Imagen de "QUO" |
Desde que tengo memoria y al menos hasta los
once años, cuando me ví obligado a ir al internado de curas, tenía tal miedo,
más bien pánico, a dormir a solas en la oscuridad. Así que siempre me las arreglaba
para dormir aferrado a la mano de alguien. Mis padres no se podían permitir
dejar la luz encendida en la habitación que tenía asignada, en la
panera del trigo. Además, la mayor parte de las noches, especialmente en
invierno, el hilillo de electricidad que, tenuamente, alimentaba las dos o tres
bombillas de la casa, era tan endeble que parpadeando, parpadeando, terminaba
por extinguirse. Por algo, con la ironía pueblerina habitual –a veces no exenta de mala uva-
al propietario de la pequeña central eléctrica, montada ribera arriba, en un
recodo del río Negro, se le conocía como el Tío Candiles.
Cuando mi hermano pequeño cumplió cuatro o
cinco años, su mano fue mi tabla de salvación. Aunque como siempre lloriqueaba
porque yo quisiera dormir agarrados de la mano, en muchas ocasiones me
resultaba mucho más fácil ir a la habitación de la bisabuela Catalina. Tras acomodarme
en su regazo, ella, mientras me dormía, me apretaba la mía con su mano huesuda,
de piel agrietada y áspera, a fuerza de hacer la colada en el río helado que
discurría a la vera de la casa. Cuando por razones de enfermedad o rara
ausencia, ni la bisabuela ni mi hermano estaban disponibles, recurría a mi madre.
Aunque esto era más bien raro. Mi padre, poco dado a las carantoñas, nunca
entendió que para dormirse, su primogénito tuviera que atrapar la mano de
alguien.
En esas ocasiones se enfadaba con mi madre.
“No des tantos mimos al chiguito, así nunca se convertirá en un hombre de
provecho. Si no puede dormir sólo que se vaya a la cuadra con las vacas”. Ni
que decir tiene que mi madre, ni una sóla vez, me mandó al establo. Como
también queda claro que jamás me dormí cogido a la mano de mi padre. Preferí en
algunas ocasiones recurrir a la mano del agostero, Epi, por Epifanio, un
mozarrón de un pueblo cercano, de Villasila, con un enorme corazón aparte de
infatigable trabajador. Como mi padre le contrataba para las labores veraniegas,
desde San Pedro a San Miguel, también durante los meses de verano tenía aquella
particular forma de adormecerme bien asegurada. No sé exactamente de dónde me
venía aquel pavor a dormirme echando, literalmente, mano de alguien. Siempre
supuse que todos los chavales del villorrio tenían idéntica querencia y que
dormían dando la mano a una madre, a una abuela, a un hermano o a un criado. En
el fondo era un suponer. Jamás les pregunté.
Se burlarían de mí, si les decía que para dormirme necesitaba hacerlo asido a
la mano de un adulto.
Sí que recuerdo, con toda nitidez, dos o tres
situaciones, escenarios que se suele decir ahora, donde el pánico también se
manifestaba fuera de la panera donde pasaba mis noches. Uno de ellos era la
mera alusión al Sacamantecas, personaje legendario, basado en un asesino en
serie de finales del siglo XIX, quien había campado por sus fueros en la
llanura alavesa, no muy alejada de mi aldea. Hasta que le ajusticiaron con el
garrote vil. Incluso el maestro escuela le mentaba cuando quería asustarnos de
verdad. Que amenazara con decir a nuestros progenitores que delante del
inspector académico, venido de la capital, no habíamos sabido decir cuáles eran
los afluentes del Sil nos preocupaba ligeramente. Por si nos dejaban sin la
merienda.
Ahora bien, cuando decía: “Si no me repetís de
memoria quienes son los sucesores de Recesvinto os pongo en manos del
Sacamantecas”, nos estremecíamos de espanto. Seguramente aquello no era muy
pedagógico, pero resultaba tremendamente eficaz. A éste, al Sacamantecas que le
creíamos tan real, vivito y coleando, como al mismo sacristán o al loco del
pueblo, le imaginábamos con una barba larga, ennegrecida y sucia, que le
llegaba hasta la barriga. Siempre llevaba al hombre un saco de yute, como los
usados para recoger la cebada en la era tras la bielda. Y lo peor, empuñaba un
enorme cuchillo, de los que se usaban en el pueblo para degollar a los cochinos
en la época de la matanza.
