Abajo, en el fondo del valle salpicado
con luces, la oscuridad estaba cayendo, cegando las últimas luces del
atardecer, difuminando las frágiles siluetas de tejados y praderas. Nevaba.
Pronto el valle, visto a la luz de la luna, se empezó a cubrir con un velo
blanco de nieve y silencio. Los senderos perdían sus tortuosos trazados y las
colinas parecían más suaves y lejanas. Las cercas de lastras, que separaban al
azar las propiedades, y los arbustos de fucsia, con sus innumerables ramas
desnudas apuntando en todas las direcciones, adquirían una presencia esperpéntica
y fantasmal.
Solamente el diminuto arroyo que
serpenteaba a través de las granjas y laderas parecía librarse de los persistentes
copos de nieve. Era más bien extraño ver caer la nieve sobre aquellas colinas
que a poca distancia se agolpaban en torno a escarpados acantilados y se
desplomaban en el vacío de un bravo y -generalmente en invierno- rugiente mar.
Dos millas en la distancia, a través de la claridad desprendida por la nieve al
caer, se podían sentir a las olas, arrojar al viento penachos de espuma. Y más
allá el silencio. Nevaba. Toda esta calma era un sueño, un paraíso perdido, un
lugar sobre la tierra, quizá el último, viviendo al ritmo y sólo al paso de las
estaciones. Nevaba.
Rasgando el silencio de la medianoche la
campana de la pequeña iglesia, llamaba a misa. Y a través de los caminos que ascendían
a la cima de Brandon Hill, donde la pequeña iglesia resistía tormentas y tempestades,
las antorchas y hogueras brillaban como luciérnagas en una noche de estío.
Desde Ballyferriter, justamente al otro lado de la bahía de herradura, las
luces penetrando la distancia recordaban a los héroes de guerra y las mil libertades
ganadas con el quejido melancólico de las gaitas. Sin embargo, en esta cruda
noche nada disturbaba el tangible silencio.
Las botas de los casacas rojas, hollando
los campos, habían desaparecido hacía largo tiempo, los fogonazos sangrientos
y el redoblar de los tambores sólo permanecían vivos en la memoria colectiva.
Esa noche, las casi invisibles aldeas desparramadas alrededor de las
encrucijadas -e incluso el mar- perspiraban quietud y silencio. Como si el
mundo no existiera más allá de la carretera a Dingle, o las luces apenas
perceptibles de Tralee parpadeando en la oscuridad vinieran desde alguna
galaxia inalcanzable.
Mientras sus padres iban de camino a
Brandon Hill, Boru se quedó adormilado al lado de la hornacha. Diez años
respirando el aire salado cerca del interminable océano, habían teñido su
cabello con una ligera sombra castaña, quizás eco del lejano horizonte, la
lejana perspectiva del cielo, fundiéndose con el fin del mar, en aquellas
meridianas tardes de verano cuando Boru miraba y miraba, hora tras hora las gaviotas
volar a contracorriente.
Desde que él aprendió a mirar, la tierra
solo tenia dos colores según contemplara las colinas o las olas. Por eso no le
gustaba la nieve blanqueando laderas y cimas. Esa nieve que no le había permitido
ir arriba -a Brandon Hill- con sus padres. "Quédate aquí, y mañana todos juntos
iremos a visitar al abuelo", había dicho su madre. Boru tenía miedo de quedarse
solo en casa, porque aquella cortina blanca hacia que cada cosa pareciera como
un monstruo de leyenda. Además, Nochebuena tenía para él un mágico sentimiento,
allá arriba, cantando villancicos y andando detrás de los Tres Magos, en el
pequeño belén colocado en el porche de la iglesia.
Aunque por otra parte Boru sabía de sobra
que la visita a su abuelo siempre merecía la pena. ¡Cuántas historias no habría
oído reclinado sobre sus rodillas! Reyes poderosos cayendo en la batalla,
generosos guerreros venciendo lo invencible ... Verdad o fantasía era algo que
no le importaba mucho a Boru. A través de su abuelo, Boru había viajado con los
pioneros americanos, soportado inenarrables peligros al pescar tiburones en
las costas de Arán. Historias de mendigos-músicos, gloriosos capitanes, odiosos
piratas, gente cuerda que se volvía loca, santos predicando a tribus paganas,
cuentos sobre olvidados imperios y princesas sufriendo amores lacerantes en
castillos encantados. Así tardes y más tardes.
