Te
hablaré hoy de la memoria infinita,
de
sus epifanías a la hora del sueño.
¡Oh!
Cúan silenciosamente vegetal y marinera
me
sale al encuentro el alma diurna
en
este miércoles de gloria apenas inexistente.
Piénsame
pasajero de cierto velero mágico,
polizonte
de la lejana infancia,
de
las dulces superficies de los prados ámbar.
A
veces, cuando abrasan las heridas,
al
faltar la hierbabuena con qué curarlas,
en
el momento que los besos duelen
y
más que nada sus ausencias
¡cómo
deseo anclar mi corazón!
en
la ribera de esta playa siempre ocre y verde.
Ser
una vez más, acaso la última,
fantástico
viajero de las olas interiores,
respirar
su viento. A punto de ser pan y harina.
De
ser nada.
Quiero,
una vez más,
ser
capitán de la tierra bien firme
en
el túnel del tiempo.
Del
tiempo que a sí mismo se devora.
Mi
barco surca incansable los espacios
hacia
cualquier invisible rosa de los vientos.
Hacia
allá navego, oceános de la soledad,
empujado
por el aire del este vespertino,
en
brazos de las horas melancólicas,
atrapado
en la marejada estrecha de la memoria.
Sí.
Aquí quisiera arrojar el ancla.
Quedarme
un instante eterno
a
la luz de este faro con hojas y rama.
Pero
a mí –como a tí-
la
corriente de la vida y el azar
¡qué
heroicas palabras!
el
perfume de la sal
y
el sabor a flor de naranjo
hacia
otros mares diversos nos arrastran.
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(Jerusalén, 1989)
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