El señor Próspero, boina calada sempiternamente,
ligeramente rechoncho, cuya apariencia se acrecentaba por su estatura más bien
baja, algo patizambo y cabello entrecano, era tan devoto como el que más.
Mientras que algunos de los miembros de la Cofradía de la Santa y Vera Cruz se
hacían los remolones para entrar en la iglesia a recitar el Confiteor y preferían esperar en la plaza
a que saliera la procesión, él se ofrecía voluntario, cualesquiera fuera la
festividad o devoción, para encabezarla portando el pesado pendón procesional. Daba lo mismo que fuera el santo patrón, en
aquellos años se celebraba al día siguiente de Navidad, la Procesión del Encuentro
por Pascua Florida o la de la ermita de Santa Marina, en plena siega de julio.
El pendón era una exclusiva, intocable, por lo demás, del señor Próspero.
Nada más salir del templo, con una
maestría simpar, desenrollaba su tela de terciopelo morado, lisa, sin emblemas,
sólo un ligero bordado con hilo de plata en el vértice, apenas visible cuando
el viento lo hacía ondear. Con una mano a la altura de sus partes pudendas y la
otra por el pecho, agarraba el palo de chopo acanalado, barnizado todos los
años por la señora Eustorgia antes de la Virgen de julio, con la misma fiereza
con la que agarraba los cornejales de los sacos de harina o la azada para
excavar su huerta.
Dos monaguillos, a modo de soporte volante,
tiraban de los dos remos, las dos sogas que, terminadas en sendas borlas,
pendían de lo alto del mástil, con el fin de ayudar al señor Próspero a mejor sortear
los obstáculos del itinerario procesional. Sobre todo al dar la vuelta en las
esquinas o, más complicado aún, cuando el tío Candiles empezó a tirar el
tendido eléctrico, para evitar “los alambres de la luz”. La poderosa musculatura
del señor Próspero, desarrollada a fuerza de cargar y descargar sacos de avena
tardía y cebada temprana en su molino, allende el río, tenía que emplearse a
fondo para colocar el estandarte casi en paralelo al suelo, pasar por debajo de
los cables y enderezarlo otra vez, raudo, para que el peso no terminara por
vencerle. Lo que le hubiera convertido, sin duda, en el hazmerreír de la
taberna y comidilla de las beatas al salir de la recitación vespertina del
rosario.
Los dos monaguillos que, supuestamente,
le ayudaban con los remos eran de escaso apoyo. Bien no tiraban cuando debían,
peor aún, lo hacían en direcciones opuestas, con lo cual el bueno del señor Próspero tenía que luchar a brazo partido, literalmente, con el peso del
pendón, las alambres del tío Candiles y hasta con los dos monaguillos. En
algunos casos extremos, especialmente cuando la procesión nocturna del Viernes
Santo caía en pleno marzo ventoso, algo que ocurría con demasiada frecuencia,
el señor Próspero, poco dado a los aspavientos, empezaba a echar sapos por la lengua, primero en voz
baja, “coñe de chavales”, después elevando el tono, el cortejo del cura estaba
lejos, así que no podía oírle, “rediós con los chiguitos”. Jurar no juraba, eso
si. Después de todo, solía ser de comunión dominical.
En la última parte del recorrido, cuando
desde la mitad de la calle Real, libre ya de obstáculos, se entreveía la
portada de la iglesia, fuera por cansancio, fuera por costumbre, el molinero -convertido
momentáneamente en portaestandarte- aceleraba el paso, hasta casi ponerse al
trotecillo. De manera que llegaba a la iglesia, sin cura, sin santos ni beatas.
Poco le importaba que los monaguillos, azuzados por los más viejos, que por
riguroso orden de edad, lideraban las dos filas de la procesión detrás de los
ciriales, le sisearan para que aflojara el paso. En parte porque era algo duro
de oído, en parte porque llevaba a gala su fama de cabezón, el pendón de la
Santa Cofradía se recogía cuando aún los cánticos procesionales no habían
llegado a la tercera y definitiva estrofa. Dios te saaaaalve, saaaaalve
Maríiiia….
No todos los párrocos que tuvieron a su cargo
la cura de almas en la aldea aceptaron de buen grado las prisas procesionales
del señor Próspero. Don Maximiano, tan buen predicador como poseedor de un
carácter notablemente volátil, ambivalente, dado a la generosidad extrema y con
escaso amor por la virtud de la templanza, un día, sin citarlo por el nombre,
le llamó la atención desde el mismísimo presbiterio, con toda la feligresía de
rodillas, antes del Ita missa est. En el momento que anunciaba las rogativas
para implorar el auxilio de Santa Bárbara, con sus truenos y sus lluvias, a fin
de aliviar la pertinaz sequía, la voz hosca de don Maximiano proclamó que “procesionar
no significa que cada uno vayamos a nuestro aire, antes bien, significa que
caminemos sagradamente acompasados”. Lo de “sagradamente”, dado el contexto, parecía
una hipérbole innecesaria. El caso es que nadie se volvió para mirar al señor Próspero que, junto con el resto de hombres y mozos, como era costumbre, se
arremolinaban en el coro, mientras las mujeres ocupaban los bancos delanteros.
