Buceaba
en los recovecos de su memoria infantil diseminada. Intentaba revivir las
primeras imágenes de la infancia, observando, sin pestañear, la fachada
perfectamente simétrica de la escuela infantil. De la mitad para la izquierda,
según miraba, el aula de los chavales, de la mitad para la derecha, la de las
niñas. La simetría se ampliaba por ambos laterales, en sendos portalillos que
cobijaban las respectivas entradas, a donde llegaba corriendo para guarecerse
en las mañanas siberianas de invierno, cuando entraba en la escuela con el
cabás de madera en la mano helada y el vaho del aliento creando revolutas
blanquecinas cada vez que se atrevía a respirar por encima de la chalina. Desde
principios de noviembre.
Miraba
desde allí, desde aquella corta distancia, apenas unas decenas de metros, donde
tantas veces creía –si la memoria, pasados ya los cincuenta, no le engañaba-
haber corrido detrás de una pelota de piel recosida decenas de veces por el
zapatero del pueblo vecino. Cuero remendado que cumplía, sobradamente, las
veces de balón de fútbol reglamentario. Contemplaba devotamente el mismo
edificio con perfil de ladrillo rojo y cenefas ocres silueteando las ventanas
que, según el señor Abundio, el cantinero y cronista oficioso de la aldea,
había sido construido en tiempos de la Segunda República, incluso quizá antes.
Por encima del tejado, milagrosamente incólume pese al más de medio siglo
transcurrido, aunque unas centenas de metros detrás, se erguía, como lo había
hecho siempre, la torre de la iglesia construida en piedra berrocal que al
decir de los viejos procedía del antiguo castillo ya desaparecido.
Por
más vueltas que diera a las imágenes, que él creía eran las más antiguas que
podía palpar, no conseguía pasar de los seis años, más o menos cuando según el
cura párroco, se alcanzaba el uso de razón. Siempre las mismas estampas
desvaídas, convertido en espectador de su propia y lejana infancia que, en
expresión bien gráfica, un antiguo compañero tildaba de “rebabas de la
nostalgia”. Revenía, como en un sinfín, idéntica imagen. Casi siempre, como a
cámara lenta, los alumnos, uno tras otro, se descolgaban cuidadosamente,
algunos eran demasiado pequeños para tocar el suelo a la primera, desde el
alféizar de uno de los dos grandes ventanales que se abrían en la fachada hasta
que conseguían llegar abajo. Parecían, literalmente, flotar en el aire mientras
escapaban sigilosamente del aula en penumbra.
Siempre
pensó que, si alguna vez le sometían a hipnosis para dejar de fumar o acaso
para curar alguna ignota dolencia del alma, aquella sería la imagen primigenia,
la madre de todas las memorias, que regurgitaría desde el fondo insondable de
los tiempos, los suyos, aún antes que las supuestamente generadas en el vientre
materno. Aquella estampa de huida escolar, una calurosa tarde de finales de
mayo, con el verano en ciernes, era lo último o lo primero, dependía de la
perspectiva, que podía entrever por más que rebuscara en los pliegues
recónditos del olvido.
Sin
que pudiera, al menos no con certeza, definir si la escena se proyectaba en un
gris ceniza o, por el contrario, venía iluminada en vívido tecnicolor. Ese era,
aparentemente, un problema irresoluble cuando se mentaban los sesenta, los de
su edad y los correspondientes a la época que intentaba rememorar. No había ni
modo ni manera de trazar un decorado medianamente plausible de las razones por
las cuales aquella precisa secuencia de “Escapada de la escuela infantil en
abril” se había transformado en la primera escena grabada de toda una vida. La
propia.
La
veintena de alumnos fugados se apresuraba a señalar, con un montón de cantos
rodados y los jerséis que portaban anudados a la cintura, los dos postes de la
meta que desempeñarían, precariamente, las funciones de portería. El partido
estaba en marcha. Aquella precisa tarde, sorprendentemente calurosa de abril,
dislocada en la geografía áspera de páramos y robledales, anunciando un verano
que tardaría, como siempre, en llegar. Si es que llegaba.
A
través de la ventana, en la contraluz del espacio recién abandonado por sus
pupilos, el sopor había vencido al bueno de Don Tino, el maestro. Toda su
cabeza y el poco pelo que en ella quedaba, estaba apoyada, de bruces, en el
diario provincial transformado en inesperada, si leve, almohada. Sobre la
mismísima portada del periódico, ni tiempo le había dado para pasar a la
segunda página. No llegaba a roncar, pero la respiración, a medida que
transcurrían los minutos y su sueño se convertía en más profundo, se tornaba
más audible.
