lunes, 29 de octubre de 2012

Mi padre en París (1 de 2)


Mi padre tenía apenas medio año la primera vez que vió la Torre Eiffel. Él, claro está, con esa edad no tenía la menor noción de que aquel extraño armazón de hierros remachados estuviera en la capital francesa y, menos aún, de que fuera el símbolo por excelencia de la Ciudad de la Luz. Para él, era sólo un objeto más en la “gloria”, el espacio que, calentado por debajo del mosaico, la lumbre en el exterior de la casa, en la más pura tradición de las termas romanas, servía de salón de estar. La “gloria”, pocas veces un nombre define tan bien un espacio, resultaba confortablemente acogedora en lo más crudo del invierno castellano por el calor que despedía el suelo. El par de barrocas vitrinas, en nogal oscuro, y el tresillo, como entonces se llamaba al juego de sofá y dos sillones, hacía que, pomposamente, para muchas familias tuviera la categoría de salón de estar.

En realidad, debido al reducido espacio que quedaba libre entre el aparatoso mobiliario, aquel cuarto, en el lenguaje familiar, se llamaba cuartín. Fuera de los meses más fríos, apenas se usaba, salvo el día de la fiesta del santo patrón, cuando la mesa extensible, con el tablero de cerezo, acogía a algunos parientes de los pueblos vecinos que, por una y sóla vez en todo el año, se sentaban en torno a ella, encorbatados, mientras discutían de la próxima cosecha (“no vamos a recoger ni pa’ la sembradura”, era el sentir común, inevitable, año tras año) y daban buena cuenta del lechazo churruscado en el horno de leña.

La Torre Eiffel de mi padre era un artilugio decorativo, colocado dentro de una bola ovalada de plástico transparente. Al darlo la vuelta envolvía toda la estructura en copos de nieve que, pausadamente, descendían hasta la cúspide. El mecanismo de aquel adorno era una pura contradicción con las leyes de la naturaleza: para que nevara, había que ponerlo boca abajo. La abuela Eudovigis mantenía el artefacto impecablemente limpio sobre un mantelito de puntilla, colocado encima del aparato de radio de la marca “Optimus”, el cual, a su vez, estaba situado en la repisa de una pequeña ventana que daba a la portada. Sólo ella podía tocar aquella Torre Eiffel de mentirijillas, algo que, a modo de ritual, hacía cada sábado del año, aunque cayera en fiesta de guardar, para quitar el polvo. Siempre entre el primer y segundo toque de la campana que llamaba a los fieles para el rezo del rosario vespertino.

Cómo la torre de pega había llegado a aquel pueblo perdido en medio de robledales y páramos del norte de la meseta era un piadoso secreto conocido por todos. Eso sí, sólo murmurado cuando llegaba, de ciento en viento, alguna carta con ribetes azules y rojos, del extranjero, con sellos exóticos representando los castillos del valle del Loira. A Fructuoso, el primogénito, le había pillado el fatídico julio de 1936 viniendo de la feria de ganado de Potes, a donde había acudido para vender un par de terneros, jatos, en su parla local, con motivo de la feria del Carmen. No sólo no pudo pasar a la vuelta el puerto que limitaba la meseta con los valles cántabros, sino que se vió obligado –en el pueblo decían que de “rojo” tenía lo mismo que una castaña pilonga- a combatir al lado de los mineros republicanos en las trincheras infranqueables de la montaña.

Inamovibles hasta que en agosto del ’37 cayó el frente del norte en manos de los franquistas. De Fructuoso no se supo nada durante meses, su madre temió lo peor, hasta que bien avanzado 1939 llegó un envoltorio con la Torre Eiffel y una nota, tan salvífica como corta: “Estoy bien, madre, dé razón a padre”. Y como una profecía cumplida ya en el pasado se despedía con un triple énfasis: “Adiós, adiós, adiós para siempre”. No es de extrañar que la señora Eudovigis mantuviera aquel artefacto decorativo, en aquella hornacina laica formada por la Optimus y el marco de la ventana,  con tanto o más cariño que el armarito con la escultura en escayola de la Virgen de Fátima que peregrinaba de familia en familia durante el mes de octubre.

