Juliana, su primer nombre,
Judit nació en 1933. Aunque su DNI, por algún equívoco administrativo, dijera
que fue un año más tarde. Es decir, le tocó de niña y adolescente vivir una
posguerra complicada y relativamente mísera, aunque en los pueblos del norte
de Castilla la Vieja la supervivencia no resultara tan cara y exigente como en
las grandes ciudades. Mal que bien, afirmaba, casi siempre había algo que
llevarse a la boca: fruta de la huerta, cebolla, tocino de la matanza. Más duro fue quedarse huérfana de
madre a los 7 años. Su madre, Vidala, murió de tifus el 1 febrero 1940. El
mismo día, con apenas unas horas de diferencia, en que falleció su hermano,
Cayo Ramón, de apenas 4 años, "Que falleció el día primero de los corrientes y hora de las tres de la tarde
a consecuencia de bronquitis aguda según certificación facultativa" (Libro de
Difuntos). Dos tragedias infantiles
que, con toda certeza, marcaron e imprimieron carácter a su vida.
Como para tantas otras
personas de la aldea, con 14 años acabó su escolarización. Lo que vino detrás
fueron interminables años de fatigas y sudores, en cualquier estación del año, en el
campo. Trabajos que, desde la perspectiva de la ancianidad, decía detestar con
toda su alma. Ese era el destino, inescapable, en aquella época y en aquellos
lares. Toda su vida lamentó mucho, muchísimo, que no tuviera la oportunidad de
estudiar. Quizá por eso mismo hizo un esfuerzo extraordinario para que sus
hijos no perdieran ese tren, pese a los más que ralos recursos económicos de la
época, prácticamente inexistentes en el ámbito rural de los años cincuenta y sesenta.
Sin embargo, bastante
más importante que la magra disponibilidad económica, fue su actitud -poco
común en aquellos años plomizos- de soporte, sostén y, como se suele decir ahora,
energía positiva, inagotable, para que los tres hermanos cursaran estudios y se convirtieran en personas de provecho. Cómo no
recordar los últimos preparativos antes de enviar al internado, con 11 años, al que esto
suscribe. Me cosía el bolsillo del pantalón desde el forro, una vez introducidos
los billetes de 100 pesetas con que abonar la pensión, a fin de que no se
perdieran en el transbordo del tren. Algo que, para ella, hubiera sido una
tragedia. O la dedicación para que mi hermana Ana se convirtiera en la primera
licenciada universitaria de aquel villorrio perdido entre páramos y valles. Con
Pepe, también lo intentó, primero bachillerato, después artes y oficios, como
se decía entonces. Sin embargo, la vida le condujo por otros vericuetos laborales.
La dura vida en el
campo, que tanto lamentaba, fue su campo de batalla hasta la jubilación de mi
padre en 1989. Casada muy joven, con 21 años, aquella combinación de esposa,
madre y trabajadora alcanzó listones insospechables para los parámetros actuales.
¿Permiso maternal? ¿Reposo prenatal? Como la tierra que les daba de comer con el sudor de su frente era
muy pobre, se dejaba en barbecho un año sí y otro no. Así que, si un servidor
nació un 31 de julio, en plena época de segadera, morenas y trillas, -la maquinaria
era inexistente- mi madre vino directamente a casa desde el pago de Los Manzanos,
cerca del Caserío de Mazuelas, para parirme. El año siguiente barbecho. Dos
años después, tras rastrillar las cañas de centeno, a casa, esta vez para dar a luz a mi
hermano. Exactamente el mismo día, desde idéntica parcela. ¿Permiso maternal? ¿Reposo
prenatal?
