lunes, 22 de octubre de 2012

El pendón morado


El señor Próspero, boina calada sempiternamente, ligeramente rechoncho, cuya apariencia se acrecentaba por su estatura más bien baja, algo patizambo y cabello entrecano, era tan devoto como el que más. Mientras que algunos de los miembros de la Cofradía de la Santa y Vera Cruz se hacían los remolones para entrar en la iglesia a recitar el Confiteor y preferían esperar en la plaza a que saliera la procesión, él se ofrecía voluntario, cualesquiera fuera la festividad o devoción, para encabezarla portando el pesado pendón procesional.  Daba lo mismo que fuera el santo patrón, en aquellos años se celebraba al día siguiente de Navidad, la Procesión del Encuentro por Pascua Florida o la de la ermita de Santa Marina, en plena siega de julio. El pendón era una exclusiva, intocable, por lo demás, del señor Próspero.

Nada más salir del templo, con una maestría simpar, desenrollaba su tela de terciopelo morado, lisa, sin emblemas, sólo un ligero bordado con hilo de plata en el vértice, apenas visible cuando el viento lo hacía ondear. Con una mano a la altura de sus partes pudendas y la otra por el pecho, agarraba el palo de chopo acanalado, barnizado todos los años por la señora Eustorgia antes de la Virgen de julio, con la misma fiereza con la que agarraba los cornejales de los sacos de harina o la azada para excavar su huerta.

Dos monaguillos, a modo de soporte volante, tiraban de los dos remos, las dos sogas que, terminadas en sendas borlas, pendían de lo alto del mástil, con el fin de ayudar al señor Próspero a mejor sortear los obstáculos del itinerario procesional. Sobre todo al dar la vuelta en las esquinas o, más complicado aún, cuando el tío Candiles empezó a tirar el tendido eléctrico, para evitar “los alambres de la luz”. La poderosa musculatura del señor Próspero, desarrollada a fuerza de cargar y descargar sacos de avena tardía y cebada temprana en su molino, allende el río, tenía que emplearse a fondo para colocar el estandarte casi en paralelo al suelo, pasar por debajo de los cables y enderezarlo otra vez, raudo, para que el peso no terminara por vencerle. Lo que le hubiera convertido, sin duda, en el hazmerreír de la taberna y comidilla de las beatas al salir de la recitación vespertina del rosario.

Los dos monaguillos que, supuestamente, le ayudaban con los remos eran de escaso apoyo. Bien no tiraban cuando debían, peor aún, lo hacían en direcciones opuestas, con lo cual el bueno del señor Próspero tenía que luchar a brazo partido, literalmente, con el peso del pendón, las alambres del tío Candiles y hasta con los dos monaguillos. En algunos casos extremos, especialmente cuando la procesión nocturna del Viernes Santo caía en pleno marzo ventoso, algo que ocurría con demasiada frecuencia, el señor Próspero, poco dado a los aspavientos, empezaba  a echar sapos por la lengua, primero en voz baja, “coñe de chavales”, después elevando el tono, el cortejo del cura estaba lejos, así que no podía oírle, “rediós con los chiguitos”. Jurar no juraba, eso si. Después de todo, solía ser de comunión dominical.

En la última parte del recorrido, cuando desde la mitad de la calle Real, libre ya de obstáculos, se entreveía la portada de la iglesia, fuera por cansancio, fuera por costumbre, el molinero -convertido momentáneamente en portaestandarte- aceleraba el paso, hasta casi ponerse al trotecillo. De manera que llegaba a la iglesia, sin cura, sin santos ni beatas. Poco le importaba que los monaguillos, azuzados por los más viejos, que por riguroso orden de edad, lideraban las dos filas de la procesión detrás de los ciriales, le sisearan para que aflojara el paso. En parte porque era algo duro de oído, en parte porque llevaba a gala su fama de cabezón, el pendón de la Santa Cofradía se recogía cuando aún los cánticos procesionales no habían llegado a la tercera y definitiva estrofa. Dios te saaaaalve, saaaaalve Maríiiia….