En realidad, la señora Eudovigis no era la madre de mi padre, sino su ama de cría. Su madre, y la de otros 16 hermanos, habitaban otra pequeña aldea situada a unos 24 kilómetros. Como era costumbre en la época, los pobres ayudaban a los más miserables y viceversa, porque en este intercambio solidario por la supervivencia recíproca no se sabe bien quien entraba en una categoría o la otra. Se supone que la familia de mi padre, en posesión de un diminuto, casi insignificante, minifundio, compuesto de un rompecabezas de  tierras de labrantío heredadas de un par de tíos solterones, sin descendencia, era relativamente pudientes. Esas preciadas posesiones, no más extensas que las de la gran mayoría del resto de vecinos, adobadas con un terreno de regadío, les permitían, pese a la abundante prole, incluso para las costumbres de la época, “tirar p’alante”, como el señor Alejandro, el padre real, afirmaba.

O, cuando menos, y no es poco, la dignidad del linaje se mantenía a salvo. Porque los que nada poseían, ésos se encontraban en la parte más baja de la hipotética estructura social de la aldea. Labrando sus propias tierras, el señor Alejandro evitaba que alguno de los hijos terminara pastoreando, a sueldo, las ovejas por las majadas, ignominia grave, o peor aún, que tuviera que ajustarse como agostero, en la feria de San Pedro, poniéndose así al servicio del ordeno y mando de algún otro propietario, no mucho mayor que él, pero que en todo caso, por el hecho de la mera contratación de un criado para la trilla, demostraba tener mayor alcurnia.

Sea como fuere, mi padre fue entregado, con pocas semanas, a la señora Eudovigis en su calidad de nodriza. A cambio de amamantar, literalmente, a mi padre, el suyo, salvaba su honorabilidad, incluso cumplía con un acto de caridad, pues la señora Eudovigis –recuérdese el ya mencionado paralelismo entre pobre y miserable- recibía un pago en especies, efectivo apenas había, que le servía para alimentar a sus propios hijos necesitados. El pago variaba ligeramente de un año para otro y estaba constituido por unas fanegas de trigo,  preferible al centeno o la cebada que, generalmente, se entregaban en septiembre y un par de corderos destetados,  al terminar la primavera.

Por lo tanto mi padre disfrutó de la primera panorámica de la Torre Eiffel y, por añadidura, de París, en el cuarto de estar de su ama de cría, la señora Eudovigis. Con ella pasó una decena de años, hasta que tuvo edad suficiente para desempeñar pequeñas tareas domésticas en su propia casa -llevar el ganado familiar a los prados del monte,  las tardes de verano, echar el agua por los surcos de patatas tempranas en la vega- en cuyo momento su verdadero padre lo reclamó. Durante la decena de años que vivió con su nodriza, aparte de las habilidades innatas que solían adquirir los niños en los pueblos -desde las más prácticas a las más crueles, desde cómo quitar las piedrecitas de los garbanzos antes de echarlos a remojo hasta cómo encontrar los nidos de palomas torcaces en las choperas- tuvo la inmensa fortuna, en aquella época un auténtico lujo, de aprender a montar en bicicleta usando la de un vecino acomodado de la señora Eudovigis.

Mi padre aprendió a montar en bicicleta con un método tan resolutivo como auto formativo. El manual de instrucciones, en todo caso, no explicaba lo que había que hacer para tirarse cuesta abajo, literalmente sin frenos, porque la bicicleta no los tenía, por una pequeña hondonada que había a la salida del pueblo. La bicicleta, que había pasado por mejores tiempos, era de piñón fijo, así que una vez que tomaba velocidad, lo más conveniente era levantar los pies de los pedales. Desgraciadamente, la cuesta terminaba en una laguna donde se remansaba el agua de las lluvias hasta bien avanzado el verano. La única manera de no precipitarse en el agua fangosa consistía en tirarse de la bicicleta cuando quedaba una decena de metros para el charco. De esta manera tan expedita, mi padre y su velocípedo prestado terminaban por frenar a dos metros escasos del agua. Las más de las veces.

Cuando mi padre volvió a su pueblo, la bicicleta se quedó con su legítimo propietario, pero la señora Eudovigis que conocía de sobra el aprecio que mi padre había cobrado por la Torre Eiffel (él decía, la torre Eifiel), sobre todo cuando la hacia nevar poniéndola boca abajo, le regaló, casi  a escondidas y no sin gran pesar, el artilugio que le recordaba a su primogénito y el supuesto paraíso, al decir de los otros convecinos, que habitaba en las riberas del Loira. Que Tours distara más de doscientos kilómetros del Sena no era óbice para que la señora Eudovigis afirmara con rotundidad, no exenta de tozudez maternal, que su hijo vivía en París. La Torre Eiffel no había sido enviada en vano.