¡Si sólo hubiera sido
eso! Sembrar patatas en junio, excavarlas en julio, regarlas en agosto,
sulfatarlas en septiembre, vuelta a regarlas, sacarlas en noviembre con el
barrial exhausto por la sequía, congelado por las heladas. Y así con las
alubias, la remolacha, el plantón, los titos, el heno… Desde finales de los 50, hubo que añadir el
ordeño, bien de mañana y caída la noche, de las vacas, echar de comer a las
gallinas, hacer la comida, lavar la ropa, adecentar la casa… Aunque en el quehacer de todas estas
tareas interminables, razonable es reconocerlo, no se distinguía de lo que hacían
el resto de las madres del pueblo. Nada excepcional en la excepcionalidad
permanente y las estrecheces de aquellos lustros. Luchadoras tenaces, a tiempo
y a destiempo, hasta el infinito y más allá.
En lo que sí era
diferente, al menos desde mi perspectiva, era en la extremada generosidad para
con la gente de fuera, los desheredados de aquellos años duros y grises, con
los ajenos a la tribu de la diminuta aldea, hacia los extraños a los lazos
familiares tejidos durante generaciones. Con los pobres de solemnidad, los que
venían de casa en casa mendigando un plato de comida, unos centimillos para
sobrevivir a la indigencia. Y había unos cuantos. El Tío Catedrales, los
quincalleros, los pobres
del Caserío de Mazuelas, Ciano y María Jesús, los componedores, gitanos
y otras gentes de mal vivir, no por voluntad propia, sino empujados por las circunstancias
o los hados del destino.
Siempre había un plato
de comida caliente, un torrezno y un mendrugo de pan, algunos céntimos. Incluso
un espacio caliente en el pajar para pasar la noche. En esto iba de la mano con
mi padre, aunque éste era más estricto y les ponía como condición, cuando pernoctaban
en casa, el asistir a la misa de 8 la mañana siguiente. Mi madre, en asuntos
religiosos, era considerablemente más flexible. Con el paso de los años, desaparecieron
los mendicantes del pueblo, pero en la televisión aparecían africanos en
patera, sirios atravesando Hungría entre la nieve, afganos con sus hogares bombardeados.
Allí estaba la Judit lamentándose de que el mundo fuera tan cruel y despiadado.
“Pero, ¿qué culpa tienen esta pobre
gente?, decía. Para añadir, ya octogenaria: “Si yo tuviera que llegar a Europa andando, no podría, me moriría en
el camino”.
Más cerca, la
generosidad abarcaba a los vecinos en tareas aparentemente más banales, claramente
ilegales en la actualidad, pero de suma necesidad entonces. Durante años fue la
enfermera del pueblo. Cuando el sistema sanitario estaba en pañales y el médico
desapareció de la aldea, ella se encargó de poner vendajes, untar con
mercromina, mirar la fiebre y poner inyecciones a decenas de vecinos. Su aprendizaje
lo llevó a cabo sobre los lomos de las vacas lecheras, algo que a niños y
mayores de los sesenta y setenta poco parecía importarles. Era mi madre o
esperar a que el médico se dignara visitarlos cuando le placiera.
Mientras tanto, la casa
era un hogar de puertas abiertas. Literalmente. Para empezar con los niños,
tanto con los nativos como con los veraneantes. Y con cualquiera que apareciera
por la portada. Fuera invierno o verano. No es casualidad que el puente sobre
el tramo del río, al lado de casa, se llamara “el puente de la Judit” (antes se
llamó el puente de la Catalina, su abuela). A veces se juntaban decenas de
niños, especialmente en verano, para chapotear en la corriente, pescar barbos o
arrojarse cantos. Y más pronto o más tarde, terminaban curioseando las gallinas en el corral o las vacas en la cuadra. Siempre había alguna golosina de
recompensa, la declamación de algún poema infantil aprendido en la escuela y, no pocas
veces, hasta modestas propinillas para comprar algo en el teleclub. Ahora
piénsese, si este cariño tenía para los niños extraños ¿cuál no tendría para
sus nietos Diego, Clara, Adrián, Marcos y Elena?
