lunes, 15 de octubre de 2012

Una tarde romana


En los días cortos y templados de principios de marzo, cuando la luz del sol desciende en diagonal, ligeramente elevada por encima de la colina del Gianícolo, desde el oeste, los aleros de los palacios renacentistas, las portadas recargadas de las iglesias barrocas, las etéreas siluetas de las copas de los pinos alargan, mágicamente, sus sombras en la cálida contraluz de la letárgica tarde primaveral. Desde el belvedere del Pincio, hacia el norte, el parque que domina las alturas de Trinitá dei Monti y, por lo tanto, la majestuosa curvatura de la escalinata de la Plaza España, casi se puede palpar la ligera bruma que serpentea sobre el curso del Tíber, con su frondosa ribera de plataneros amarillentos. La neblina flota misteriosamente sobre el Estadio Olímpico, todavía más al norte, casi desaparece a la altura del Palacio de Justicia, ya en la vecindad del Vaticano, para reaparecer, aparentemente más densa, cuando el milenario río lame la falda de la colina del Aventino y se pierde en los oscuros suburbios que bordean la carretera hasta el aeropuerto de Fiumicino.

En medio del habitual caos circulatorio, en torno al obelisco de la Piazza del Popolo, justamente aquí debajo, un Fiat negro ha tomado la determinación de salirse del sentido obligado de la circulación para, ni corto ni perezoso, meterse en una bocacalle que, si mal no recuerdo, es peatonal. Como de la nada, se elevan hasta la balconada una oleada de pitidos e improperios que no parecen atorar, en lo más mínimo, al osado conductor. A mi lado, un relamido nativo, inconfundible en su porte y por la forma que se atusa el cabello, los turistas, numerosos, son fácilmente distinguibles, ha observado el mismo dislate y como si le fuera la vida en ello, agita las manos al aire tranquilo del ocaso y grita, insulta: “¡Ma ché cazzo¡”.

El parque del Pincio es un verdadero remanso de paz, una nube de tranquilidad, elevada por encima de todo  el tohu babohu de la Ciudad Eterna. A medida que se accede a él, desde la escalinata de la Piazza Spagna, el fragor de la ciudad, en batalla permanente con su ensordecedor ruido, se va diluyendo, aplanando, como si entrara en estado comatoso. Termina por desaparecer, salvo un ligerísimo murmullo, apenas audible, de pitidos lejanos. Y eso sólo si se aguza el oido. Cuando llego al paseo interno llamado Adam Mickievicz ¿ “¡Ma ché cazzo é questo eroe¡”.?, perfilado entre una hilera de pinos, justamente al lado de la Academia de Francia, el ruido, milagrosamente, termina por desvanecerse. Hora de retornar a las desinencias verbales del aoristo griego, el tiempo más perfecto, al menos en mi opinión, que jamás haya alcanzado una gramática. Y con el aoristo, a los primeros siete versículos del capítulo 14 de los Hechos de los Apóstoles. Pablo y Bernabé en Licaonia.

Llevo subiendo la escalinata y adentrándome en el Pincio, vía Adam Mickievicz, quien quiere o quiera que fuera o fuese, desde hace tres años, al menos tres días por semana, infalible los miércoles, día de holganza académica por alguna antigua tradición eclesial decimonónica, bien implantada, dónde si no, en Roma. Resulta una forma rara de memorizar el griego de la Koiné, la “lengua franca” del imperio, también en Listra de Licaonia, de donde Pablo y Bernabé tuvieron que salir a la carrera, así como entre las élites patricias y senatoriales que imponían su dominio desde estas mismas colinas y foros. El Campo de Marte, el temible campamento de las invencibles legiones, a un tiro de piedra. Pero por alguna extraña razón, indescifrable (“Varones, ¿por qué hacéis esto?, nosotros también somos hombres semejantes a vosotros”), las palabras de Pablo en la lejana Anatolia, pero decapitado en el 67, a menos de dos kilómetros de aquí, parece que se memorizan mucho mejor sentado en un banco al lado del hidrocronómetro o recorriendo los espacios ajardinados de la elegantísima Villa Borghese.