En parte por el valor sentimental del regalo y en parte porque diez años en la existencia de un niño son toda una vida, mi padre siempre mostró un gran aprecio a la torre Eiffel, pero sobre todo un cariño inconmensurable para con la buena de la señora Eudovigis. No que mi padre, poco dado, si algo, a las efusiones afectivas lo exhibiera. Pero lo cierto es que bastantes años después, cuando ya la señora Eudovigis se plegaba bajo los achaques del reuma, aunque seguía teniendo una excelente memoria, le recordaba a mi padre cómo aprendió a montar en bicicleta (“ay hijo, hijo, no sé ni cómo no te mataste en la cuesta de la laguna”), mi padre agarraba su mano huesuda, casi descarnada y, en un gesto apenas perceptible, la apretaba hasta anudar su muñeca entre su índice y su pulgar, mientras sus ojos se empañaban de lágrimas. No llegaba a llorar, claro está, su austeridad y reciedumbre nunca se lo hubieran permitido, menos aún manifestarlo (“en boca cerrada no entran moscas”, solía decir), aunque en cualquier caso esa ha sido la única exhibición de afecto que le he visto mostrar a lo largo del tiempo. Cada verano, cuando yo por cortesía y el por inagotable cariño, visitábamos a su madre de cría.

Algo más de una década después de volver al pueblo, con las primeras tandas de emigraciones hacia las industrias de las Vascongadas o a Cataluña, la aportación laboral de mi padre a la familia paterna se hizo indispensable. Sobre todo cuando uno de sus hermanos fue a Rentería, en parte motivado por algún escabroso asunto de faldas, y otros se dispersaron por los suburbios de Madrid y Barcelona. Quizá porque era el pequeño de los supervivientes, otros cuatro se habían muerto en el parto o a temprana edad, siguió en la casa familiar, incluso ayudando después de casado. Haciendo sus propias labores, en terruños arrendados, a la vez que ayudaba a su padre en períodos de mayores ocupaciones, en época de siega o sementera.

No obstante, en un otoño de finales de los cincuenta, cuando las faenas del campo escaseaban, a la espera de las primeras lluvias y así poder binar los ásperos barbechos, algunos mozos más envalentonados, solteros o casados, con ciertas ganas de aventura y abundante necesidad, decidieron probar suerte  en lugares tan raros y pintorescos como la Francia o la Alemania. Azuzados por las maravillosas noticias de algún osado paisano que había cruzado la frontera (“el Miguel, el hijo del molinero ha traído una tele para su padre de la Alemania”), puntualmente desmentidas por los hechos tercos (Miguel volvió al molino con su padre) y, siempre, por el señor Evilasio que escéptico en la vida civil como en la religiosa no creía en en Dios, ni en que por un marco te dieran 50 pesetas (“coñe con el Miguel, le preguntaba a sabiendas de que había vuelto hacía semanas con el rabo entre las piernas, ¿en el franfur ése atan los perros con longaniza?”).

Mi padre nunca fue un aventurero. La luna de miel la paso en un pueblo a 30 kilómetros, yendo y volviendo con el carro en la misma jornada. Algo incluso timorato para la época, ya que los recién casados solían viajar en el autobús de línea para ver la capital, alojados, un par de noches, en casa de algún familiar. Así que irse por una temporada larga al Bajo Llobregat o a Carabanchel Alto, ciertamente no entraba en sus planes, incluso aunque ataran los perros con longaniza. Así que fue toda una sorpresa cuando un día de finales de septiembre se presentó en casa afirmando que con el señor Pablo se irían la mañana siguiente a recoger remolacha cerca de Burdeos. Calculaban que no estaba muy lejos de San Sebastíán y como el contrato apalabrado era para un mes y medio, los riesgos no parecían exagerados.

Además, de entresacar remolacha, él, como el señor Pablo entendían un montón. No en vano, desde no hacía mucho, gran parte de los cultivos de patatas de la vega se habían tornado en remolacha que un importador alemán pagaba a buen precio. Tan alto que el señor Evilasio afirmaba que la usaban para fabricar la bomba atómica de la que hablaban y no paraban en los “papeles”. (“Coñe, coñe, cualquier día estos alemanes nos van a comprar hasta la pila bautismal”)

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