Los signos de exclamación no estoy muy
seguro que aparecieran en la inscripción. Quizá sí. En el tobogán de recuerdos
de la adolescencia no todo lo que se rememora en el presente tiene una certeza
real en el pasado. De lo que sí estoy seguro es que la lápida estuvo colocada
durante décadas sobre la fachada de la iglesia, a media altura, a la izquierda
de la entrada.
La foto fija es ésta: la lápida de
mármol blanco, clavada con cuatro clavos enormes, como los que se utilizan de
adorno en las tumbas. En algún momento debieron de ser dorados aunque ahora
aparecen como oxidados. Lo de “Por Dios y por la Patria”, con o sin
exclamaciones, en grandes letras negras, talladas en profundidad sobre la
piedra blanca, imitando la tipografía gótica. A sus pies, esperaba siempre el
señor Honorino, cada domingo y fiesta de guardar, a que el cura tocara la tercera
a misa. En la lápida, uno detrás de otro, los nombres y apellidos de media
docena de personas con sus fechas de fallecimiento. Todos en el corto espacio
de tiempo que va de 1936 a 1939.
No me acuerdo de ninguno de sus nombres,
salvo del de uno, al que, en aquellos años, mediados de los sesenta, consideraba
un héroe en toda regla. Después de todo, aquella media docena de valientes
habían sido los gloriosos vecinos del pueblo que habían batallado contra las
hordas rojas. Desgraciadamente para ellos, no habían llegado a escuchar lo de
“cautivo y desarmado el Ejército rojo” el 1 de abril del 39, así que el mérito,
a mis ojos infantiles de pequeño admirador de la historia hispánica quedaba, si
cabe, redoblado. Habían luchado por la victoria del Generalísimo, pero el
destino, la providencia, el azar, conceptos que en aquella época se resumían,
no había otra, exclusivamente en Dios, les había impedido ondear las banderas
victoriosas.
Hace una treintena de años, Don Ovidio,
el párroco, decidió, muchos lustros antes que nadie oyera hablar en el pueblo
de memoria histórica, retirar la placa. Acaso por estética, quizás por
vergüenza o, puede ser, por un sentido, algo tardío, de reconciliación. De las
dos Españas. ¿Alguien la habrá guardado?
¿Terminó quebrada en algún muladar? ¿Ha servido de relleno para alguna obra
pública? Con su aparente desahucio, al menos en mi memoria, desaparecieron, al
mismo tiempo, los nombres de la media docena de héroes. Excepto el de Ildefonso
Cóbreces Herrero.
Grabado desde entonces en mi memoria por
dos hechos. Primero, que había muerto con apenas 28 años, apenas el doble de
los que tenía yo entonces y, claro está, porque llevaba el apellido de la
familia. ¿Tenía yo un héroe franquista entre mis antepasados? “Somos héroes del mañana / llenos de fe y de
ilusión / y en nuestros pechos arraiga / el más noble y patrio amor”. Con
el paso del tiempo deduje que, posiblemente, ni lo uno ni lo otro. Dudo de que
fuera franquista y dudo de que fuera héroe. Las historias de paladines
patriotas suelen ser mucho más banales y mustias. Triviales, incluso. Salvo que
aquí el destino, la divinidad, la fatalidad se llevó por delante la existencia
de un mozo de veintiocho años. En aras de un sacrificio inútil, huero y
estéril. Morir tan joven no es una trivialidad. Aunque sí lo fueran las causas
y la cadena de acontecimientos que a ello condujeron.
El pueblo, localizado a una cuarentena
de kilómetros del durísimo frente del norte, donde se situaba la cuenca minera
del Cantábrico, inicialmente en manos republicanas, apenas sufrió por la Guerra
Civil. Exagerando un poco, casi fue un oasis en el marco de una indescriptible
tragedia. Al menos, quedó exento de las atrocidades que pasaron tantos otras
aldeas y ciudades, más cercanas y más lejanas, arrasadas por la contienda.
A unos quince kilómetros, del aeródromo
militar de Membrillar, despegaban aviones italianos para bombardear la zona
minera de Barruelo. Contra las paredes de la ermita de Buenavista (se dice
pronto, usar las paredes de una ermita para acribillar a tiros a una persona),
fusilaron a un par de personas arrastradas desde la montaña. En una majada de Villabasta
[ENLACE] tuvo lugar la espantosa matanza de seis civiles, entre los que se
encontraba el maestro de Mudá. Como mal menor, nada comparado con lo anterior,
no había escapatoria, los mozos de Renedo que les correspondía, al estar en
zona nacional, terminaron alistados en uno de los bandos. La geografía había
tirado sus dados. Podía haber sido el otro. Para la mayoría de ellos la
cuestión ideológica, pequeñas rencillas locales al margen, era un asunto
irrelevante. Puede que hasta ignorado.
