Era
el instante más absorbente y mágico de la semana. Encapsulado en una hora y
media, un par, como mucho, cuando la urbe desprendía la serenidad luminosa y
brillante del domingo recién estrenado. Alejada del caos que, inevitablemente,
la invadiría a finales de la mañana. El huso horario marcaba claramente su
división de los tiempos a partir de las once. El revuelo del tráfico, incluso
el restringido a los peatones en los días festivos, convertiría las aceras y
los elegantes callejones del centro histórico en una ciudad completamente
diferente, ligeramente agobiadora. Como si al desaparecer las sombras de las
fachadas barrocas y renacentistas, al iluminarse las azaleas en los balcones,
la ciudad recobrara, repentinamente, la existencia que durante tres milenios la
había habitado, batallado, sobrevivido, sobre sus siete colinas y en torno al
río, escapándose unos kilómetros más allá, hacia Ostia Antica y el Mare Nostrum
que enmarcó su imperio.
Sobre
todo a finales de mayo, cuando todavía no hacía demasiado calor y a eso de las ocho
de la mañana el sol alumbraba las torres gemelas de Trinitá dei Monti,
justamente detrás, en la culminación del sinuoso ascenso, camino del parque del
Pincio. Al pie de la escalinata, por el lado donde se encuentra la casa que
habitó John Keats, un par de barrenderos se esfuerzan, es un decir, en limpiar
las boñigas dejadas por los caballos que tiran de las carrozellas. Tres de
ellas acaban de llegar, en fila india, por la Vía del Babuino, desde la Piazza
del Popolo. Los conductores han buscado el calor de los primeros rayos del sol que
caen directamente sobre la plaza, tapando la mayor parte de un escaparate de
Missoni.
La
actividad del par de barrenderos, embutidos en un aparatoso uniforme verde, es
cómica. Dan un escobazo, se paran, apoyan las dos manos en un extremo del
mango, uno incluso la barbilla, como si fuera a echar una cabezada y comentan
algo que les hace reír, mientras miran a la estatua de la Inmaculada, inamovible
sobre su pedestal, enfrente de la embajada española ante la Santa Sede. La
corona de flores que colocaron los bomberos, el último ocho de diciembre, en
las manos de la Virgen está marchita, pero incólume. Otro par de escobazos y
otro descanso. Vuelta a empezar. A este ritmo es muy posible que los
excrementos de los caballos permanezcan sobre los históricos adoquines hasta más
allá del mediodía.
Merodean
inquietas un par de turistas orientales -por la forma que llevan el bolso en
banderola, atravesado sobre el vientre y el abrigo por encima (benditas guías
que les precaven desde el mismísimo prólogo de los robos en un santiamén)-
tienen toda la pinta de ser japonesas. Concentradas en sus respectivas guías,
cada una a lo suyo, aunque obviamente hacen la visita en pareja. Finalmente, la
que porta el abrigo de pluma violeta –a todas luces excesivo, ya está aquí la
primavera romana- señala a las abejas que adornan la proa pétrea de la
Barcaccia de Pietro Bernini, padre de. La humedad se ha acumulado durante la
noche en los bordes redondeados, plegados en una elegante curvatura. Quizá obra
del mismísimo Gian Lorenzo, aprendiz
aventajado en el taller paterno. O acaso sea todo consecuencia del paso del
tiempo y del acqua vergine
desbordada, lo que ha terminado por alisar la piedra.
Los
artífices de la última restauración, que ha durado un par de años, han devuelto
a la fontana una notable refulgencia de la caliza original, mucho más blanca de
como la recordaba. Las restauraciones romanas pueden tardar decenios –es
posible que algunas siglos- pero una vez eliminadas las capas del paso de los
años terminan por brillar en todo su esplendor. No cabe duda, de que el sol pálido,
pagado por los Barberini para mayor gloria de la familia y el papado, tal como
se ve ahora esculpido en la misma materia pétrea, debió de ser ya así en el
original de los Bernini.
Me
gusta sentarme, cuando la escalinata está fría, en esta hora fascinantemente
serena de la mañana dominical, aquí, en el receso que conforma la curva barroca,
tras cuatro tramos de escaleras, antes de retomar el tramo final que llega
hasta el obelisco. En el lado derecho, mirando de frente a mi Via dei Condotti.
Las hordas de turistas tardarán algo más de dos horas en aparecer y la piedra
de los escalones todavía no se ha sumergido en la calidez de la luz romana de
finales de primavera. Al pie de la escalinata, el quiosquero está desembalando
La Reppublica y La Gazzetta dello Sport (la Roma favorita esta tarde contra la
Lazio en la ‘partita dal secolo’).
