En los días cortos y templados de principios
de marzo, cuando la luz del sol desciende en diagonal, ligeramente elevada por
encima de la colina del Gianícolo, desde el oeste, los aleros de los palacios renacentistas,
las portadas recargadas de las iglesias barrocas, las etéreas siluetas de las
copas de los pinos alargan, mágicamente, sus sombras en la cálida contraluz de
la letárgica tarde primaveral. Desde el belvedere del Pincio, hacia el norte, el
parque que domina las alturas de Trinitá dei Monti y, por lo tanto, la
majestuosa curvatura de la escalinata de la Plaza España, casi se puede palpar la
ligera bruma que serpentea sobre el curso del Tíber, con su frondosa ribera de
plataneros amarillentos. La neblina flota misteriosamente sobre el Estadio
Olímpico, todavía más al norte, casi desaparece a la altura del Palacio de
Justicia, ya en la vecindad del Vaticano, para reaparecer, aparentemente más
densa, cuando el milenario río lame la falda de la colina del Aventino y se
pierde en los oscuros suburbios que bordean la carretera hasta el aeropuerto de
Fiumicino.
En medio del habitual caos circulatorio,
en torno al obelisco de la Piazza del Popolo, justamente aquí debajo, un Fiat
negro ha tomado la determinación de salirse del sentido obligado de la
circulación para, ni corto ni perezoso, meterse en una bocacalle que, si mal no
recuerdo, es peatonal. Como de la nada, se elevan hasta la balconada una oleada
de pitidos e improperios que no parecen atorar, en lo más mínimo, al osado
conductor. A mi lado, un relamido nativo, inconfundible en su porte y por la
forma que se atusa el cabello, los turistas, numerosos, son fácilmente
distinguibles, ha observado el mismo dislate y como si le fuera la vida en
ello, agita las manos al aire tranquilo del ocaso y grita, insulta: “¡Ma ché cazzo¡”.
El parque del Pincio es un verdadero
remanso de paz, una nube de tranquilidad, elevada por encima de todo el tohu
babohu de la Ciudad Eterna. A medida que se accede a él, desde la
escalinata de la Piazza Spagna, el fragor de la ciudad, en batalla permanente con
su ensordecedor ruido, se va diluyendo, aplanando, como si entrara en estado
comatoso. Termina por desaparecer, salvo un ligerísimo murmullo, apenas
audible, de pitidos lejanos. Y eso sólo si se aguza el oido. Cuando llego al
paseo interno llamado Adam Mickievicz ¿ “¡Ma
ché cazzo é questo eroe¡”.?, perfilado entre una hilera de pinos,
justamente al lado de la Academia de Francia, el ruido, milagrosamente, termina
por desvanecerse. Hora de retornar a las desinencias verbales del aoristo
griego, el tiempo más perfecto, al menos en mi opinión, que jamás haya
alcanzado una gramática. Y con el aoristo, a los primeros siete versículos del capítulo
14 de los Hechos de los Apóstoles. Pablo y Bernabé en Licaonia.
Llevo subiendo la escalinata y
adentrándome en el Pincio, vía Adam Mickievicz, quien quiere o quiera que fuera
o fuese, desde hace tres años, al menos tres días por semana, infalible los miércoles,
día de holganza académica por alguna antigua tradición eclesial decimonónica,
bien implantada, dónde si no, en Roma. Resulta una forma rara de memorizar el
griego de la Koiné, la “lengua franca” del imperio, también en Listra de
Licaonia, de donde Pablo y Bernabé tuvieron que salir a la carrera, así como
entre las élites patricias y senatoriales que imponían su dominio desde estas
mismas colinas y foros. El Campo de Marte, el temible campamento de las
invencibles legiones, a un tiro de piedra. Pero por alguna extraña razón, indescifrable
(“Varones, ¿por qué hacéis esto?,
nosotros también somos hombres semejantes a vosotros”), las palabras de
Pablo en la lejana Anatolia, pero decapitado en el 67, a menos de dos kilómetros
de aquí, parece que se memorizan mucho mejor sentado en un banco al lado del hidrocronómetro
o recorriendo los espacios ajardinados de la elegantísima Villa Borghese.