No todos los párrocos que tuvieron a su cargo la cura de almas en la aldea aceptaron de buen grado las prisas procesionales del señor Próspero. Don Maximiano, tan buen predicador como poseedor de un carácter notablemente volátil, ambivalente, dado a la generosidad extrema y con escaso amor por la virtud de la templanza, un día, sin citarlo por el nombre, le llamó la atención desde el mismísimo presbiterio, con toda la feligresía de rodillas, antes del Ita missa est. En el momento que anunciaba las rogativas para implorar el auxilio de Santa Bárbara, con sus truenos y sus lluvias, a fin de aliviar la pertinaz sequía, la voz hosca de don Maximiano proclamó que “procesionar no significa que cada uno vayamos a nuestro aire, antes bien, significa que caminemos sagradamente acompasados”. Lo de “sagradamente”, dado el contexto, parecía una hipérbole innecesaria. El caso es que nadie se volvió para mirar al señor Próspero que, junto con el resto de hombres y mozos, como era costumbre, se arremolinaban en el coro, mientras las mujeres ocupaban los bancos delanteros. Pero todos sabían de sobra que lo decía por él. Durante el resto de la tenencia de don Maximiano como cura-párroco, fue la única época en que el señor Próspero, muy a su pesar, dejó de portar el enorme pendón morado.

Cuando a los dos años le sustituyó Don Teótimo, más anciano pero menos irascible, el señor Próspero volvió para retomar, como si nada hubiera pasado, la inalcanzable delantera de las procesiones. Lo que a don Maximiano le parecía criticable, a don Teótimo le hacía gracia. Y aunque no desde el púlpito, don Teótimo le solía tomar el pelo cuando entraba en la iglesia. El señor Próspero, esta era otra de sus manías inveteradas, solía esperar a que repicasen las tres, sentado en el quicio de la puerta de subida a la torre, así que, invariablemente, el señor cura tenía que cruzarse con él, cuando se encaminaba a la iglesia. “Próspero -le decía, mientras sacaba, el reloj de bolsillo por una abertura en la costura derecha de la sotana, como para acentuar la guasa- ¿cuántos minutos me vas a sacar hoy? Déjame al menos que termine de cantar la salve”.

Próspero, que se sentía honrado porque el cura párroco le gastara estas bromas sobre récords procesionales, para nada se callaba. Antes bien, le solía responder, no importaba que la conversación se repitiera casi todos los domingos: “¿Qué, al tajo otra vez?”. Con el mismo tono que hacía idéntica pregunta al alguacil, el señor Urcisino, cuando éste, iba a acarrear la miés del campo, una tarea más banal que celebrar el santo sacrificio de la misa. Y es que el señor Próspero tenía un concepto muy peculiar del tajo que desempeñaba el cura párroco. A él, acostumbrado a levantarse todos los días al alba, menos las fiestas y días de guardar,  para colocar el tablón que desviaba el agua del cuérnago hacia el cauce de su molino, le resultaba chocante que el cura comenzara a trabajar a media mañana. “Rediós -sus aseveraciones siempre comenzaban por la misma coletilla, incluso cuando se dirigía al representante de la santa madre iglesia- don Teótimo,  que ud. sólo trabaja media hora los domingos, a la sombra y con vino”.

Esto, claro está no era cierto. O no del todo exacto. Por aquel entonces, el sacerdote local respondía de la cura de almas de cinco pueblos, así que los domingos, entre misas, confesiones y devociones trabajaba, como quien dice, de sol a sol. Durante la semana, pese a las bromas del molinero, y aunque no tuviera los horarios tan apretados, don Teótimo también tenía que andar de la ceca a la meca, de pueblo en pueblo, de iglesia en ermita. Cuando no un funeral, tocaba un bautizo, a veces la extremaunción (“¿Qué, a otro gori gori, don Teótimo?) y en días señalados el santo sacramento del matrimonio.

Los viejos, que en los días de invierno se sentaban al sol delante de la fragua, afirmaban que el tono mordaz del señor Próspero hacia el representante del clero le venía de familia. O como ellos decían, “de casta le viene al galgo”. Algunos de ellos recordaban al señor Arquímedes, su progenitor, fallecido hacía media docena de años, ahogado en una riada, cuando ya había perdido completamente la cabeza. Al decir de los ancianos el señor Arquímedes, ya de joven, en los años previos a la guerra civil, casi nada más proclamarse la II República, sin razones precisas, de la noche a la mañana, había pasado de, sí, también él solía portar el pendón morado, de adalid en las procesiones a bocazas comecuras. Conviene señalar que en un pueblo perdido, exageradamente conservador y religioso, en medio de la meseta norte, la exhibición de anticlericalismo representaba una chocante osadía, incluso en aquellos tiempos revueltos, necesitada de no poca valentía.

El señor Arquímedes, a quien acaso ya le asomaban los retazos de pérdida de cabeza que con tanta nitidez se mostraron en su edad postrera, afirmaba que su republicanismo –no hacía muchos distingos entre éso y el anticlericalismo- procedía de las conversaciones que mantenía con don Audaz, el médico. Curiosamente, republicano o no, el tal don Audaz era de comunión diaria, así que las afirmaciones del señor Arquímedes eran, cuando menos, inexactas. Lo más probable es que aquella empanada ideológica del señor Arquímedes tuviera su origen en los inviernos que, para dar de comer a los catorce hijos que había engendrado, tenía que desplazarse a trabajar en las minas de carbón de la montaña, unos treinta kilómetros al norte, en las estribaciones de los Picos de Europa.