Más hacia el interior del parque, en la bajada hasta el museo etrusco de Villa Giulia, la tranquilidad es absoluta (“que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay”). Ni una sóla distracción para los deberes escolares si se evitan las miradas furtivas, quizá envidiosas, hacia las numerosas parejas que, aprovechando la temperatura al alza y los prados que ocasionalmente sirven de hipódromo para exhibiciones hípicas, retozan sobre el césped amalgamados en una extraña mezcolanza de amores, quizá prohibidos y, casi con toda seguridad, pecaminosos. Al menos, en este parque, otrora preciada posesión de cardenales y, para más inri a la sombra del Cupolone del Vaticano, claramente visible en la distancia. Aunque a igual distancia, de hecho una de las salidas del parque es por Vía Venetto, se podría uno topar con la Dolce Vita de Fellini, Anita Ekberg, Marcello y tantos neorrealistas y asimilados que han convertido la urbe en eterna. Aunque otros, por diversas y variadas razones, principalmente religiosas, no han dudado en equipararla, ahí es nada, con la Gran Ramera del Apocalipsis.  Un largo trecho desde lo de Caput Mundi. Efectivamente, todos los caminos, los de la perdición y los de la salvación llevan a Roma.

En cualquier caso, no hay otro lugar en el mundo, donde lo mejor de lo terreno y lo peor de lo celestial se haya concentrado en tan reducido espacio. Ni con tanta intensidad. En cada piazza, en cada via, en cada callejón, en cada esquina, santos y demonios, no necesariamente categorizados por su formación moral o honorabilidad eclesiástica. "Dios nos ha dado el pontificado. Gocémoslo", declaró León X, dueño de un elefante manso y vendedor de muebles, joyas y vajillas del Vaticano al mejor postor. Parece pues inevitable que este intenso revuelto de lo más sagrado y lo más profano, produzca entre los propios romanos los fieles más fervorosos y los anticlericales más recalcitrantes. No es casualidad que la primera inscripción en italiano vernáculo se encuentre en Roma y rece (disculpas por el juego de palabras): “Hijo de puta”. Referido, claro está, al clero.

Desgraciadamente, los domingos por la tarde, la práctica de la memorización del griego común del imperio en tiempos de Augusto me resulta imposible. Aunque es el único momento donde la terraza del Pincio y el atajo que desciende a la Piazza del Popolo se vacía de turistas, los cambios de huéspedes semanales en los hoteles se suelen producir el Día del Señor, numerosas familias romanas suben desde el ruidoso asfalto a estas alturas para pasear con la prole, patinar, andar en bicicleta o, simplemente, pegar la oreja al transistor para seguir, emocionadamente, las vicisitudes del partido de la Lazio. Así que no es raro, la curiosa estampa de dos hombres hechos y derechos –ambos alisándose el cuello de la camisa-, uno con la radio en la mano, a la altura del hombro, el otro inclinando la cabeza hacia el aparato para mejor escuchar si Maradona, ahora en el Napoli, ha batido o no a Massimo Cacciatori, el guardameta local. Algo previsible, dado que este año acabarán penúltimos con 15 miserables puntos.

Parece evidente que con tanto tifosi merodeando por entre los bustos de los artístas clásicos que salpican las alamedas del parque no podré concentrarme en memorizar lo de “κα λέγοντες· νδρες, τί τατα ποιετε; κα μες μοιοπαθες σμεν μν νθρωποι, etc”. así que mejor aprovechar esta hora mágica de la tarde, del “tramonto”, como dicen ellos. Comienza a iluminarse la interminable hilera de escaparates de Vía del Corso y, un poco más lejos, un halo (literalmente) amarillento resplandece sobre la cúpula de Miguel Ángel, al otro lado del Tíber. Con un insignificante desvío, me acerco, por enésima vez, a uno de mis sitios preferidos en la ciudad: San Luigi dei Francesi, al lado de la plaza Navonna, antes de que el sacristán -con quien ya he tenido que negociar en dos ocasiones previas para que flexibilizara un par de minutos su riguroso horario- me de con la puerta en las narices a las siete en punto. Llego a tiempo, tras acelerar el paso por via della Scrofa.