Por alguna razón, en mis pesadillas lo soñaba
caminando, una vez anochecido, en el camino de la huerta de la Rinconada. Un
sendero por el que apenas podía pasar un carro, entre una curva del río y la
espesa chopera del señor Agustín. Así que cuando volvíamos de recoger la cosecha
de patatas en las noches sombrías y ventosas de noviembre, yo me acurrucaba
encima de los sacos y de allí no me movía nadie. No al menos hasta que se
divisaba con claridad la torre de la iglesia. A decir verdad, ni encima del
carro me sentía a salvo del Sacamantecas. Eso que íbamos protegidos por un
perro pastor alemán, tan grande o más que muchos carneros, apodado “Yeti”. Había
visto estazar muchos gochos, como para no imaginarme, y creo que no era el
único de mis compañeros de andanzas, lo que el tipejo aquel podía hacer a mis
escasas grasas con aquel cuchillo de matarife. Todo ello empeoró un día, debía
de tener ya siete u ocho años, cuando el “Yeti”, que caminaba, a corta
distancia, detrás el carro, comenzó a aullar lastimeramente. Poco a poco los
aullidos se los fue llevando el cierzo de octubre y, finalmente, se apagaron.
Al día siguiente, mi padre encontró al “Yeti”
en un linderón del robledal, hecho trizas. Según mi padre, un lobo le había
atacado con tal fuerza el cuello, no le habíamos puesto el collarín de pinchos
que solían llevar los perros de los pastores, que el pobre Yeti no pudo zafarse
de las dentelladas de su pariente canino. Yo nunca me creí lo del lobo y nadie consiguió
quitarme de la cabeza que había sido el tío Sacamantecas. Así que la noche,
poco antes de la Fiesta de los Difuntos, cuando los quintos de aquel año comenzaron
a desafiarse para ver quien tenía agallas suficientes para saltar la tapia del
cementerio, acercarse al osario –donde tradicionalmente se almacenaban los
huesos de las tumbas removidas- y traerse un par de fémures, a modo de trofeo, me
persigné, convencido que alguno terminaría sus días, en aquella aciaga noche, a
manos del tío Sacamantecas. Destripado por algún lindero del monte. Eché,
despavorido, a correr a casa, sin querer saber el final de aquella triste
historia.
Coincidió que aquel mismo día, era a principios de
los sesenta, acababa de llegar en el coche de línea un tío carmelita, por parte
de mi padre, el muy reverendo padre Ascindino. El tío Ascindino había venido
acompañado de un colega suyo, el padre Gervasio, que para ser fraile, no tenía
cara de ser muy afable. Entre cuchicheos, poco antes de cenar, cualesquiera que
fuera su apariencia, mi bisabuela me dijo que el padre Gervasio era tenido por santo.
Al menos a eso venía, a santificar, aunque fuera tan puntual como
superficialmente, a no pocos de mis convecinos, blasfemos y lenguaraces
labradores, que juraban por toda la corte celestial, en cuanto avistaban las
nubes de pedrisco sorteando páramos y eriales. Excepto el sacristán, el señor
Isidoro, que había aprendido de memoria los responsorios en latín y honraba su
oficio con beatitud suprema y en toda circunstancia.
Aquel barniz de contrición ritual, que se
organizaba una vez al año, se denominaba “las misiones”. Los labriegos
comenzaban a temblar cuando el párroco anunciaba las fechas a finales de
septiembre. De sobra sabían que, salvo algún hereje tan imperdonable como
tozudo, todos terminarían arrodillados, tres días después, en el confesionario. Anualmente, un predicador invitado venía
a la aldea para preparar a los feligreses de cara a la Pascua de Navidad. El
tío Ascindino y su colega predicador portaban sus manteos marrón oscuro de
carmelitas, que a mí se me antojaban excesivamente pardos y tétricos.
