes que motivaban pérdidas de tiempo
antes de la conclusión inevitable: “Vete a por la mula”, terminaba por zanjar.
Aquel ritual del Campeón se repetía
todos los años, al comenzar la temporada de riego a finales de junio. El
bautismo de fuego, al principio no me dejaba hacerlo, consistía en transferir
la gasolina, por gravedad, del bidón de 25 litros, a una vieja lata de aceite
de cinco, que yo era el encargado de transportar por la vera del río grande
hasta la alameda de La Rinconada. El mantra de “Quita, quita, que, si no
marcha, no marcha”, también era aplicable a aquel sencillo tubo de goma. En
este caso se trataba de absorber el aire de un pequeño conducto, inmerso en el
bidón grande, hasta que el líquido comenzaba a fluir. Tecnología punta no era,
hasta el señor Abundio lo usaba para llenar las botellas de tintorro.
El truco, no fácil de dominar, consistía
en chupar el aire lo suficientemente fuerte para que se eliminara del conducto
y, al mismo tiempo, comenzara a circular la gasolina. Ocurría que, a veces, se
chupaba demasiado fuerte y la boca se te llenaba de aquel líquido asfixiante, o
demasiado flojo y la gasolina no fluía. Mi padre se acostumbró a este método
manual y aunque muchos años después, en mal recuerdo de no pocas bocanadas de
gasolina, le traje de Japón una pequeña bomba movida por pilas, nunca quiso
saber nada de ella. Todavía anda colgada por algún rincón de la cuadra. Tan flamante
como el primer día.
La manguera más rígida, la que iba del
motor de riego al fondo del pozo, tenía en su extremidad lo que llamábamos, en
forzada sinonimia, cebolla. Más que nada por su forma abombada. Tenía la forma
de una cebolla metálica, en hierro colado, pero enrejada, para absorber el agua
y evitar que pasaran las posibles inmundicias acumuladas en el pozo durante el
invierno. La cebolla tenía una zapata que se balanceaba sobre un eje
transversal.
Con el peso del agua, introducido desde
la parte superior, se cerraba hasta que, una vez arrancado el motor, la fuerza
de la absorción generada hacía que se abriera y chupara el agua del pozo. Aquello
se llamaba cebar la cebolla. Tampoco aquello necesitaba de grandes proezas
técnicas, pero fuera porque la zapata se agarrotaba durante el invierno o
porque alguna culebra se enroscaba en ella, no pocas veces nos pasábamos media
mañana dilucidando si la propia manguera estaba agujereada o la zapata
desgastada.
En cierta ocasión, que el motor no daba
señales de vida y mi padre tuvo que ausentarse, más que nada por un juego,
comencé a desmontar la parte superior del motor. Los pistones estaban cubiertos
con un molde de hierro colado por entre el cual sobresalía, lo que, en mis humildes
conocimientos técnicos, era el punto crucial donde residían la mayoría de los
misterios del Campeón. Otro era que la gasolina, de pésima calidad, solía estar
mal filtrada y los residuos obturaban el carburador.
Así que, sin apenas pensarlo, en los
experimentos de la clase de Física con el padre Felipe era un auténtico zote, con
una llave de tuercas conseguí sacar la bujía. Estaba ennegrecida por la
carbonilla. Bastó raspar un poco las dos terminales de contacto con una lija y
separarlos ligeramente, volver a enroscarla y, sin más, comenzó a dar la
chispa. El Campeón echó a andar, nada más tirar de la cuerda de arranque, a la
primera. Como recién salido de su fábrica barcelonesa.
Desde aquel mismo instante, sin
quererlo, y aunque sólo para mi padre, me convertí en un genio de la mecánica. Poco
extrovertido como era, se lo guardó para él sólo: su hijo, que se las veía y
deseaba para aprobar las matemáticas en el internado, de repente mostraba un talento
fuera de lo común en la mecánica del motor de dos tiempos. Por alguna razón, el
Campeón hizo que la estima de mi padre por mis conocimientos se incrementara
exponencialmente.
