En otras regiones eran conocidos como jornaleros u obreros. En los
diminutos minifundios del norte de Castilla la Vieja, la contratación se
efectuaba el día de S. Pedro, el 29 de junio, y se extendía hasta S. Miguel, 29
de septiembre, aunque en ciertos casos era de carácter anual. De ahí lo de agosteros. Una acepción cronológica un poco laxa, hay que reconocerlo. En la bien
visible, aunque no precisamente definida jerarquía social, ocupaban un escalón
ligeramente superior a los dos últimos de la fila, los pobres de solemnidad que
iban de pueblo en pueblo mendigando y los pastores, más entrados en años, pero
que contaban con la ventaja de estar asalariados –aunque el salario fuera en
especie, tantas cargas de trigo y tantas hogazas de pan- todo el año y a veces
de por vida.
Los agosteros eran mozos fornidos, en muchas ocasiones miembros de
familias numerosas, sin tierras familiares, por lo que el sustento dependía de
sus propios brazos. Otra acepción, la de braceros, era, pues, literal. El
trabajo era rudo y en pleno estío la edad era un factor importante para
aguantar a pié enjuto sobre los páramos interminables. Contratados por una
módica cantidad y el sustento, entonces no había seguridades sociales ni
seguros de desempleo, solamente el trabajo -varias horas antes de amanecer y
hasta la puesta del sol- era su única vía de supervivencia. Quien era o quería
aparentar que era más rico se podía permitir el lujo de contratar a dos o tres
jornaleros en los picos de trabajo, durante la época de la siega. Para los
pequeños latifundistas, caso de mis padres, era también una cuestión de
supervivencia. Sin la ayuda del agostero, resultaba imposible realizar todas
las faenas del campo, combinadas a partir de finales de los cincuenta con la
primera entrada de la ganadería, antes de que llegaran los fríos de septiembre
y los días se acortaran.
Por casa pasaron varios, Epi de Villamelendro, Flores, que después
sirvió durante muchos años en la panadería de Buenavista y otro zagal de
Villaroblejo, en el páramo saldañés, de cuyo nombre ahora nadie se acuerda. Al
parecer, Villaroblejo era cuna generosa de agosteros puesto que en ciertos años,
para las fiestas del santo patrón, San Esteban, se juntaban, de ese pueblo y
alrededores, hasta quince villarroblejanos. En toda la región la pobreza era
bien palpable, pero se ve que en los páramos más allá de la vega del Carrión las
dificultades se agudizaban.
De Epi me acuerdo con absoluta nitidez. De su mirada desafiante, de
hermano mayor, antes de echar mano a la hoz y coger el corte de los trigales
por la lindera de la cañada. Campos que a mis ojos infantiles me parecían
interminables, hasta casi tocar la montaña. O correr a guarecernos en medio de
una imponente tormenta veraniega, mientras estábamos construyendo un muro de
protección contra las crecidas del río Negro, en la huerta al otro lado del
Valdavia. De Flores me acuerdo de comer con él en la hornera de la otra casa y,
sobre todo, de verle trabajar durante años en la panadería. Del de
Villarroblejo, ni la menor memoria. Así que la historia que sigue viene por la
tradición oral materna. Supongamos que yo tendría media docena de años y que él
se llamara Lucio.
Lucio, como la costumbre dictaba, había sido contratado por mi padre
en la feria de S. Pedro en Saldaña. Como en la parábola bíblica, los agosteros
que buscaban trabajo para el verano se congregaban, en corrillos, delante de la
iglesia parroquial. Allí, con los primeros calores del verano, se realizaban
las contrataciones, se ajustaban, según la parla local. Normalmente, si el
agostero salía bueno, es decir, trabajaba, no bebía demasiado y cumplía con los
deberes tácitos establecidos (los contratos eran siempre verbales) y seguía las
buenas costumbres, se le contrataba año tras año. Supongo que fue el caso de
Lucio.
Lucio, véte a saber dónde, se había hecho con un jerséi nuevo,
carmesí, para la fiesta del pueblo, que como queda dicho, era la de S. Esteban,
el 3 de agosto. Un jerséi nuevo en aquella època, mediados de los 60, debía
costar una fortuna, o quizá se lo había hecho su madre. Cualesquiera el origen,
todas sus escasas pertenencias, un par de mudas, como mucho otros tantos
pantalones y tres camisas las guardaba en el baúl de la entresala. Aunque no
era obligación, mi madre se ofreció a lavarle las prendas, bien que Lucio
estuviera empeñado en enviárselas a su madre para tal menester. Asunto harto
complicado por la distancia, como unos 50 kilómetros y la
carencia de transporte regular.
Así que tras la fiesta, mi madre le aseó la ropa de los domingos y
fiestas de guardar. Eran los tiempos del tajo de madera y aclarar en la
corriente del río. Adecentado también el jerséi, éste fue a parar al baúl hasta
la próxima fiesta que no era otra que la de la Virgen, la Asunción de María, el
15 de agosto. Cuando repicaba la segunda en la campana pequeña de la iglesia,
Lucio subió a buscar el jerséi, cambiarse los calzones y ponerse la camisa
nueva de los domingos. Héte aquí, que el inmenso baúl estaba muy, muy vacío y
la mayoría de sus prendas habían desaparecido. Del jerséi recién estrenado no
quedaba ni rastro. Lucio se puso a llorar como un niño. Algo realmente
extraordinario. Llorar estaba muy mal visto y peor aún en un rocoso agostero de
veintitantos años.
Varios días después el misterio quedó resuelto. Nuestra vecina, de
quien se decía que había sido madre soltera y había abandonado con nocturnidad
al recién nacido depositándolo sobre el trillo en una era de un pueblo vecino,
tan hábil como ingenua, fue observada colgando la ropa recién lavada en unas
ramas de espino, en las cercanías del cementerio. No se le ocurrió otra cosa
que colgar, arte de birlibirloque, la ropa interior de Lucio y su jerséi como
si fueran suyos, aunque las prendas eran claramente de hombre y el único hombre
conocido en su familia era su hermano Félix, también conocido como el
Legionario, quien hacía años que no aparecía por la aldea.
Mi madre siempre sospechó que como la tapia medianera estaba derruída,
la vecina, Pura de nombre, había aprovechado que mi madre se levantaba para
enganchar la mula e ir a regar a la huerta de la Rinconada al amanecer, no
mucho más tarde que mi padre y Lucio hubieran ya partido a por el primer viaje
de acarreo de la miés, para entrar en la casa. Las puertas siempre quedaban
abiertas desde que una vez que las habían dejado trancadas en su ausencia, mi
hermano y yo fuimos sorprendidos colocando una silla en una ventana del segundo
piso para saltar al patio.
Pese a las evidencias en los rosales salvajes del cementerio y viendo
que la ladrona era aún más menesterosa que el agostero, lo que ya es ser pobre,
mi madre decidió que hasta el final del verano, el bueno de Lucio podía
arreglárselas con algo de ropa de segunda mano de mi padre, que conociéndolo,
ya era mucha segunda mano. Lucio no acabó el verano. Antes de S. Miguel alguien
le ofreció trabajo en Bilbao. No obstante, aunque verbales, los contratos eran
sagrados, así que a sustituirlo vino su padre, un señor ya entrado en años, que
según el mío: “hombre, trabajaba, sí que trabajaba, pero se notaba que ya no
podía mucho el hombre”. Lucio, pues, se convirtió en uno de tantos “maketos” castellanos que fueron
explotados por la dinámica industria de la pujante burguesía vasca. Eso sí, sin
su jerséi de fiesta. Seguro que bien doblado en alguna cómoda de la Pura.
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