Romance de Sacamantecas (JCyL) |
Durante la cena, para mi pasmo, el santo padre
Gervasio sólo usaba la mano izquierda. Algo nunca visto. ¡Y en un fraile¡ De
hecho, el maestro escuela, a mi condiscípulo Antonio, que mostraba una extraña
destreza para escribir con la siniestra, le solía atar la mano al pupitre para
que no cayera en la tentación y no le quedara otro remedio que usar la buena, la diestra. Se supone que Díos
y sus apóstoles sólo usaban ésa para las tareas cotidianas. Como demostraba la estatua
en yeso de San Vicente Ferrer, en la parte derecha del crucero de la parroquia,
anunciando el castigo eterno para los pecadores, mientras levantaba el índice aterrador
de su diestra. Además, por la bocamanga de la saya frailuna, se adivinaba un
extraño apéndice de madera, cuya extremidad asemejaba, toscamente, al pulgar y
al índice. No necesitaba yo muchos argumentos para llegar a la conclusión que
el Sacamantecas no merodearía esa noche el cementerio de los quintos a la hora de la cena.
¡Estaba en la cocina de mi propia casa¡
A la hora de acostarse, para que el santo
padre predicador se sintiera cómodo, a mí me tocó acostarme sobre un colchón de
pajizo y lana, encima de la tarima de la panera, al lado del catre que, piadosamente, había
adecentado mi buena bisabuela. Era un jergón de lana de oveja churra que mi padre tenía reservado para los pobres de
solemnidad que regularmente recorrían la comarca mendigando, una vez acabada la
cosecha. La bisabuela lo había acarreado hasta la panera. Mi panera. Procuré encamarme
lo antes posible. Darle la mano, menos aún la derecha, estaba fuera de lugar. Ni
se me pasó por la cabeza.
Como si todo encajara a la perfección, el Tío
Candiles se lució aquella noche. Ni una pizca de electricidad a partir de las
diez de la noche. Por el ventanillo entreabierto entraba la luz llena y los
salces de la cercana ribera, perdida su última hoja, rugían enfebrecidos. Los
pasos del padre Gervasio, debía de portar una palmatoria con una vela, se arrastraban
subiendo por la escalera. Yo, muerto de pánico, no sabía si esconderme más
entre las mantas o echar a correr hasta la habitación de la bisabuela. Abrí los
ojos de par en par, mientras me apretaba la mano con la garganta para no gritar.
El fraile se despojó de su hábito y acto
seguido, con la misma naturalidad con la que mi padre se quitaba las botas de
arar, se retiró la prótesis de madera, que yo había adivinado bajo el hábito, que
le cubría -en una línea recta y grotesca- hasta el antebrazo. Era un brazo
larguísimo y tieso, sin articulación. Como si fuera un menester banal, llevado a
cabo todos los días, y seguramente así lo era, con un pequeño gancho, colgó el artefacto de la cabecera de hierro de la cama. Aquello fue demasiado para mí.
Seguro que se iba a tomar su tiempo, esperar a que me durmiera, antes de
reponer el artilugio en su muñón y sacar el cuchillo de la matanza que escondía
en el arrebujo del hábito. En cuanto creí que se había dormido, me escurrí sigilosamente
hacia la cuadra y me eché en un pesebre vacío. Los pies me salían por un
extremo e invadían el de la vaca preferida de mi padre, la Mora. Pero allí
seguro que no me iba a encontrar el padre Gervasio, el tío Sacamantecas o como
se llamara.
Durante muchos años, en la entrada de la
iglesia, al lado del baptisterio, estuvo colocada una cruz de madera, con los
extremos lobulados. En el brazo izquierdo, “Misiones 1963”, en el brazo derecho
“Padres Carmelitas” y en el perpendicular aquel ominoso nombre “Padre Gervasio
O.C.D”, que hasta que tuve uso de razón, y posiblemente más allá, identifiqué
con el tío Sacamantecas. Todo el triduo, con sus tres noches, las pasé
durmiendo al lado de la Mora, en el pesebre. Huérfano de hermano, madre y
bisabuela. Hasta que los testarudos labradores terminaron por doblar su dura cerviz,
confesar sus pecados y hacer propósito de la enmienda.
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