Allí vivió la Revolución de 1934 y, casi con toda seguridad, las arengas y proclamas mineras le tornaron de fiel parroquiano en desaforado pagano. Y el que antes llevaba el pendón en las procesiones, ahora, ni corto ni perezoso –algunos estaban convencidos de que estaba ido de la chaveta- se plantaba al lado del cura y en el corto camino que iba de la iglesia a la casa parroquial, al modo de los titiriteros, bailaba delante de don Servando, el cura de la época, mientras cantaba coplillas no sólo poéticamente insultantes (el cura de mi lugar / tiene la sotana rota/ se le ha roto por correr/ de una zarza a una rosa), sino incluso procazmante obscenas: “me dijiste que era un gato / lo que había en tu ventana / en mi vida he visto yo / gato negro y con sotana”. Y aún peores.

Don Servando, que al decir de los feligreses de la época, era la bondad personificada, no hacía mucho caso de estas burlas y oprobios, en parte porque, como una mayoría de sus fieles consideraba que, efectivamente, el señor Arquímedes estaba como una tronera, en parte porque asemejaba estas chanzas y rechiflas al azotamiento de Nuestro Señor atado a la columna de la fortaleza Antonia en Jerusalén.

Llegó el verano del 36. Las escaramuzas de dos años antes en la zona minera del norte se convirtieron en una áspera batalla de trincheras. Hacía allá subían camionetas con falangistas venidos del sur, la aldea quedó en zona sublevada por pocos kilómetros, que, ocasionalmente, dada la cercanía del frente, pernoctaban en los soportales del ayuntamiento o en casa de un par de pudientes, los mandos. Como para entretenerse, las primeras semanas recorrían los pueblos vecinos para “cazar rojos”, incluidos los de la misma aldea. Los que se habían “significado” en la parla de la época. 

Algunos terminaron en la tapia del cementerio del pueblo vecino, otros, más sagaces o afortunados, al caer de la tarde, como mi abuelo, iban a esconderse en los robledales del monte cercano. Una tarde en que una camioneta de camisas azules llegó antes de lo previsto, en plena siesta, por la cañada del monte, sabedores de las tretas locales, el camino de escape cortado. El señor Arquímedes, a quien ya habían buscado sin éxito en su casa en un par de ocasiones, creyó que ya no tenía escapatoria posible, su última hora estaba al caer.

Pero hete aquí, que por la puerta trasera de su casa, la que daba a la errén, apareció don Servando, con casulla de gala,  a lomos de la mula que usaba para los desplazamientos a las parroquias vecinas, enjaezada como si fuera un día de fiesta. Lo primero que le vino al pensamiento al señor Arquímedes es que aquel sería su transporte de lujo hasta la camioneta Ford aparcada a la salida del pueblo. Pero no, lo que pretendía el bueno de don Servando es que con todo el oropel de la capa pluvial, y unas desmesuradas alforjas de estera, transportar al aterrorizado señor Arquímedes a la casa parroquial. 

Don Servando había hecho el cálculo de que con la indumentaria litúrgica de los grandes días de fiesta los falangistas no prestarían mucha atención al amontonamiento de, aparentes, objetos sagrados que portaba a la grupa y bajo los cuales se ocultaba, temblando, el señor Arquímedes. Y así fue. A plena luz del día, el otrora republicano y anticlerical, se encontró al resguardo de la casa parroquial. Lo que peor llevó, o al menos eso contaba él después, es que por precaución, los tiempos así lo exigían, fué que don Servando insistió en que pasara la noche acurrucado en la chimenea del despacho parroquial. Disimulado, una vez más, entre los sagrados objetos del culto. “Rediós, previsiblemente el hijo heredó la coletilla, no pegué ojo”.

Al día siguiente, idos los falangistas a balacearse en la montaña, el señor Arquímedes volvió a sus ocupaciones diarias en el molino. Nunca volvió a cantar coplilla alguna. Menos aún las escabrosas hacia las que había sido tan aficionado en tiempos recientes.  Aunque nunca lo manifestó públicamente, dicen que hizo un voto a San Roque, cuya imagen con el perrito se veneraba en una de las capillas laterales del templo parroquial, por el cual él y sus hijos portarían el pendón procesional de por vida. 

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