Que hubiera memorizado los verbos
irregulares en inglés o me supiera de carrerilla las fechas de las Guerras
Púnicas, no le resultaba tan llamativo. Para horror mío comenzó a hablar de que
debería abandonar cuarto de bachillerato con los dominicos en Pucela y acudir a
la Escuela de Artes y Oficios de Palencia, con los jesuitas. Afortunadamente,
creo yo, el criterio de mi madre prevaleció. Porque entonces, como ahora, mis
habilidades manuales, no digamos las mecánicas, eran inexistentes. Por no decir
nulas.
En cualquier caso, mi padre quedó
convencido de que los jesuitas, en particular, y el mundo de la mecánica, en
general, perdieron para siempre un ingenio sin igual. Con el paso de los años
procuré no frustrar sus buenas intenciones. Así que en cuanto tenía ocasión
siempre me prestaba, con mejores intenciones que logros, a arreglar los
pequeños desperfectos del hogar.
Insignificantes chapucillas que para mi
padre representaban todo un mundo. Sin entrar en arreglos mayores que siempre
me han resultado ajenos. Una cosa es colocar los plomos de la electricidad -cuando
había plomos- en el diferencial o cambiar la bombilla fundida de la hornera y
otra más seria, e impensable para mí, reparar, pongamos por caso, el condensador
del frigorífico.
Astutamente, alimentaba el crédito que,
más que generosamente, me otorgaba mi padre por mis presuntas habilidades
técnicas. Y aunque el Campeón tardó todavía unos cuantos años en ser arrumbado
en un rincón del pajar, donde, por cierto, lo he visto esta misma mañana, yo
intentaba, en cuanto surgía la ocasión, facilitar al máximo, hacerla amigable
que diríamos ahora, el acercamiento de la técnica a mi padre. Y viceversa. De
Tokio le traje un afilador eléctrico, marca Toshiba, pero él se empeñó en
seguir afilando los cuchillos de la matanza con el pedernal que siempre usó
para amolar la guadaña.
En otro viaje, le aporté un abrelatas
imantado que giraba sobre sí mismo con extrema facilidad y abría, en un abrir
de ojos, las panderetas de aguja en escabeche que tanto le gustan para
almorzar. No hay manera. Sigue usando un viejo cuchillo mellado que apenas
corta, pero a modo de cizalla, casi por la fuerza bruta, se las apaña para
destaparlas. Cuando en España no existían las desbrozadoras portátiles
eléctricas, lo más complicado no fue acomodarla en la maleta sino convencer al
quisquilloso aduanero de Barajas, le traje una para desbrozar la maleza de las
linderas en la huerta. Un día la usó y ahí sigue, metida en su reluciente caja
con extraños caracteres japoneses.
Hace un par de años, ya le cuesta
demasiado cimbrear la cintura con la fuerza suficiente como para mover con
agilidad la guadaña, le regalé un cortacésped, un modelo sencillo, para segar
la hierba del patio. Enchufar al alargador y hacerla rodar por el jardín, casi
un robot. Ahí sigue en su caja de cartón reciclado de Leroy Merlin.
Así que no me extraña que cuando se
levanta por la mañana y advierte que estoy trabajando con un instrumento tan
extravagante como el iPad, pulsando la pantalla con los dedos, en un teclado
virtual, y dando órdenes al Siri incorpóreo, alojado en un servidor de Dakota
del Norte, murmura con recelo los buenos días. Cierra con temor reverencial la
puerta del cuarto de estar y sale al patio. Hemos recorrido un largo camino
desde la bujía del Campeón, pero, para él, tan enigmática e impenetrable le
resultaba entonces la Bosh engrasada del motor de riego como ahora el sistema
iOs 9.2.1 de Apple.
Leo como Tim Cook se niega a ceder los
entresijos de su sistema operativo al FBI. Desde la ventana observo a mi padre,
sobre el fondo de la tapia de adobe, mientras aplica, con serenidad y paciencia,
el dalle, sosegadamente, sobre la hierba del jardín. Inventado ya por los
escitas en el 500 a de C, al norte del Mar Caspio. Supongo que, a los 91 años, el
vértigo y las prisas de los progresos técnicos de la humanidad, incluidos
aquellos a los que uno nunca se ha encaramado, sólo representan vagas memorias
que apenas existieron. Ni el pasado, mucho menos el futuro, te acucian con el
sello de las urgencias o la modernidad. Desde luego, no a mi padre.
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