lunes, 16 de febrero de 2015

EL PAPEL

Mi padre afirma, yo creo que de manera algo exagerada, que aprendí a leer no en la escuela mixta, sino en la taberna del Tío Elpidio. Cierto, recuerdo con absoluta nitidez el papel con su tipografía agigantada, en riguroso blanco y negro, como correspondía a la época, ocupando de arriba abajo las cuatro paredes de la tasca. “El papel” no era otro que el Diario Palentino-El Día de Palencia, nombre demasiado extenso para los lugareños. Como además la tartana con el correo llegaba con un día de retraso, y no traía otro, la confusión resultaba imposible. Por lo tanto, “el papel” era el periódico y el periódico era el diario del día previo. O de dos o tres antes, si el enlace con el tren en Osorno se demoraba.

Para entonces la Taberna del Tío Elpidio había perdido sus años de apogeo. Hasta el mismo señor Elpidio había pasado, supuestamente, a mejor vida, alcoholizado, víctima de la ambrosía garnacha que despachaba a cualquier hora de la jornada. Tras sobrevivir malamente en forma de tienda de ultramarinos, se había transformado en la “gloria” o cuartín. Una modesta sala de estar calentada por debajo de las baldosas, como en las mismísimas termas romanas, propiedad de la familia de los Chillones, descendientes del Tío Elpidio. Los Chillones, creo que era un apodo, tenían hijos de mi edad. Así que cuando nos refugiábamos en la antigua cantina, al cubrirse los páramos y roturos con las copiosas nevadas de enero, mi diversión preferida era leer –hojearlo resultaba del todo imposible- el Diario Palentino que la señora Plautila había, con engrudo artesanal, usado para decorar las paredes del ahora convertido en cuarto de estar.

Mis escasos conocimientos escolares no se veían para nada incentivados por el rompecabezas que la señora Plautila había recreado sobre los muros Su única intención había sido la de tapar los desconchados de las paredes y el ennegrecido de tantos años de farias, los días de guardar, y tabaco de liar entre jarra y jarra de vino, los demás. Las primeras páginas con inauguraciones franquistas se mezclaban con las crónicas agrarias, los deportes con los sucesos y la política internacional -yo estaba obsesionado con la crisis de los misiles de Cuba- desteñía los comunicados del Jefe del Movimiento publicados en la capital. Naturalmente, la viuda del Tío Elpidio había elegido hojas al azar, así que podía haber alguna doble página del 13 de marzo de 1962, lado por lado con sucesos luctuosos del invierno de 1959. Y papel con papel, literalmente, los resultados de la liga de hacía un par de años con el reciente asesinato de Kennedy en Dallas. Para aprovechar el engrudo y ajustar las dobles páginas, eso sí, ni una sola recortada, algunas estaban colocadas en sentido horizontal, ciertas en vertical, y las más se solapaban unas con otras para cubrir esquinas, recodos y ángulos.

Daba igual. La incesante curiosidad por la letra impresa me llevaba a meterme por debajo del banco corrido que bordeaba tres de las cuatro paredes de la sala y, con un poco de suerte, podía continuar leyendo parte de la página por encima del mismo. Eso sí, menos los dos o tres párrafos cortados por el empotrado del banco contra la pared y sobre el papel. Aprender a leer requería, además de una insaciable curiosidad, cuerpo de contorsionista. A veces era necesario ladear el cuello a la derecha, otras subirse de puntillas encima del banco para llegar a las del techo, las más, buscar la prolongación donde el azar y la señora Plautila habían decidido embadurnar, sin señalarlo, claro, la continuación. Continuación que, tantas veces, resultaba inexistente. Era igual. Lo importante era leer y releer.

Cincuenta y cinco años después mi padre se sienta delante del televisor y se queda maravillado, absorto, de que en el mismo día de su publicación pueda leer “el papel”. No sólo leerlo, también escucharlo. Más bien sordo, los auriculares recogen la voz sintetizada del iPad y, por enésima vez, como tantas veces para los explotados hijos de la gleba, vuelve a leer, es decir, a escuchar, que un año más hay que malvender la cosecha de centeno. Porque, como hace cincuenta y cinco años, no merece la pena ni recolectarlo.

Al menos tiene una ventaja. A sus 90 años el precio del grano no le inquieta lo más mínimo. Lo que le preocupa: “¿Cómo hacen para que pueda leer el periódico en la tele y al mismo tiempo me lo dicten como si fuera la radio?” Empiezo a explicarle la descarga del Diario Palentino desde Kiosko y Más, la versátil conexión del iPad gracias a su sofisticado sistema operativo iOS, el requerimiento de que Apple TV tiene que estar en la misma red de Wifi. Antes de un minuto desisto.


¡Que el Altísimo te tenga en su gloria, Steve! Vale, también al Tío Elpidio y a la señora Plautila.

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