No ví el mar hasta los dieciséis años
casi cumplidos. Eso que en línea recta no debía de estar a mucho más de cien
kilómetros. Pero en medio estaba la infranqueable cadena de montañas. La cercana
Peña Redonda a tiro de piedra, como telón, los inconfundibles dientes de sierra
del Curavacas y a modo de vigía siempre ojo avizor, a medias escondido, en la
retaguardia, el Espigüete. Una muralla inaccesible hacia el norte, cuyas
cumbres, apenas entrado el otoño, se cubrían de nieve. Algo que nos resultaba
del todo chocante cuando en la aldea ni siquiera habían comenzado a desprenderse
las hojas en las choperas del río y los atardeceres de septiembre todavía llegaban
arropados en una luz dulcemente intensa y transversal.
Toda mi geografía se condensaba en la
decena de pueblos del valle. La única manera de escapar, más allá de los
robledales que seguían las cimas de las colinas que bordeaban el río y llegaban
hasta las estribaciones de las primeras peñas rocosas con sus minas de carbón,
era la carretera que, por entonces, no estaba asfaltada. Si eras mayor, como mi
padre, y tenías que ir a comprar una vaca del país para uncir y dar leche en la
feria de la Asunción, el coche de línea de los Herreros, te llevaba al mercado
de ganado, en el mismo límite con la provincia vecina. Un poco más allá estaba
el puerto, que pocos vecinos habían tenido la oportunidad de cruzar, en las rarísimas
ocasiones en las que se habían desplazado hasta Potes. Después, un trecho más,
y ya se podía uno topar con el mar.
Hacia el norte, la cadena montañosa era
una barrera intratable que limitaba tozudamente nuestras idas y venidas a lo
largo del valle. No quedaba otra salida que dirigirse hacia los páramos de la
meseta. Hacia allá, al menos, si te subías a voltear las campanas con los mozos
los días de fiesta, desde la atalaya de la torre parroquial, se podía
fácilmente adivinar que no había lindes en aquellos campos ondulados de cereal,
aparentemente infinitos hasta más allá de donde la línea del horizonte se
perdía de vista. Hacia el sur.
Cuando Don Tino, el maestro de la escuela mixta nos explicaba que las invasiones bárbaras habían arrasado el
solar patrio viniendo desde el norte, a mí no me cabía duda alguna de que
suevos, alanos, godos, ostrogodos, Ataúlfo y hasta el mismísimo Atila habían invadido
mi valle, tras sortear aquella impresionante cordillera. Teníamos una profunda
confianza en Don Tino y, además, así lo atestiguaban todas las ilustraciones
de la Enciclopedia Álvarez: las invasiones bárbaras siempre seguían el mismo
recorrido, de norte a sur. El norte, tierra de bárbaros, comenzaba unos
kilómetros más allá de Cervera, cuando el puerto de Piedrasluengas descendía
hacia la vertiente del Cantábrico. Desde allí vendría la siguiente invasión.
Por entonces, claro, mis conocimientos
de geopolítica eran inexistentes. Aunque adivinar el rostro cabizbajo y
meditabundo de los adultos aquellos días de mediados de octubre no resultaba
muy complicado. Durante aquellos anocheceres resplandecientes camino del
invierno, las conversaciones sobre el precio que pagaría el Servicio Nacional
del Trigo por la cosecha habían dado paso a extrañas e incomprensibles
conversaciones, nunca antes escuchadas en la aldea.
Los más viejos, como tenían por
costumbre durante los períodos de escasa actividad en la labranza -estaban a la
espera de las primeras lluvias para comenzar la sementera- pasaban las horas
muertas delante del bar de Abundio. Sentados en una enorme viga vieja de roble,
apeada sobre adobes, que los más fornidos habían acarreado de un corral cercano
en ruinas. Para protegerse del habitual cierzo, habían buscado acomodo, al
resguardo de la pared que miraba al este, aprovechando la puesta del sol. La cadena
de montañas resplandecía al norte. En las eras sólo restaban algunos montones de
avena tardía.
Términos como Cuba, embargo, Unión
Soviética, misiles o Jrushchov, del todo nuevos, resultaban extremadamente inquietantes.
Que los adultos pasaran las horas hablando de algo que parecía meterles el
miedo en el cuerpo, incluso más que las temidas tormentas veraniegas, lo
convertía, con el paso de los días, en aterrador. “Chiguitos, id a jugar a la plaza” y sin más
miramientos que lanzarnos un canto, el señor Lucio, con fama de malas pulgas
y el único que recibía el Diario Palentino en el pueblo, nos echó de la solana.
Tanto daba, era la hora de ir a tocar la primera al rosario.
Aquello debía de ser algo grave. Hasta
las beatas que se acercaban al rezo vespertino seguían hablando de que aquello
podía significar el fin del mundo. La crisis de los misiles, Kennedy y la bomba
atómica a punto de explotar sobre nuestras cabezas parecía ser la única
conversación en aquellos parajes olvidados de la mano de Dios. Hasta el cura, tras el quinto misterio
doloroso, invocó la sabiduría y bondad del Altísimo para que trajera la
concordia a aquella disputa incomprensible que en algún lugar del mundo
amenazaba con aniquilar nuestro remoto
valle.
La alarma se transformó en pánico
palpable cuando al regresar a casa me encontré a mi padre y mi madre que tras
terminar de ordeñar las vacas intentaban vislumbrar, por entre las ramas del
nogal del patio, el cielo estrellado a la espera de que aparecieran los
bombarderos de la URSS. Según creí entender, en El Cimbalillo, el diario
hablado de Radio Palencia, habían advertido que la guerra entre rusos y
americanos era cuestión de horas. Incluso de minutos.
Cuando aquella noche me subí a la cama,
mi cuarto daba al norte, me sentía tranquilo y protegido. Para mí, aquellas
montañas eran inviolables, una frontera que nunca nadie podría transpasar. Aunque
a decir verdad, no las tenía todas conmigo. De repente, un avión, un Caravelle,
uno de los primeros aviones a reacción que yo conocí, apareció por encima de la
silueta del Curavacas, en dirección este, hacia donde Don Tino señalaba la
posición del Atlántico. Supuse que la URSS, como era de esperar los bárbaros
venían siempre del norte, había decidido pasar al ataque. Iba tan alto que su
panza todavía reverberaba con los últimos rayos del sol ya oculto. La estela
que dejaba tras de sí, al menos eso yo pensaba, no auguraba nada bueno. Mi
valle no se iba a acabar con aquella primera pasada, pero yo estaba convencido
de que en pocas horas los rusos iban a bombardear Nueva York. Después vendría
el contraataque. El fin del mundo se aproximaba. En un abrir y cerrar de ojos
estaría aquí. Dios te salve María…
Muy bueno, bien descrita la vida en los pueblos hace 50 o mas años. Un saludo
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