Pero todos sabían de sobra que lo decía por él. Durante el resto de la tenencia
de don Maximiano como cura-párroco, fue la única época en que el señor Próspero,
muy a su pesar, dejó de portar el enorme pendón morado.
Cuando a los dos años le sustituyó Don
Teótimo, más anciano pero menos irascible, el señor Próspero volvió para
retomar, como si nada hubiera pasado, la inalcanzable delantera de las
procesiones. Lo que a don Maximiano le parecía criticable, a don Teótimo le
hacía gracia. Y aunque no desde el púlpito, don Teótimo le solía tomar el pelo
cuando entraba en la iglesia. El señor Próspero, esta era otra de sus manías
inveteradas, solía esperar a que repicasen las tres, sentado en el quicio de la
puerta de subida a la torre, así que, invariablemente, el señor cura tenía que
cruzarse con él, cuando se encaminaba a la iglesia. “Próspero -le decía,
mientras sacaba, el reloj de bolsillo por una abertura en la costura derecha de
la sotana, como para acentuar la guasa- ¿cuántos minutos me vas a sacar hoy?
Déjame al menos que termine de cantar la salve”.
Próspero, que se sentía honrado porque
el cura párroco le gastara estas bromas sobre récords procesionales, para nada
se callaba. Antes bien, le solía responder, no importaba que la conversación se
repitiera casi todos los domingos: “¿Qué, al tajo otra vez?”. Con el mismo tono
que hacía idéntica pregunta al alguacil, el señor Urcisino, cuando éste, iba a
acarrear la miés del campo, una tarea más banal que celebrar el santo
sacrificio de la misa. Y es que el señor Próspero tenía un concepto muy
peculiar del tajo que desempeñaba el cura párroco. A él, acostumbrado a
levantarse todos los días al alba, menos las fiestas y días de guardar, para colocar el tablón que desviaba el agua
del cuérnago hacia el cauce de su molino, le resultaba chocante que el cura
comenzara a trabajar a media mañana. “Rediós -sus aseveraciones siempre
comenzaban por la misma coletilla, incluso cuando se dirigía al representante
de la santa madre iglesia- don Teótimo,
que ud. sólo trabaja media hora los domingos, a la sombra y con vino”.
Esto, claro está no era cierto. O no del
todo exacto. Por aquel entonces, el sacerdote local respondía de la cura de
almas de cinco pueblos, así que los domingos, entre misas, confesiones y
devociones trabajaba, como quien dice, de sol a sol. Durante la semana, pese a
las bromas del molinero, y aunque no tuviera los horarios tan apretados, don
Teótimo también tenía que andar de la ceca a la meca, de pueblo en pueblo, de
iglesia en ermita. Cuando no un funeral, tocaba un bautizo, a veces la
extremaunción (“¿Qué, a otro gori gori, don Teótimo?) y en días señalados el
santo sacramento del matrimonio.
Los viejos, que en los días de invierno
se sentaban al sol delante de la fragua, afirmaban que el tono mordaz del señor Próspero hacia el representante del clero le venía de familia. O como ellos
decían, “de casta le viene al galgo”. Algunos de ellos recordaban al señor Arquímedes, su progenitor, fallecido hacía media docena de años, ahogado en una
riada, cuando ya había perdido completamente la cabeza. Al decir de los
ancianos el señor Arquímedes, ya de joven, en los años previos a la guerra civil,
casi nada más proclamarse la II República, sin razones precisas, de la noche a
la mañana, había pasado de, sí, también él solía portar el pendón morado, de
adalid en las procesiones a bocazas comecuras. Conviene señalar que en un
pueblo perdido, exageradamente conservador y religioso, en medio de la meseta
norte, la exhibición de anticlericalismo representaba una chocante osadía,
incluso en aquellos tiempos revueltos, necesitada de no poca valentía.
El señor Arquímedes, a quien acaso ya le
asomaban los retazos de pérdida de cabeza que con tanta nitidez se mostraron en
su edad postrera, afirmaba que su republicanismo –no hacía muchos distingos
entre éso y el anticlericalismo- procedía de las conversaciones que mantenía
con don Audaz, el médico. Curiosamente, republicano o no, el tal don Audaz era
de comunión diaria, así que las afirmaciones del señor Arquímedes eran, cuando
menos, inexactas. Lo más probable es que aquella empanada ideológica del señor Arquímedes tuviera su origen en los inviernos que, para dar de comer a los
catorce hijos que había engendrado, tenía que desplazarse a trabajar en las
minas de carbón de la montaña, unos treinta kilómetros al norte, en las estribaciones
de los Picos de Europa.
Allí vivió la Revolución de 1934 y, casi
con toda seguridad, las arengas y proclamas mineras le tornaron de fiel parroquiano
en desaforado pagano. Y el que antes llevaba el pendón en las procesiones,
ahora, ni corto ni perezoso –algunos estaban convencidos de que estaba ido de
la chaveta- se plantaba al lado del cura y en el corto camino que iba de la
iglesia a la casa parroquial, al modo de los titiriteros, bailaba delante de
don Servando, el cura de la época, mientras cantaba coplillas no sólo
poéticamente insultantes (el cura de mi lugar / tiene la sotana rota/ se le ha
roto por correr/ de una zarza a una rosa), sino incluso procazmante obscenas: “me
dijiste que era un gato / lo que había en tu ventana / en mi vida he visto yo /
gato negro y con sotana”. Y aún peores.