Más hacia el interior del parque, en la
bajada hasta el museo etrusco de Villa Giulia, la tranquilidad es absoluta (“que os anunciamos que de estas vanidades
os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo
que en ellos hay”). Ni una sóla distracción para los deberes escolares si
se evitan las miradas furtivas, quizá envidiosas, hacia las numerosas parejas
que, aprovechando la temperatura al alza y los prados que ocasionalmente sirven
de hipódromo para exhibiciones hípicas, retozan sobre el césped amalgamados en
una extraña mezcolanza de amores, quizá prohibidos y, casi con toda seguridad,
pecaminosos. Al menos, en este parque, otrora preciada posesión de cardenales
y, para más inri a la sombra del Cupolone del Vaticano, claramente visible en
la distancia. Aunque a igual distancia, de hecho una de las salidas del parque
es por Vía Venetto, se podría uno topar con la Dolce Vita de Fellini, Anita
Ekberg, Marcello y tantos neorrealistas y asimilados que han convertido la urbe
en eterna. Aunque otros, por diversas y variadas razones, principalmente
religiosas, no han dudado en equipararla, ahí es nada, con la Gran Ramera del
Apocalipsis. Un largo trecho desde lo de
Caput Mundi. Efectivamente, todos los caminos, los de la perdición y los de la
salvación llevan a Roma.
En cualquier caso, no hay otro lugar en
el mundo, donde lo mejor de lo terreno y lo peor de lo celestial se haya
concentrado en tan reducido espacio. Ni con tanta intensidad. En cada piazza,
en cada via, en cada callejón, en cada esquina, santos y demonios, no
necesariamente categorizados por su formación moral o honorabilidad
eclesiástica. "Dios nos ha dado
el pontificado. Gocémoslo", declaró León X, dueño de un elefante manso y
vendedor de muebles, joyas y vajillas del Vaticano al mejor postor. Parece pues
inevitable que este intenso revuelto de lo más sagrado y lo más profano,
produzca entre los propios romanos los fieles más fervorosos y los anticlericales
más recalcitrantes. No es casualidad que la primera inscripción en italiano
vernáculo se encuentre en Roma y rece (disculpas por el juego de palabras):
“Hijo de puta”. Referido, claro está, al clero.
Desgraciadamente, los domingos por la
tarde, la práctica de la memorización del griego común del imperio en tiempos
de Augusto me resulta imposible. Aunque es el único momento donde la terraza
del Pincio y el atajo que desciende a la Piazza del Popolo se vacía de
turistas, los cambios de huéspedes semanales en los hoteles se suelen producir
el Día del Señor, numerosas familias romanas suben desde el ruidoso asfalto a
estas alturas para pasear con la prole, patinar, andar en bicicleta o,
simplemente, pegar la oreja al transistor para seguir, emocionadamente, las
vicisitudes del partido de la Lazio. Así que no es raro, la curiosa estampa de
dos hombres hechos y derechos –ambos alisándose el cuello de la camisa-, uno
con la radio en la mano, a la altura del hombro, el otro inclinando la cabeza
hacia el aparato para mejor escuchar si Maradona, ahora en el Napoli, ha batido
o no a Massimo Cacciatori, el guardameta local. Algo previsible, dado que este
año acabarán penúltimos con 15 miserables puntos.
Parece evidente que con tanto tifosi
merodeando por entre los bustos de los artístas clásicos que salpican las
alamedas del parque no podré concentrarme en memorizar lo de “καὶ λέγοντες· Ἄνδρες, τί
ταῦτα ποιεῖτε; καὶ ἡμεῖς ὁμοιοπαθεῖς ἐσμεν ὑμῖν ἄνθρωποι, etc”. así que mejor
aprovechar esta hora mágica de la tarde, del “tramonto”, como dicen ellos. Comienza
a iluminarse la interminable hilera de escaparates de Vía del Corso y, un poco
más lejos, un halo (literalmente) amarillento resplandece sobre la cúpula de
Miguel Ángel, al otro lado del Tíber. Con un insignificante desvío, me acerco,
por enésima vez, a uno de mis sitios preferidos en la ciudad: San Luigi dei
Francesi, al lado de la plaza Navonna, antes de que el sacristán -con quien ya
he tenido que negociar en dos ocasiones previas para que flexibilizara un par de
minutos su riguroso horario- me de con la puerta en las narices a las siete en
punto. Llego a tiempo, tras acelerar el paso por via della Scrofa.
