Tras tantos años de trashumancia,
al final resulta que he observado el mundo sólo por unas cuantas ventanas.
Literalmente. De variadas formas y tamaños, sí, pero ventanas al fin y al cabo.
Con marco de madera, de aluminio o hierro y, siempre, claro, a través de los
paneles de cristal. En la memoria geográfica de estas ventanas por las que he apercibido
el mundo surge -como en un bombo de la lotería que comienza a girar con un
sordo ruido de fondo- un aparente desorden en medio del azar. No existe una
cronología fija. De hecho, ni siquiera existe la cronología. Lo que sí viene
inquebrantablemente emparejado a las memorias trashumantes de los ventanales
son los mismos libros, idénticos textos –aunque hubiera muchos otros- que
vuelven una y otra vez a estar abiertos en las mismas páginas, reales o
inventadas. En algún instante, entre tantas idas y venidas, ocurrió que el casamiento
entre una precisa ventana, un determinado libro y la misma exacta página,
imprimió carácter. Como el ritual de un sacramento, indeleble para siempre en
su asociación. Una comunión insoslayable entre lo que se me ofrecía más allá de
los cristales y lo que discernía por la letra escrita.
Hay veces que me veo viendo, pura
inercia visual, la recoleta calle, empapada por rachas de viento y lluvia, que
desciende hasta la ruidosa avenida principal. El tifón no amaina en Tokio. Y
por más que he reescrito en la última hora, un centenar de veces, los rasgos
del ideograma “isla” en mi cuaderno de escolar de primaria, aunque voy camino
de la treintena, no termino de memorizar el orden correcto de los trazos. Incluso
ahora mismo, aunque no recuerdo el autor, se me aparecen flamantes las pastas
anaranjadas de “A guide to Reading &
Writing Japanese”. La lluvia arrecia
contra los cristales. La vecina adolescente intenta por enésima vez, por ese
lado, por mor de la privacidad, la ventana es opaca, no atragantarse con su
partitura de Chopin. Dicen que el huracán se alejará a media noche.
No hay una lógica, o al menos la
desconozco, por la que en otras ocasiones me viene a la memoria, en primicia,
la vieja ventana, de madera repintada en un gris ceniza, anclada desde hace
siglos en la fachada renacentista. Desde ésta apenas veo nada. Más ventanas
similares a aquella por la que miro, en el edificio de enfrente. ¿Laura
Biagiotti? Pero en esta tarde de domingo, como en tantas otras, mientras
intento desentrañar los matices del aoristo perfecto en el Evangelio de la
Infancia, se eleva desde el adoquinado, tres pisos más abajo, el inconfundible
murmullo de la tarde romana. A tiro de piedra se divisaría la Piazza Spagna, si
el “cortile” fuera transparente. A menos de trescientos metros. “A Greek Grammar”, un volumen con las
cubiertas de gris evanescente y una textura áspera, hasta el punto de raspar,
anticuadas. Como el autor, de cuyo nombre tampoco me acuerdo, un enrevesado
gramático alemán de finales del XVIII.
Ésta otra es más reciente en su
estructura. Muestra una clara influencia colonial francesa, recado de
ocupaciones expansionistas de finales del XIX. Alguien tuvo la delicadeza de
hacer el marco en piedra berroqueña local. Coronada con un arco de medio punto,
expande la perspectiva más allá de la mole encalada de la Universidad Hebrea,
hacia las colinas onduladas de Judea. En los días claros se adivina, con una
cierta nitidez, la silueta del Monte Nebo, tras la fértil depresión del Jordán.
Obcecado con descifrar las concordancias y divergencias de los Hechos de los
Apóstoles, según el Codex Bezae y el Codex Sinaiticus, sobre el episodio de
Listra. Cuando Pablo y Bernabé no se prestaron al juego de los nativos de
Antioquía y prefirieron poner tierra de por medio, antes de que fueran elevados
a una hornacina. Esta vez sí, recuerdo perfectamente el autor, que se me pegue
la lengua al paladar si me olvido mi mejor profesor, Marie-Émile Boismard: “Le Texte occidental des Actes des apôtres. Reconstitution
et rehabilitation”, (2 vol.) (Synthèse 17), avec A. Lamouille, Paris, Éd. Recherche
sur les civilisations, 1984. Y se me
paralice la mano derecha si me olvido de tí. Jerusalén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario