Mi padre tenía apenas medio año la
primera vez que vió la Torre Eiffel. Él, claro está, con esa edad no tenía la
menor noción de que aquel extraño armazón de hierros remachados estuviera en la
capital francesa y, menos aún, de que fuera el símbolo por excelencia de la
Ciudad de la Luz. Para él, era sólo un objeto más en la “gloria”, el espacio
que, calentado por debajo del mosaico, la lumbre en el exterior de la casa, en
la más pura tradición de las termas romanas, servía de salón de estar. La
“gloria”, pocas veces un nombre define tan bien un espacio, resultaba
confortablemente acogedora en lo más crudo del invierno castellano por el calor
que despedía el suelo. El par de barrocas vitrinas, en nogal oscuro, y el
tresillo, como entonces se llamaba al juego de sofá y dos sillones, hacía que,
pomposamente, para muchas familias tuviera la categoría de salón de estar.
En realidad, debido al reducido espacio
que quedaba libre entre el aparatoso mobiliario, aquel cuarto, en el lenguaje
familiar, se llamaba cuartín. Fuera de los meses más fríos, apenas se usaba, salvo
el día de la fiesta del santo patrón, cuando la mesa extensible, con el tablero
de cerezo, acogía a algunos parientes de los pueblos vecinos que, por una y
sóla vez en todo el año, se sentaban en torno a ella, encorbatados, mientras discutían
de la próxima cosecha (“no vamos a recoger ni pa’ la sembradura”, era el sentir
común, inevitable, año tras año) y daban buena cuenta del lechazo churruscado
en el horno de leña.
La Torre Eiffel de mi padre era un
artilugio decorativo, colocado dentro de una bola ovalada de plástico
transparente. Al darlo la vuelta envolvía toda la estructura en copos de nieve
que, pausadamente, descendían hasta la cúspide. El mecanismo de aquel adorno era
una pura contradicción con las leyes de la naturaleza: para que nevara, había
que ponerlo boca abajo. La abuela Eudovigis mantenía el artefacto impecablemente
limpio sobre un mantelito de puntilla, colocado encima del aparato de radio de
la marca “Optimus”, el cual, a su vez, estaba situado en la repisa de una
pequeña ventana que daba a la portada. Sólo ella podía tocar aquella Torre
Eiffel de mentirijillas, algo que, a modo de ritual, hacía cada sábado del año,
aunque cayera en fiesta de guardar, para quitar el polvo. Siempre entre el
primer y segundo toque de la campana que llamaba a los fieles para el rezo del
rosario vespertino.
Cómo la torre de pega había llegado a
aquel pueblo perdido en medio de robledales y páramos del norte de la meseta
era un piadoso secreto conocido por todos. Eso sí, sólo murmurado cuando
llegaba, de ciento en viento, alguna carta con ribetes azules y rojos, del
extranjero, con sellos exóticos representando los castillos del valle del
Loira. A Fructuoso, el primogénito, le había pillado el fatídico julio de 1936
viniendo de la feria de ganado de Potes, a donde había acudido para vender un
par de terneros, jatos, en su parla local, con motivo de la feria del Carmen.
No sólo no pudo pasar a la vuelta el puerto que limitaba la meseta con los
valles cántabros, sino que se vió obligado –en el pueblo decían que de “rojo”
tenía lo mismo que una castaña pilonga- a combatir al lado de los mineros republicanos
en las trincheras infranqueables de la montaña.
Inamovibles hasta que en agosto del ’37
cayó el frente del norte en manos de los franquistas. De Fructuoso no se supo
nada durante meses, su madre temió lo peor, hasta que bien avanzado 1939 llegó
un envoltorio con la Torre Eiffel y una nota, tan salvífica como corta: “Estoy
bien, madre, dé razón a padre”. Y como una profecía cumplida ya en el pasado se
despedía con un triple énfasis: “Adiós, adiós, adiós para siempre”. No es de
extrañar que la señora Eudovigis mantuviera aquel artefacto decorativo, en
aquella hornacina laica formada por la Optimus y el marco de la ventana, con tanto o más cariño que el armarito con la
escultura en escayola de la Virgen de Fátima que peregrinaba de familia en
familia durante el mes de octubre.