Don Servando, que al decir de los
feligreses de la época, era la bondad personificada, no hacía mucho caso de estas
burlas y oprobios, en parte porque, como una mayoría de sus fieles consideraba
que, efectivamente, el señor Arquímedes estaba como una tronera, en parte porque
asemejaba estas chanzas y rechiflas al azotamiento de Nuestro Señor atado a la
columna de la fortaleza Antonia en Jerusalén.
Llegó el verano del 36. Las escaramuzas
de dos años antes en la zona minera del norte se convirtieron en una áspera
batalla de trincheras. Hacía allá subían camionetas con falangistas venidos del
sur, la aldea quedó en zona sublevada por pocos kilómetros, que,
ocasionalmente, dada la cercanía del frente, pernoctaban en los soportales del
ayuntamiento o en casa de un par de pudientes, los mandos. Como para entretenerse,
las primeras semanas recorrían los pueblos vecinos para “cazar rojos”,
incluidos los de la misma aldea. Los que se habían “significado” en la parla de
la época.
Algunos terminaron en la tapia del cementerio del pueblo vecino, otros, más sagaces o afortunados, al caer de la tarde, como mi abuelo, iban a esconderse en los robledales del monte cercano. Una tarde en que una camioneta de camisas azules llegó antes de lo previsto, en plena siesta, por la cañada del monte, sabedores de las tretas locales, el camino de escape cortado. El señor Arquímedes, a quien ya habían buscado sin éxito en su casa en un par de ocasiones, creyó que ya no tenía escapatoria posible, su última hora estaba al caer.
Algunos terminaron en la tapia del cementerio del pueblo vecino, otros, más sagaces o afortunados, al caer de la tarde, como mi abuelo, iban a esconderse en los robledales del monte cercano. Una tarde en que una camioneta de camisas azules llegó antes de lo previsto, en plena siesta, por la cañada del monte, sabedores de las tretas locales, el camino de escape cortado. El señor Arquímedes, a quien ya habían buscado sin éxito en su casa en un par de ocasiones, creyó que ya no tenía escapatoria posible, su última hora estaba al caer.
Pero hete aquí, que por la puerta
trasera de su casa, la que daba a la errén, apareció don Servando, con casulla
de gala, a lomos de la mula que usaba
para los desplazamientos a las parroquias vecinas, enjaezada como si fuera un
día de fiesta. Lo primero que le vino al pensamiento al señor Arquímedes es que
aquel sería su transporte de lujo hasta la camioneta Ford aparcada a la salida
del pueblo. Pero no, lo que pretendía el bueno de don Servando es que con todo
el oropel de la capa pluvial, y unas desmesuradas alforjas de estera,
transportar al aterrorizado señor Arquímedes a la casa parroquial.
Don Servando había hecho el cálculo de que con la indumentaria litúrgica de los grandes días de fiesta los falangistas no prestarían mucha atención al amontonamiento de, aparentes, objetos sagrados que portaba a la grupa y bajo los cuales se ocultaba, temblando, el señor Arquímedes. Y así fue. A plena luz del día, el otrora republicano y anticlerical, se encontró al resguardo de la casa parroquial. Lo que peor llevó, o al menos eso contaba él después, es que por precaución, los tiempos así lo exigían, fué que don Servando insistió en que pasara la noche acurrucado en la chimenea del despacho parroquial. Disimulado, una vez más, entre los sagrados objetos del culto. “Rediós, previsiblemente el hijo heredó la coletilla, no pegué ojo”.
Don Servando había hecho el cálculo de que con la indumentaria litúrgica de los grandes días de fiesta los falangistas no prestarían mucha atención al amontonamiento de, aparentes, objetos sagrados que portaba a la grupa y bajo los cuales se ocultaba, temblando, el señor Arquímedes. Y así fue. A plena luz del día, el otrora republicano y anticlerical, se encontró al resguardo de la casa parroquial. Lo que peor llevó, o al menos eso contaba él después, es que por precaución, los tiempos así lo exigían, fué que don Servando insistió en que pasara la noche acurrucado en la chimenea del despacho parroquial. Disimulado, una vez más, entre los sagrados objetos del culto. “Rediós, previsiblemente el hijo heredó la coletilla, no pegué ojo”.
Al día siguiente, idos los falangistas a
balacearse en la montaña, el señor Arquímedes volvió a sus ocupaciones diarias en
el molino. Nunca volvió a cantar coplilla alguna. Menos aún las escabrosas
hacia las que había sido tan aficionado en tiempos recientes. Aunque nunca lo manifestó públicamente, dicen
que hizo un voto a San Roque, cuya imagen con el perrito se veneraba en una de
las capillas laterales del templo parroquial, por el cual él y sus hijos portarían
el pendón procesional de por vida.
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