Así que los más espabilados, cuando oían
el rugido de las destartaladas camionetas de falangistas que venían a enardecer
la vena patriótica -seguramente inexistente- de los que podían empuñar un
fusil, se escabullían entre los robledales del monte o las choperas de la
ribera. Algunos, más previsores, pasaban incluso las noches de finales de julio
y principios de agosto de aquel indecente verano del 36 en los corrales del
Pitano.
Pero Ildefonso no, Ildefonso estaba en
la cama, una mañana de aquel verano fatídico, primera semana de guerra incivil.
Cumpliría 27 años el 8 de octubre. Su madre, Felisa, había escuchado en la
radio muy de mañana, los llamamientos exaltados de los gerifaltes franquistas
para participar en la lucha. Así que ni corta ni perezosa, fue a la alcoba para
despertar a su hijo. Para que, sin demora, cogiera el hatillo y se subiera a la
última camioneta fascista que había venido desde la capital, camino de la
montaña.
Es más que probable que las
exhortaciones de la madre, para con su hijo único, no tuvieran ninguna base
ideológica. Era, simplemente, fruto del enardecimiento de aquellos días de
locura. Un instante de erróneo delirio maternal transformado en disparate fatal
para su propio hijo, al que le costaría la vida, y que, como guinda, acabaría
con la suya propia. Las andanzas militares, durante todo el año siguiente, del
joven Ildefonso me son desconocidas. Salvo su trágico punto final.
Hacia el 15 de diciembre de 1937 el
Ejército Popular de la República, tras acumular una gran cantidad de hombres,
sitió la ciudad de Teruel en poder de los nacionales. Estos resistieron hasta
principios de año, cuando los republicanos terminaron por hacerse con la ciudad
tras una cruenta lucha cuerpo a cuerpo, casa a casa. Por poco tiempo. Hasta el
22 de febrero, donde cerca del río Alfambre, en las inmediaciones de la capital
turolense, sufrieron una derrota que abrió el camino para que los nacionales
llegaran al Mediterráneo. Esto es, con trazos gruesos, la gran historia.
La pequeña historia, por el contrario, de la Batalla de Teruel dice que fue uno de
los inviernos más crudos registrados en España, con nevadas frecuentes por
encima de un metro y temperaturas habituales de -20º, alcanzando ciertas noches
cerca de -40º. Al norte de la ciudad, el frente se extendía a lo largo de un
valle, muy abierto y sin apenas protección, creado por el río Jiloca. En un
pequeño pueblo de este valle, desnudo e inhóspito, está la tumba de Ildefonso
Cóbreces. En el Libro de Difuntos de la parroquia de Renedo, una simple
anotación, sin más detalles: “Murió en
Cella (Teruel), el 20 de enero de 1938”. Y la inscripción en la lápida ya desaparecida.
Entre los 20.000 muertos republicanos y los 17.000 nacionales, como
consecuencia de la batalla, allí quedó uno para siempre. Ildefonso, el de
Renedo, hijo de Arsenio y Felisa. Un 20 de enero.
Dicen que su madre nunca se recuperó del
golpe. Falleció en 1941. Arsenio su padre, le sobrevivió 20 años, junto con dos
hijas más. Arsenio, que treinta años antes, quiso zafarse de la Guerra de Cuba,
pero no reunió el suficiente capital, como hicieron algunos de los quintos,
para eludir -legalmente- cruzar el charco pagando una cierta cantidad de
dinero. Al menos volvió vivo ¡Cuánto dinero no habría dado para que Felisa no
hubiera despertado a su hijo aquella madrugada aciaga del verano del 36! Ildefonso
quien, seguro que para entonces ya había soportado buenas heladas en su valle
natal, no sobrevivió a las heladas aragonesas.
O quizá fue una bala perdida de un
compañero de fatigas. O un tirador de élite de las Brigadas Internacionales. O
un obús disparado entre copos de nieve. Pero, sobre todo y, antes de nada, el ímpetu
fútil de una madre, el sacrificio inane en el altar de un ideal vacuo. Por Dios
y por la Patria.
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