En realidad, la señora Eudovigis no era
la madre de mi padre, sino su ama de cría. Su madre, y la de otros 16 hermanos,
habitaban otra pequeña aldea situada a unos 24 kilómetros . Como
era costumbre en la época, los pobres ayudaban a los más miserables y viceversa,
porque en este intercambio solidario por la supervivencia recíproca no se sabe
bien quien entraba en una categoría o la otra. Se supone que la familia de mi
padre, en posesión de un diminuto, casi insignificante, minifundio, compuesto
de un rompecabezas de tierras de
labrantío heredadas de un par de tíos solterones, sin descendencia, era
relativamente pudientes. Esas preciadas posesiones, no más extensas que las de
la gran mayoría del resto de vecinos, adobadas con un terreno de regadío, les
permitían, pese a la abundante prole, incluso para las costumbres de la época,
“tirar p’alante”, como el señor Alejandro, el padre real, afirmaba.
O, cuando menos, y no es poco, la
dignidad del linaje se mantenía a salvo. Porque los que nada poseían, ésos se
encontraban en la parte más baja de la hipotética estructura social de la
aldea. Labrando sus propias tierras, el señor Alejandro evitaba que alguno de
los hijos terminara pastoreando, a sueldo, las ovejas por las majadas,
ignominia grave, o peor aún, que tuviera que ajustarse como agostero, en la
feria de San Pedro, poniéndose así al servicio del ordeno y mando de algún otro
propietario, no mucho mayor que él, pero que en todo caso, por el hecho de la
mera contratación de un criado para la trilla, demostraba tener mayor alcurnia.
Sea como fuere, mi padre fue entregado,
con pocas semanas, a la señora Eudovigis en su calidad de nodriza. A cambio de
amamantar, literalmente, a mi padre, el suyo, salvaba su honorabilidad, incluso
cumplía con un acto de caridad, pues la señora Eudovigis –recuérdese el ya
mencionado paralelismo entre pobre y miserable- recibía un pago en especies,
efectivo apenas había, que le servía para alimentar a sus propios hijos
necesitados. El pago variaba ligeramente de un año para otro y estaba
constituido por unas fanegas de trigo,
preferible al centeno o la cebada que, generalmente, se entregaban en
septiembre y un par de corderos destetados, al terminar la primavera.
Por lo tanto mi padre disfrutó de la
primera panorámica de la Torre Eiffel y, por añadidura, de París, en el cuarto
de estar de su ama de cría, la señora Eudovigis. Con ella pasó una decena de
años, hasta que tuvo edad suficiente para desempeñar pequeñas tareas domésticas
en su propia casa -llevar el ganado familiar a los prados del monte, las tardes de verano, echar el agua por los
surcos de patatas tempranas en la vega- en cuyo momento su verdadero padre lo
reclamó. Durante la decena de años que vivió con su nodriza, aparte de las
habilidades innatas que solían adquirir los niños en los pueblos -desde las más
prácticas a las más crueles, desde cómo quitar las piedrecitas de los garbanzos
antes de echarlos a remojo hasta cómo encontrar los nidos de palomas torcaces
en las choperas- tuvo la inmensa fortuna, en aquella época un auténtico lujo,
de aprender a montar en bicicleta usando la de un vecino acomodado de la señora
Eudovigis.
Mi padre aprendió a montar en bicicleta
con un método tan resolutivo como auto formativo. El manual de instrucciones,
en todo caso, no explicaba lo que había que hacer para tirarse cuesta abajo,
literalmente sin frenos, porque la bicicleta no los tenía, por una pequeña
hondonada que había a la salida del pueblo. La bicicleta, que había pasado por
mejores tiempos, era de piñón fijo, así que una vez que tomaba velocidad, lo
más conveniente era levantar los pies de los pedales. Desgraciadamente, la
cuesta terminaba en una laguna donde se remansaba el agua de las lluvias hasta
bien avanzado el verano. La única manera de no precipitarse en el agua fangosa
consistía en tirarse de la bicicleta cuando quedaba una decena de metros para
el charco. De esta manera tan expedita, mi padre y su velocípedo prestado
terminaban por frenar a dos metros escasos del agua. Las más de las veces.
Cuando mi padre volvió a su pueblo, la
bicicleta se quedó con su legítimo propietario, pero la señora Eudovigis que
conocía de sobra el aprecio que mi padre había cobrado por la Torre Eiffel (él
decía, la torre Eifiel), sobre todo
cuando la hacia nevar poniéndola boca abajo, le regaló, casi a escondidas y no sin gran pesar, el artilugio
que le recordaba a su primogénito y el supuesto paraíso, al decir de los otros convecinos,
que habitaba en las riberas del Loira. Que Tours distara más de doscientos
kilómetros del Sena no era óbice para que la señora Eudovigis afirmara con
rotundidad, no exenta de tozudez maternal, que su hijo vivía en París. La Torre
Eiffel no había sido enviada en vano.