A lo largo de los
lustros, siempre mantuvo su casa abierta para nuestros amigos. También para los
amigos de nuestros amigos. Españoles, catalanes, franceses, alemanes, japoneses,
irlandeses… Siempre fue un espacio de acogida incomparable para decenas de
huéspedes que se alojaron en casa, a los que se dedicaba en cuerpo, alma y
cocina. Porque era una cocinera excepcional. No tenía una gran variedad de
platos, tampoco le gustaba mucho experimentar, de hecho era más bien reacia a los nuevos
ingredientes o recetas. Pero lo que cocinaba, seguramente aprendido desde la adolescencia
y la bisabuela, resultaba exquisito: legumbres, postres de leche, asados. Por
el contrario, era muy difícil de contentar, cuando alguna otra persona
cocinaba, con recetas que no fueran las propias.
Cuando el concepto de “mantenimiento
de servicios públicos” era completamente inexistente en aquella comarca moribunda, ella batalló hasta la
extenuación por mantener los pocos que la despoblación de Castilla iba dejando.
Durante meses se peleó con maestros, inspección educativa, gobernador civil,
alcalde y todo quisqui que tuviera algo que ver, para que no cerraran, a principios
de los setenta, la escuela del pueblo. Perdió, desgraciadamente, la batalla. La
escuela se ha convertido en el bar. Nada que alegar, señoría.
Ganó otras. Como una
contra el médico, cuando la seguridad social universal comenzaba a implantarse.
En el terreno vago de la transición, el listillo del doctor, que para algo tenía
una carrera universitaria, seguía cobrando las denominadas igualas (una especie
de suscripción personal por sus servicios), hasta que la señora Judit se
plantó: vuelta al alcalde, a la delegación de sanidad, al gobernador civil de
la capital. El listillo universitario tuvo que dar marcha atrás y conformarse
con lo que establecía la legalidad vigente. Nada de igualas de tapadillo. Podría
continuar con la reforma de la iglesia, el asfaltado de las calles, la introducción
del agua corriente y unas cuantas guerras más.
Fuera en parte producto
de su carácter, genio, como se dice en el pueblo; parte por su sentido de no
admitir las injusticias, por no hablar de desaires, cuando no menosprecios y
discriminación con que se exprimía a los pueblos; parte por su inequívoco sentido
de la honradez, a veces, se metía en no pocos charcos y sus posturas,
ocasionalmente extremas, le proporcionaron no pocos disgustos y enfados. A
veces, ciertas incomprensiones por parte de sus vecinos. Adquirida una postura,
era demasiado rígida para dar su brazo a torcer. A veces su exagerada honradez,
si es que esta puede ser exagerada alguna vez, propició enojos y malestares,
empezando por ella misma. Y como no era muy expansiva, se perdía en
ese laberinto de las contradicciones internas. Entre lo que era justo y lo que
era necesario. No solía admitir términos medios.
Los últimos años,
dejando aparte la muerte de nuestro padre y los achaques propios de la vejez,
sobre todo las dificultades de movilidad, disfrutó, aún en medio de un cierto
pesimismo, por no decir fatalismo, que nunca le abandonaba, de la vida. Le encantaba viajar. De ahí que
sus viajes en la región, con la parroquia, los recordara y disfrutara como si los
hubiera realizado en la adolescencia y juventud que, seguramente, nunca tuvo.
También los más lejanos
y últimamente tan habituales a Murcia y Huesca. Incluso a París para el
bautismo de su nieta. Pero, sobre todo, lo mismo que ocurrió con mi padre, le resultó
inolvidable su viaje a Japón en 1994. Pagado con la recolección de níscalos, vino
a ser su primer -y único- viaje en avión. Una memoria para toda una vida. Más
si se tiene en cuenta, por ejemplo, que a su luna de miel fue en carro, a
Herrera, a 20 km. de distancia. Austeros como fueron siempre, se pasaron las 12
horas de vuelo sin comer porque ignoraban que la comida estaba incluida en el
pasaje.
