Mi padre afirma, yo
creo que de manera algo exagerada, que aprendí a leer no en la escuela mixta, sino
en la taberna del Tío Elpidio. Cierto, recuerdo con absoluta nitidez el papel con
su tipografía agigantada, en riguroso blanco y negro, como correspondía a la
época, ocupando de arriba abajo las cuatro paredes de la tasca. “El papel” no
era otro que el Diario Palentino-El Día de Palencia, nombre demasiado extenso
para los lugareños. Como además la tartana con el correo llegaba con un día de
retraso, y no traía otro, la confusión resultaba imposible. Por lo tanto, “el
papel” era el periódico y el periódico era el diario del día previo. O de dos o
tres antes, si el enlace con el tren en Osorno se demoraba.
Para entonces la
Taberna del Tío Elpidio había perdido sus años de apogeo. Hasta el mismo señor
Elpidio había pasado, supuestamente, a mejor vida, alcoholizado, víctima de la
ambrosía garnacha que despachaba a cualquier hora de la jornada. Tras sobrevivir
malamente en forma de tienda de ultramarinos, se había transformado en la “gloria”
o cuartín. Una modesta sala de estar calentada por debajo de las baldosas, como
en las mismísimas termas romanas, propiedad de la familia de los Chillones, descendientes
del Tío Elpidio. Los Chillones, creo que era un apodo, tenían hijos de mi edad. Así que cuando nos refugiábamos en la antigua cantina, al cubrirse los
páramos y roturos con las copiosas nevadas de enero, mi diversión preferida era
leer –hojearlo resultaba del todo imposible- el Diario Palentino que la señora Plautila
había, con engrudo artesanal, usado para decorar las paredes del ahora
convertido en cuarto de estar.
Mis escasos
conocimientos escolares no se veían para nada incentivados por el rompecabezas
que la señora Plautila había recreado sobre los muros Su única intención había
sido la de tapar los desconchados de las paredes y el ennegrecido de tantos
años de farias, los días de guardar, y tabaco de liar entre jarra y jarra de
vino, los demás. Las primeras páginas con inauguraciones franquistas se
mezclaban con las crónicas agrarias, los deportes con los sucesos y la política
internacional -yo estaba obsesionado con la crisis de los misiles de Cuba- desteñía
los comunicados del Jefe del Movimiento publicados en la capital. Naturalmente,
la viuda del Tío Elpidio había elegido hojas al azar, así que podía haber
alguna doble página del 13 de marzo de 1962, lado por lado con sucesos
luctuosos del invierno de 1959. Y papel con papel, literalmente, los resultados
de la liga de hacía un par de años con el reciente asesinato de Kennedy en
Dallas. Para aprovechar el engrudo y ajustar las dobles páginas, eso sí, ni una
sola recortada, algunas estaban colocadas en sentido horizontal, ciertas en
vertical, y las más se solapaban unas con otras para cubrir esquinas, recodos y
ángulos.
Daba igual. La incesante
curiosidad por la letra impresa me llevaba a meterme por debajo del banco corrido
que bordeaba tres de las cuatro paredes de la sala y, con un poco de suerte,
podía continuar leyendo parte de la página por encima del mismo. Eso sí, menos los
dos o tres párrafos cortados por el empotrado del banco contra la pared y sobre
el papel. Aprender a leer requería, además de una insaciable curiosidad, cuerpo
de contorsionista. A veces era necesario ladear el cuello a la derecha, otras
subirse de puntillas encima del banco para llegar a las del techo, las más,
buscar la prolongación donde el azar y la señora Plautila habían decidido embadurnar,
sin señalarlo, claro, la continuación. Continuación que, tantas veces, resultaba
inexistente. Era igual. Lo importante era leer y releer.
Cincuenta y cinco años
después mi padre se sienta delante del televisor y se queda maravillado,
absorto, de que en el mismo día de su publicación pueda leer “el papel”. No
sólo leerlo, también escucharlo. Más bien sordo, los auriculares recogen la voz
sintetizada del iPad y, por enésima vez, como tantas veces para los explotados
hijos de la gleba, vuelve a leer, es decir, a escuchar, que un año más hay que malvender
la cosecha de centeno. Porque, como hace cincuenta y cinco años, no merece la
pena ni recolectarlo.
Al menos tiene una
ventaja. A sus 90 años el precio del grano no le inquieta lo más mínimo. Lo que
le preocupa: “¿Cómo hacen para que pueda leer el periódico en la tele y al
mismo tiempo me lo dicten como si fuera la radio?” Empiezo a explicarle la
descarga del Diario Palentino desde Kiosko y Más, la versátil conexión del iPad
gracias a su sofisticado sistema operativo iOS, el requerimiento de que Apple
TV tiene que estar en la misma red de Wifi. Antes de un minuto desisto.
¡Que el Altísimo te tenga en su
gloria, Steve! Vale, también al Tío Elpidio y a la señora Plautila.
Al abuelo no hay que complicarle mucho la vida. Congrats!
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