En parte por el valor sentimental del
regalo y en parte porque diez años en la existencia de un niño son toda una
vida, mi padre siempre mostró un gran aprecio a la torre Eiffel, pero sobre
todo un cariño inconmensurable para con la buena de la señora Eudovigis. No que
mi padre, poco dado, si algo, a las efusiones afectivas lo exhibiera. Pero lo
cierto es que bastantes años después, cuando ya la señora Eudovigis se plegaba
bajo los achaques del reuma, aunque seguía teniendo una excelente memoria, le
recordaba a mi padre cómo aprendió a montar en bicicleta (“ay hijo, hijo, no sé
ni cómo no te mataste en la cuesta de la laguna”), mi padre agarraba su mano
huesuda, casi descarnada y, en un gesto apenas perceptible, la apretaba hasta
anudar su muñeca entre su índice y su pulgar, mientras sus ojos se empañaban de
lágrimas. No llegaba a llorar, claro está, su austeridad y reciedumbre nunca se
lo hubieran permitido, menos aún manifestarlo (“en boca cerrada no entran
moscas”, solía decir), aunque en cualquier caso esa ha sido la única exhibición
de afecto que le he visto mostrar a lo largo del tiempo. Cada verano, cuando yo
por cortesía y el por inagotable cariño, visitábamos a su madre de cría.
Algo más de una década después de volver
al pueblo, con las primeras tandas de emigraciones hacia las industrias de las
Vascongadas o a Cataluña, la aportación laboral de mi padre a la familia
paterna se hizo indispensable. Sobre todo cuando uno de sus hermanos fue a Rentería,
en parte motivado por algún escabroso asunto de faldas, y otros se dispersaron
por los suburbios de Madrid y Barcelona. Quizá porque era el pequeño de los
supervivientes, otros cuatro se habían muerto en el parto o a temprana edad,
siguió en la casa familiar, incluso ayudando después de casado. Haciendo sus
propias labores, en terruños arrendados, a la vez que ayudaba a su padre en períodos
de mayores ocupaciones, en época de siega o sementera.
No obstante, en un otoño de finales de
los cincuenta, cuando las faenas del campo escaseaban, a la espera de las
primeras lluvias y así poder binar los ásperos barbechos, algunos mozos más
envalentonados, solteros o casados, con ciertas ganas de aventura y abundante
necesidad, decidieron probar suerte en
lugares tan raros y pintorescos como la Francia o la Alemania. Azuzados por las
maravillosas noticias de algún osado paisano que había cruzado la frontera (“el
Miguel, el hijo del molinero ha traído una tele para su padre de la Alemania”),
puntualmente desmentidas por los hechos tercos (Miguel volvió al molino con su
padre) y, siempre, por el señor Evilasio que escéptico en la vida civil como en
la religiosa no creía en en Dios, ni en que por un marco te dieran 50 pesetas
(“coñe con el Miguel, le preguntaba a sabiendas de que había vuelto hacía
semanas con el rabo entre las piernas, ¿en el franfur ése atan los perros con
longaniza?”).
Mi padre nunca fue un aventurero. La
luna de miel la paso en un pueblo a 30 kilómetros , yendo
y volviendo con el carro en la misma jornada. Algo incluso timorato para la
época, ya que los recién casados solían viajar en el autobús de línea para ver
la capital, alojados, un par de noches, en casa de algún familiar. Así que irse
por una temporada larga al Bajo Llobregat o a Carabanchel Alto, ciertamente no
entraba en sus planes, incluso aunque ataran los perros con longaniza. Así que
fue toda una sorpresa cuando un día de finales de septiembre se presentó en
casa afirmando que con el señor Pablo se irían la mañana siguiente a recoger
remolacha cerca de Burdeos. Calculaban que no estaba muy lejos de San Sebastíán
y como el contrato apalabrado era para un mes y medio, los riesgos no parecían exagerados.
Además, de entresacar remolacha, él,
como el señor Pablo entendían un montón. No en vano, desde no hacía mucho, gran
parte de los cultivos de patatas de la vega se habían tornado en remolacha que
un importador alemán pagaba a buen precio. Tan alto que el señor Evilasio
afirmaba que la usaban para fabricar la bomba atómica de la que hablaban y no
paraban en los “papeles”. (“Coñe, coñe, cualquier día estos alemanes nos van a
comprar hasta la pila bautismal”)
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