Boru se despertó con el crepitar de un
tronco mojado en la chimenea. Leyendas de Navidad … cuentos de Navidad. Sí. Recordó
uno que había escuchado cuando tenía seis años. "Todos los años, en la
medianoche del veinticuatro de Diciembre -dijo su abuelo- cuando en la iglesia
las campanas repican a Gloria, allá -y señaló un indefinido lugar en la
dirección del océano, sobre la isla de Great Blasket- la luna comienza a
danzar". Nadie le replicó porque nadie podía. ¿Quién iba a salir de la
iglesia para verlo? El viejo cura, condenaría a cualquiera que lo hiciera al
fuego eterno y rechinar de dientes. Y si alguno desafiaba los terrores divinos
se arriesgaría a ser llamado en todo lo ancho y largo del valle: "El loco
de la Nochebuena" o "El loco-creyente-en-cada-viejoidiota-abuelo"
o para acabar antes, simplemente: "estúpido". ¿La luna danzando? ¡¡ i
La luna danzando! !!. Y el pequeño Boru, sintió valentía de héroes recorriendo
sus venas. ¡Ver la luna bailando!
La nieve le llegaba a las rodillas y la
carretera que tantas veces Abia andado Boru, había desaparecido por completo,
como tragada por ese blanco y ancho monstruo helado que se esparcía a través de
cada rincón del valle. Boru sabía que desde la cumbre de Kerry Hill, en los
días claros se podía divisar la Great Blasket, e incluso en días
excepcionalmente abiertos también Inishvicklane. El resplandor de la luna venía
desde aquel lado, así que Boru subía tan rápidamente como podía.
Una veintena de veces tropezó en la
maleza escondida y otras tantas reemprendió la marcha con renovada energía.
Medio hundido en los campos de nieve la distancia se hacia infinita. Desde
Brandon Hill, llegaban los ecos y la melodía del "Señor ten piedad".
Boru entendió que sólo tenia una oportunidad de ver la luna danzar, esa noche o
nunca. ¡Deprisa! ¡Deprisa!. Repentinamente la nieve cesó de caer, y al alcanzar
la cima, la silueta inconfundible de la Great Blasket, se recortaba
borrosamente contra el oscuro mar. ¡Señor ten piedad! El rumor de los cánticos
desde la otra colina se apagaba lentamente. La luna colgaba del cielo, un
perfecto globo de luz blanca. ¡Ahora! ¡Tiene que ser ahora! La campana rompió
el silencio. ¡Gloria a Dios en las alturas! La luna estática, quieta, un círculo
de mármol más inamovible que nunca. Y paz en la tierra a los hombres de buena
voluntad. Nada. ¡Eh!.
Boru miró arriba una y otra vez, se frotó los
ojos y como si fuera un… la luna no estaba allí. La Great Blasket era ahora una
sombra negruzca. Boru miró hacia el norte. Si. Allí estaba la luna. ¿Estaba?
¿No estaba? Ahora estaba hacia el sur, justamente en la vertical de Slea Head.
En aquel momento la luna se volvió loca. Se dejaba caer sobre la superficie del
mar y vertiginosamente ascendía las alturas. Arriba, hacia el cielo. Boru,
levantó su brazo derecho y la luna fue rauda hacia la izquierda, el izquierdo y
la luna a la derecha.
El corazón de Boru palpitaba
salvajemente. La luna había impregnado el espacio con una multitud de
relampagueantes estelas. Y seguía. Boru empezó a danzar alborozado, rebosante
de felicidad, y cuanto más bailaba más se hundía en la nieve. Aquello era un
hechizo reflejado en un inconmensurable espejo. El cielo parecía acoger mil
lunas. Desde Brandon Hill, las últimas notas del "Gloria" resonaban
nítidamente. Amén. Y un poderoso martillo clavó la luna en el cielo para
siempre. Y el cielo, el mar recobraron sus oscuros horizontes de la medianoche.
La luna se volvió quieta y seria. Como tú la puedes ver cada anochecer.
Surcando el silencio de los espacios no habitados (Cork, 1982).
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