Desde
la era vecina, el grupo de alumnos al completo, la veintena que se habían
descolgado por la ventana, comenzaban a olvidar las precauciones del principio.
El siseo inicial, con el transcurrir de los minutos, iba dando paso a un
alboroto considerable, enmarcado por las disputas deportivas, desde un pásame
la pelota, chupón, hasta los cálculos a ojo de buen cubero, en el que todos
parecían expertos, sobre si la pelota había traspasado la línea de gol por la
parte interior o exterior del poste conformado por morrillos y jerséis.
Cuando
tras más de una treintena de minutos, Don Tino, sobresaltado por el griterío de
la era vecina, cabeceó sobre la mesa de chopo repintado, se apercibió,
finalmente, que estaba sólo, el aula completamente desertada. Rodeado de los
pupitres desocupados, los tinteros quietos, el mapamundi con las cinco razas
inamovible en la pared del fondo. Mientras, los alumnos, ahora ya a grito
pelado, se enzarzaban en la enésima disputa sobre si el balón había rebasado, o
no, la línea de paja, que marcaba el lateral del campo. Y aquella extraña
palabra que usaban para señalar los fuera de banda (“ha sido fao, ha
sido fao”), le vino inopinadamente a la cabeza. Después de tantos
años... Una muesca más rascada al pozo hondo de la memoria.
Don
Tino, de un natural apacible, no se inmutó ni lo más mínimo al percatarse de
que sus estudiantes le habían dejado, tan tranquilamente, echarse la siesta. Se
estiró para asomar por la ventana medio corpachón, era más bien bajo y
regordete, de manera que le oyeran mejor desde el terreno de juego. Les reconvino,
como si nada hubiera sucedido, para que retornaran a sus asientos. No les
amenazó con ponerles a todos de rodillas al lado de la pizarra, ni siquiera con
los brazos en cruz al fondo de la clase. Ni siquiera, hubiera sido lo peor, con
decírselo a sus padres. Quienes con toda seguridad les habrían impuesto un duro
castigo.
Don
Tino era natural de la aldea, así que conocía al dedillo a todos y cada uno de
los progenitores de los alumnos, incluso jugaba al mus con algunos de ellos,
los domingos a la hora del vermut. Uno de los compañeros de partida dominical
incluso le llevaba a medias las pequeñas fincas que había heredado de su padre,
también maestro. Rebasados los cincuenta, tras haber trastabillado durante años
por otros pueblos de Castilla la Vieja, más o menos distantes, éste era su penúltimo
destino profesional. Ganado por la veteranía de lo que en la jerga ministerial
denominaban “los puntos”.
Aunque
para enseñar la Enciclopedia Álvarez de 2º Grado, no necesitaba ni de lejos
tantos puntos ni tantos conocimientos. Aunque sus levantiscos alumnos lo
desconocían, la formación académica de Don Tino no era la del maestro escuela
usual de la época. De hecho, algo rarísimo por aquel entonces en un maestro de
pueblo, era un experto conocedor de la filosofía, en general, y de la tomista,
en particular.
Su
padre estuvo durante años empeñado en que tenía vocación de cura de almas y con
once años le había enviado a un internado de religiosos. Cuando su padre
eufórico le comentaba al párroco que su vástago estaba en un tris de hacerse
cantamisano, -incluso estuvo una temporada en las Filipinas, donde los dominicos
regentaban la prestigiosa universidad de Santo Tomás- Don Tino decidió colgar
los hábitos, y apenas un año antes de ser ordenado, decidió que lo suyo era
enseñar más que predicar. Medio en bromas, medio en serio, él contaba que lo
había dejado porque, en Ávila, donde estudiaba, hacía tanto frío que estaba
permanentemente aterido, y harto, de estudiar la Suma Teológica, con una piel
de cordero sobre las rodillas, fuera invierno o verano.
Era
un hombre de andar pausado, de conversación fácil, aunque procuraba limitarla a
asuntos que a sus convecinos les pudieran resultar de interés, nada de las
cinco vías para probar la existencia divina: el tiempo atmosférico más propicio
para la sementera, si los nitratos de Chile eran mejor que los abonos naturales
y, muy raramente, de política. De hecho, era el único suscritor del
Diario Palentino en el pueblo. Poco importaba que el “papel” llegara con un día
de retraso, en la furgoneta del correo que venía de Osorno a media mañana. Los
alumnos le recordaban, todas las tardes, al volver del almuerzo, con su
periódico bajo el sobaquillo.