La iglesia en sí, al menos en Roma, no es una cosa del otro mundo, hay otras 262 entre las que elegir, aunque no le faltan un puñado de valiosas notas artísticas del barroco tardío. Aunque a mí, lo que me interesa, única y exclusivamente, es una pintura situada en la primera capilla lateral de la izquierda. Cada cual tiene sus imágenes favoritas, la mía, indescriptible, por extraordinaria, una obsesión casi fetichista, es ésta: “La vocación de San Mateo” del pendenciero Caravaggio.

Hace muchos años, cuando por primera vez la contemplé, tras una excursión de once días en autocar -entonces no había viajes low cost, ni cruceros por el Mediterráneo, como viaje fin de curso- tras finalizar la reválida de sexto, ya me resultó apabullante. Estremecedora. Cierto que tenía dieciséis años y cierto que mi profesor de Historia de Arte y Cultura, además de tifoso empedernido de Karl Hauser, era un forofo del pintor milanés. Algo que, tengo cierta intuición, en el caso de Michelangelo Merissi de Caravaggio, pintor casi exclusivo de santos y mártires, parece contradecirse (o no). ¿Cómo era aquello de que “los fenómenos artísticos viven en estrecha relación con su contexto histórico y social, producto de los fenómenos socioeconómicos”?

Pero desde entonces y, aún hoy, si tuviera que ir a una isla y me dejaran llevar un cuadro, éste, sin ningún género de dudas, sería el mío. Aparte del exquisito detalle de los refinados ropajes, de la curiosa ventana opaca, de la misteriosa luz que atraviesa la escena, del dedo del Maestro, aparentemente, sólo aparentemente, señalando a Mateo, el mismo evangelista sorprendido, señalándose a sí mismo, o quizás no, de Levi el cambista y tasador de impuestos, a lo suyo, a sus monedas, lo que entonces y ahora me sigue llamando la atención, es la expresión del joven, casi en el centro geométrico de la composición, acaso el protagonista ignorado de la misma, cara de entre sorprendido, ignorado y aludido. Como echando de menos que el dedo no le hubiera señalado a él, pero, por otra parte, satisfecho de que no lo haya hecho. Acaba de evitar, quizá por su excesiva juventud, que alguien le haya llamado a desempeñar tareas más importantes que la de mero espectador. Y sin embargo…

Parece que está a punto de decirle, inquieto, al mismo Jesús: “¿Y yo qué?”. O acaso, para sus adentros esté pensando: “Esto no va conmigo. Menos mal”. El momento exacto en que puede asumir una responsabilidad inalienable de por vida o, con comodidad, dejarse llevar por lo que ocurra a su alrededor. Seguir el curso de los acontecimientos. Sin más. Sin compromiso. Lo que la vida le acarree. Tantas veces en la otra vida, me sentí plenamente reconocido en su mirada a veces inquisitiva, a veces relajada, otras sorprendida. A medias entre la certeza de la esperanza y la inconsistencia de la duda. La misma que ahora hace que, una vez más, en esta tarde romana, me encuentre otra vez contemplándolo absorto. ¿Y yo qué?

El último segundo, de la última moneda, del último visitante toca a su fin. Se apagan las luces. El rostro, después de todo, inescrutable del joven pintado por Caravaggio se funde con la penumbra. Afuera redobla el ensordecedor ajetreo de mercaderes, camareros, saltimbanquis, cantautores y turistas de la vecina Piazza Navona.

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