A diferencia de mi
padre que siempre iba comentando los cultivos que se veían desde la ventanilla
del coche o del tren bala, mi madre se ocupaba de aprender los nombres de los templos,
la denominación de los barrios de Tokio y hasta de memorizar una decena de vocablos
en japonés. Eso sí, sufriendo con las comidas japonesas que, evidentemente, quedaban
muy lejos de sus recetas familiares. La omnipresente morisqueta se le atragantó
en el almuerzo vegetariano del templo de Ryoanji (Kioto). Esta última primavera, 25 años después, se acordaba, sin
pestañear, de los nombres de templos en Kamakura y Kioto. Y algunos no dejan de
ser un pequeño trabalenguas.
Nada sorprendente.
Puede parecer una exageración, después de todo soy su hijo, ¡qué voy a decir! pero
no he conocido a nadie con una memoria tan monumental como la de la Judit. Lo
mismo te recitaba de carrerilla “Mi vaquerillo” de Gabriel y Galán (“he dormido esta noche en el monte con el
niño que cuida mis vacas”), que aprendió en la escuela, que contaba cuántas
pesetas costó y quien financió la imagen del Sagrado Corazón que está en la iglesia
del pueblo. Aparte de dónde se compró y qué día exacto lo trajeron. Y estamos
hablando de los años cincuenta del siglo pasado. Para las fechas era única: comuniones,
defunciones, matrimonios las pronunciaba sin parpadear. Por no hablar de
anécdotas e historias del pueblo y sus gentes. Algunas de las cuales, por los
extraños recovecos de la vida quedan, suponemos que para siempre, en los archivos sonoros
de Onda Regional de Murcia, donde participó repetidamente en un programa
vespertino llamado “¡Qué ancha es Castilla!”. ¡Cuántas veces habré dicho, que ojalá
tuviera la mitad de memoria que la suya! Incluso con un cuarto me conformaría. Desgraciadamente,
menos a mis años que comienza a mermar, eso no será posible.
No obstante, pese a la enorme
admiración, envidia, que sentía y siento por su memoria inabarcable, mi admiración
mayor resta con su inagotable generosidad para con los que fueron acogidos sin
ser de la tribu familiar, mendigos y amigos, por su honradez a prueba de bomba,
incluso complicándose su propia existencia más allá de lo que era justo y
necesario.
Muchos consideran que los
recuerdos de los que se van no se pierden con ellos, que van a depositarse en alguna nube, como
las informáticas, pero en el éter, el firmamento, el paraíso, donde se van
sumando las memorias de todos los millones y millones de personas que han pasado
por este mundo. Una suerte de memoria de la humanidad. Yo, francamente, preferiría, sé que soy egoísta, que la memoria
de la Judit se quede conmigo: la de su hondo instinto de honradez, su formidable
dadivosidad, su inconmensurable sentido de la acogida.
En la esperanza de que
esto sea factible, aunque sea parcialmente, me remito a una figura bíblica que siempre he identificado
con mi madre. Ruth, respigando en las llanuras de Moab y a un versículo de
Mateo: “Porque tuve hambre y me disteis
de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me recibisteis”
¡Que la tierra y el
cascajo del camposanto -allí nos veremos-
de tu querido Renedo te sea leve! Descansa en paz.
Te lo has merecido.
Dicen que madres no hay más que una, pero tú has sido muchas.
[TEXTO
DE JACQUELINE J. QUE EN 1981 FUE ACOGIDA EN CASA CON 16 AÑOS]
This woman, taught me so much about Spanish, obviously you taught me more in terms of grammar.
But living
under her roof, illustrated so much wealth of vocabulary that I have never
anticipated in a farming community.
In the
English-speaking world, Irish = unempowered, denuded of their language, Irish
farmer, it became almost a joke how illiterate and badly spoken the farming
community was.
Your mother
and father taught me that this belief was a function of my Irish history,
because the richness of her vocabulary, the wealth of her phrases, her
metaphors, imagery that was in your mother’s daily vocabulary actually
contributed to building me up as a working-class young woman who felt herself
lesser than more educated people.