Por
la tarde, cuando impartía las clases más llevaderas, digamos historia o
geografía, por contraposición a las matemáticas que enseñaba al comenzar la
jornada, antes de señalar en qué página debían de abrir los alumnos la
enciclopedia, extendía el diario a doble página sobre su mesa, alisando los
pliegues de las esquinas cuidadosamente, con mimo, mientras los alumnos
contemplaban en silencio aquella ceremonia repetida, casi cinco minutos de
preparación, cotidianamente. Esperando ansiosos a que les leyera la crónica de
deportes, preferiblemente las de fútbol. Nunca lo hacía. Se trataba de un
pequeño juego fútil.
Una
vez que terminaba de colocar el periódico, con la clase expectante, pasaba una
de las hojas y señalando con el índice uno de los titulares, sin levantar la
vista de la letra impresa, comenzaba la cantinela de “el Ebro nace en Fontibre, provincia de Santandeeeeer; pasa por Logroño y
Zaragoooooza y desemboca por Ampooooosta en la provincia de Tarragonaaaa. Sus
principales afluentes son: el Jalón por la dereeeeecha, y el Segre, por la
izquieeeerda". U otra parecida, sobre las provincias que conformaban
Castilla la Nueva o los picos más altos de la península ibérica. El Diario
Palentino parecía tener cabida para toda la Geografía de España y la mayor
parte de la Historia Universal. A los ojos de los más pequeños, aquel par de
hojas desplegadas cada tarde, resultaban mágicas.
Ahora
el griterío se invierte, desde lo que en su tiempo fue aula de clase, llegan
las discusiones sobre el partido de fútbol, esta tarde serena de verano,
retransmitido a través de la pantalla de plasma a todo color. La escuela mixta,
después unitaria, fue, hace muchos años, convertida en teleclub. Desapareció el
estrado sobre el que se asentaba la mesa de Don Tino, la pizarra fragmentada en
las esquinas que ocupaba casi toda la pared, el armario donde con celo guardaba
el manoseado volumen de “Corazón”, de Edmundo de Amicis.
Con
él aprendía a escribir, los primeros rudimentos de la gramática, las sencillas operaciones
de álgebra y, quizá, más importante que los meros conocimientos, insufló en
nuestras mentes infantiles y montaraces, la curiosidad por el mundo y las
cosas, más allá de las fronteras reducidas de la aldea. Por saber donde se
encontraba el Mont Blanc y sus nieves perpetuas, imbuirnos en las aventuras
increíbles del Quijote, desgranar, a golpe de copla, algunas rimas de Gabriel y
Galán. Era una pedagogía acorde con la época, mediados de los años sesenta, de memoria y tentetieso,
moralizante como el gris que nos envolvía y pese a todo, Don Tino fue un magnífico
maestro. Bondadoso y reticente al castigo, pese a que no debía ser fácil que
entráramos en vereda, paciente y persistente en las tablas de multiplicar. ¿Por
qué resta tan diáfana en la memoria aquella escapada de la primavera en ciernes?
Misterios de los remolinos de la memoria.
Retornan
las imágenes: Don Tino, una vez más, estira las esquinas del periódico, se
oyen, inconfundibles los gritos de fao, fao, el Miño nace en Galicia,
provincia de Lugo, afluente el Sil, el Duero nace en los picos de Urbión,
provincia de Soria… Dos por una es dos, dos por dos, cuatro, dos por tres,
seis, dos por cuatro ocho… Rebabas de la memoria. Cierro los ojos. Y no va más.
Fabuloso escrito! Que bien pudiera ser el de cualquier chico o chica de aquellos momentos, con su respectivo maestro/ maestra..sencillo, frugal, sincero...,y muy humano! Enseñaron con lo que tenían a mano en aquellos tiempos ,pero no perdonaron algo que adolece bastante ahora, lecturas, buenos dictados, problemas a mansalva con las reglas aprendidas..,memorizar, si, pero que no se nos ha olvidado, los Ríos ,afluentes.., geografía de España, cabos, golfos, provincias etc..las reglas de ortografía y el sistema métrico decimal, qué más quieres? Nos dieron las bases! Además de educación, respeto, convivencia y juegos,! Mi padre fué un gran Maestro, con mano diestra, pero entregado, a él le debo las bases de lo que sé y más recuerdo y después aprendí!
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