La iglesia en sí, al
menos en Roma, no es una cosa del otro mundo, hay otras 262 entre las que
elegir, aunque no le faltan un puñado de valiosas notas artísticas del barroco
tardío. Aunque a mí, lo que me interesa, única y exclusivamente, es una pintura
situada en la primera capilla lateral de la izquierda. Cada cual tiene sus
imágenes favoritas, la mía, indescriptible, por extraordinaria, una obsesión
casi fetichista, es ésta: “La vocación de San Mateo” del pendenciero
Caravaggio.
Hace muchos años,
cuando por primera vez la contemplé, tras una excursión de once días en autocar
-entonces no había viajes low cost,
ni cruceros por el Mediterráneo, como viaje fin de curso- tras finalizar la
reválida de sexto, ya me resultó apabullante. Estremecedora. Cierto que tenía
dieciséis años y cierto que mi profesor de Historia de Arte y Cultura, además
de tifoso empedernido de Karl Hauser, era un forofo del pintor milanés. Algo
que, tengo cierta intuición, en el caso de Michelangelo Merissi de Caravaggio,
pintor casi exclusivo de santos y mártires, parece contradecirse (o no). ¿Cómo
era aquello de que “los fenómenos artísticos viven en
estrecha relación con su contexto histórico y social, producto de los fenómenos
socioeconómicos”?
Pero desde entonces y,
aún hoy, si tuviera que ir a una isla y me dejaran llevar un cuadro, éste, sin
ningún género de dudas, sería el mío. Aparte del exquisito detalle de los refinados
ropajes, de la curiosa ventana opaca, de la misteriosa luz que atraviesa la
escena, del dedo del Maestro, aparentemente, sólo aparentemente, señalando a
Mateo, el mismo evangelista sorprendido, señalándose a sí mismo, o quizás no, de
Levi el cambista y tasador de impuestos, a lo suyo, a sus monedas, lo que
entonces y ahora me sigue llamando la atención, es la expresión del joven, casi
en el centro geométrico de la composición, acaso el protagonista ignorado de la
misma, cara de entre sorprendido, ignorado y aludido. Como echando de menos que
el dedo no le hubiera señalado a él, pero, por otra parte, satisfecho de que no
lo haya hecho. Acaba de evitar, quizá por su excesiva juventud, que alguien le
haya llamado a desempeñar tareas más importantes que la de mero espectador. Y
sin embargo…
Parece que está a punto
de decirle, inquieto, al mismo Jesús: “¿Y yo qué?”. O acaso, para sus adentros
esté pensando: “Esto no va conmigo. Menos mal”. El momento exacto en que puede asumir
una responsabilidad inalienable de por vida o, con comodidad, dejarse llevar
por lo que ocurra a su alrededor. Seguir el curso de los acontecimientos. Sin
más. Sin compromiso. Lo que la vida le acarree. Tantas veces en la otra vida,
me sentí plenamente reconocido en su mirada a veces inquisitiva, a veces
relajada, otras sorprendida. A medias entre la certeza de la esperanza y la inconsistencia
de la duda. La misma que ahora hace que, una vez más, en esta tarde romana, me
encuentre otra vez contemplándolo absorto. ¿Y yo qué?
El último segundo, de
la última moneda, del último visitante toca a su fin. Se apagan las luces. El
rostro, después de todo, inescrutable del joven pintado por Caravaggio se funde
con la penumbra. Afuera redobla el ensordecedor ajetreo de mercaderes, camareros,
saltimbanquis, cantautores y turistas de la vecina Piazza Navona.
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