Judit
did all that for this young girl from Cork city! #RIP
[TEXTO DE RAQUEL A. CUYOS
ABUELOS ERAN DEL PUEBLO]
Judith: La única que tenía un Puente
Recuerdo a Judith…
Para ser
exactos, en Renedo era “la Judit”…
Tanto
te influye lo que escuchas de niña que, hasta años más tarde, no supe que no se
pronunciaba así.
Sea
como fuere, la recuerdo a ella, recuerdo su casa, a su marido, a sus vecinas y
su patio repleto de flores. Recuerdo sus manos y sus ojos y recuerdo su Puente…
Sí, Judith
tenía un Puente…
De niños,
íbamos allí a pasar algunos ratos muertos de los largos veranos, aquellos
inolvidables y especiales, que se precipitaban sin prisa, calendario abajo,
desde los primeros días de julio a los últimos de agosto. No hubo ni habrá
veranos iguales…
“El Puente
la Judit” era un rincón apacible y tranquilo que bordeaba el río cuando éste
discurría a su antojo y bajaba repleto de cangrejos y renacuajos. Hacían
remanso los chopos, y había un lecho de tréboles, de esos de la suerte, muy
pequeño. Cerca de los juncos, nos echábamos boca arriba, entreviendo el cielo
velado por las hojas y las ramas que se mecían al viento.
Si cierro
los ojos, aún puedo sentir la brisa suave en la cara mientras te envolvían los destellos rojos y amoratados que llegaban
del sol, atravesando nuestros párpados cerrados.
Metros
más allá, hacia el pueblo, vivía Judith con Elías y luego, ya sola…
Judith era
amiga de mi abuela Sibi. Iba a su casa cuando yo era muy niña y hablaban de
cosas de mujeres que apenas yo sí entendía. Siempre venía a buscarla cuando
tenían que preparar a alguien para ser enterrado. Aquello me causaba un sincero
estupor y una profunda admiración a partes iguales.
Y es que
eran Mujeres del Cielo y la Tierra y entre ambos mundos se movían con ese halo
de espiritualidad de andar por casa, sin duda el más profundo.
Del Cielo,
con profundas convicciones religiosas, llenas de ritos dominicales y de
actitudes de buenas samaritanas. Y de esa Tierra que fueron hijas de aquellas
madres, cuidaron maridos, criaron hijos, conocieron a sus nietos, mientras
cultivaban el campo, atendían los animales y sembraban los huertos.
… Y los
días que vivieron, sus patios se mantuvieron siempre con flores…
Pasaron
los años y con los años pasaba un tiempo que tampoco pasaba tanto para ella,
con esa memoria increíble que le permitía saber el día exacto del cumpleaños de
todos los que son nietos del pueblo.
Y
porque pasa ese tiempo que apenas nos damos cuenta que pasa, ayer Judith cruzó
su Puente, suavemente en la noche, como cualquier otra noche de las de aquellos
veranos.
Vinieron a
buscarla a la hora en que todos duermen y ya no quiso decir que no iba.
Como
me decía su sobrina Cova: “Creo que ya necesitaba descansar”.
Que así
sea.
In Memoriam
Precioso homenaje de un hijo que supo amar a su madre de manera admirable. Una entrañable mujer, valiente, fuerte, buena, generosa, que dejó una huella perenne en aquellos que la rodearon.
ResponderEliminarHa sido un placer conocerla.
Llego aquí por Maripaz y debo reconocer que empecé a leer con absoluta tranquilidad, pero poco a poco las letras se me iban moviendo y moviendo, y al final ya era casi imposible ver ninguna. Me has emocionado mucho con tu retrato de la Judit (a las gentes, a las madres incluso, hay que llamarlas como fueron llamadas, porque sólo así se reconocen y las reconocemos). Bueno, ni sé qué decir, palabra. Sólo que tuviste suerte en tener una madre así (ojalá en mi pueblo de Lleida, donde que creo que todavía pagan la iguala, alguien se hubiera plantado). En cualquier caso, un abrazo enorme desde Barcelona, y, sobre todo, desde el reconocimiento íntimo a pesar de la distancia. Una abraçada molt gran.
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