Se trataba de un gesto de magia pura. El
reloj de la iglesia siempre lo he conocido parado a las cuatro y
veintitrés. Sin embargo, mi padre, dondequiera que nos halláramos, poseía la
extraña habilidad de decir la hora con una precisión de segundos. Inimaginable. Eso que jamás ha tenido un reloj, ni de pulsera, ni de bolsillo.
Como tantas otras mañanas de estío abrasador en
la meseta, nos encontramos en medio del páramo. La sombra más cercana es un
solitario chopo que, milagrosamente, ha sobrevivido en medio de la desolada
llanura. El pago se llamaba, se llama -aunque los nombres se van perdiendo al
mismo tiempo que las memorias de los viejos que desaparecen- Campoloncillo. La
siega de la avena es una faena penosa. La siembra tardía y las lluvias de primavera
han propiciado que algunos cardos levanten tanto como las cañas. Antes de echar
mano a las gavillas conviene cerrar los ojos y encomendarse a San Esteban, el
patrono local, para que las espinas endurecidas por la sequía no se te claven
hasta la médula del hueso. Mis seis años (mucho antes de que llegara al código
penal el concepto de trabajo infantil) no me dan derecho a quejarme.
Mi único consuelo es mirar de reojo a mi
padre, a la espera de que ejercite su prodigiosa magia con la vara de arrear
las vacas. Entonces, y sólo entonces, el mundo se detendrá. Aunque, de sobra
sé, que antes tiene que ejecutar a rajatabla su ritual. De momento, sigue
agavillando los brazados de mies como si en ello le fuera la vida. Yo no lo sé,
pero sí, en ello le va la vida. Por detrás del robledal se adivina el olor a
chamusquina que arrastra, todavía lejana, la tormenta. Si el viento cambia de
dirección, el sol sigue implacable en lo alto, la arrastrará hasta esta ladera
del valle con sus temibles nubarrones de truenos, relámpagos y piedra.
Elevo mis plegarias al santo patrón para que
mi padre haga algo, antes de que sea tarde. Me sé de memoria el ritual que está
a punto de desplegar. Dejará de encorvarse sobre la hilera de mies que lleva en
el corte semicircular de la guadaña. Incluso aunque no haya alcanzado la
lindera de la tierra vecina. Palpará el gachapo que lleva atado a la cintura,
para asegurarse de que no ha perdido la piedra de afilar en la última ronda.
Dará la vuelta a la guadaña, el mango apoyado en el terreno escabroso y hostil,
y apoyará su barbilla en el contrafilo. Mirará un par de minutos el horizonte,
hacia el norte, hacia las cumbres de las montañas cuyo nombre desconozco. Su
mirada cruzará por encima de los rastrojos y la mies ya acarreada, atravesará
sobre el pequeño valle del río con su sombreada fresneda. Un poco más allá,
divisará las siluetas tenuemente verdosas de los últimos montes de robles y
pinos. Finalmente su vista alcanzará el gigantesco peñasco, en las primeras estribaciones
de la cordillera, que en el pueblo todos conocen como la Peña Redonda.
En medio de mi ignorancia, me resulta
fascinante, el misterio inalcanzable que esconde la Peña Redonda. Como el hecho
de que mi padre olvide por un instante todos sus afanes y se quede contemplando,
absorto, la montaña, distante unos treinta o cuarenta kilómetros. A modo de plegaria,
aunque la hora del Ángelus hace ya un buen rato que pasó. De lejos, la Peña
Redonda, ante mis ojos infantiles, no me parece nada del otro mundo. Es una
mole regular, con una pequeña chepa en un lateral, pelada y desnuda. Al avanzar
el verano su azulado se intensifica, y con las primeras nieves del otoño, su
cima se tiñe de blanco hasta la primavera. Como tantas otras a su alrededor.
Estoy expectante, a la espera de la decisión
de mi padre. Sé, como ha hecho en tantas otras ocasiones, que me pedirá la vara
de arrear las vacas, tirada a la sombra del carro. “Tráeme la vara, chiguito”.
Sé que se acerca el momento culminante de este solemne ceremonial. Se la llevo.
La planta perpendicular en el suelo. Observa la sombra que enfila todo tiesa,
en la distancia, ni un milímetro más, un uno menos, la cúspide de la Peña
Redonda. Hasta aquí hemos llegado. “Son las dos, abre la fiambrera, es la hora
de almorzar”.
Nunca ha usado otro reloj que la vara de
arrear las vacas. Incluso los días nubosos, supongo que por costumbre, recurría
a idéntica artimaña ¿suiza? No es pues de extrañar, que yo alcanzara la
adolescencia en la creencia de que las horas del mundo, al menos las de la siega
y el almuerzo, se regían por una vara de salce, y el péndulo inamovible de su
sombra, apuntando eternamente a la Peña Redonda.
Tan reverencial era mi fe en aquel sencillo
artilugio, tan convencido estaba yo de la magia de aquel palo nudoso, que
aquellas navidades, a los Reyes, junto con los lápices de colores Alpino, les
pedí “una vara, pero de pulsera, como la que usa mi padre para saber cúando es
la hora de almorzar”. Por cierto, señor cura, tantos años después, el reloj de
la iglesia sigue en sus perennes cuatro y veintitrés.
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