Me
gusta este lado, casi bajo las ventanas por donde supuestamente se asomaba
Keats al fragor romántico de la Roma del XIX, en un punto preciso desde donde
diviso la plaza en toda su amplitud. Lo justo para evitar la vista del McDonald’s
que acaban de inaugurar, tras meses de polémica, en un lateral. A los pies de
la mismísima Inmaculada. Mi Vía dei Condotti, salvo por los rayos que iluminan
algunas de las balconadas de los pisos superiores, en la sección más próxima a
la plaza, completamente en penumbra. Casi en oscuridad en la parte opuesta, la
vecina a la Via del Corso. Resbaladiza y mojada. El camión de la limpieza que
acaba de chorrear el pavimento delante de Bulgari y el Café Greco, ya llega a
la altura de la sede de la Orden de los Caballeros de Malta. Por un momento la
imagen se congela.
Tocan
a misa de nueve en San Carlo Borromeo, también, de forma simultánea, en otra
decena de iglesias, basílicas y capillas. Difícil identificar de donde procede
el tañido de las campanas. Las curvas barrocas de la escalinata, encajonadas
entre las dos hileras de edificios que la bordean crean un eco tan límpido como
indescifrable. Tendría que estar situado mucho más arriba, cerca del carrito
del tipo que anuncia panini y pizza napolitana, a la sombra alargada y
triangular del obelisco, para poder identificar con exactitud su procedencia.
No
conozco otro espacio, ni otra ciudad –eso sí, tiene que ser obligatoriamente a
esta hora y en domingo- donde me sienta tan inmerso en sus plazas, sumergido en
sus calles, identificado con las incontables huellas de su historia
imperecedera. Sabinas, república, César Augusto, Marco Aurelio y los bárbaros,
edades oscuras del papado, mecenas de arte renacentista, el barroco, la
grandeza y la miseria del cristianismo, los tratados de Letrán. La imposibilidad
de abarcar tanta historia en un instante. Al mismo tiempo, la satisfacción de
contemplarla, en realidad de palparla, en cualquier rincón hacia donde se
dirija la mirada. Roma está viva, se
despereza, en su fragilidad perenne, a esta hora donde brilla como lo ha hecho
durante siglos, en estos instantes previos al caos cotidiano, cuando apenas
tiene espectadores que la contemplen.
Mientras
recobran su calidez las fachadas barrocas, de ocre desgastado, al presentir sus
calles milenarias el paso de los primeros batallones invasores de turistas domingueros.
La ciudad aparentemente decrépita, en perpetuo remodelamiento. Un inagotable
resurgimiento de su propia historia y sus huellas. Está adormecida, como si
estuviera viva, esperando entrar en la marabunta de tantos pasos como la
poblarán en menos de un par de horas. Un animal agazapado esperando que el sol
de principios de verano traiga calor a sus plazas, a sus callejuelas y a sus
corsos. Para desgastar sus edificios y monumentos centenarios.
Retomo
mis apuntes sobre las oscuras y laberínticas teorías según las cuales el
Documento Q, se convirtió en Protomarcos y éste a su vez en Marcos. Bendito
Klemens Stock S.J., con su italiano desbordado por un sufrido acento alemán, ése
que le hace reflexionar (¿dudar?) unas milésimas de segundo, apenas
perceptibles, por cada vocablo que pronuncia, antes de llamar nuestra atención
con una pregunta a medias retórica, a medias escandalosa: “¿Sabía, o no, el
propio Jesucristo que era Dios?”. Aunque no creo que muchos de mis colegas se
lleven las manos a la cabeza por tamañas afirmaciones. Ya estamos curados de
espantos, hasta el atlético estudiante de Kinshasa que se sienta a mi lado y
tiene toda la pinta de ser designado, una vez se licencie, para una cátedra
episcopal. Como dice el P. James Swetnam, el profesor de griego, ‘fidens
quarens intellectum’, “mi fe religiosa no está basada en la comprensión de las
Sagradas Escrituras, sino en la enseñanza de la iglesia católica, pero mi
comprensión de la fe depende, en gran medida, de lo que las Sagradas Escrituras
parecen decir”. Ni que decir tiene que esta afirmación tan sibilina sólo podía
proceder de una boca jesuítica. Swetnam, además de gracioso y americano, lo es.
Herr
Vater Klemens Stock lo explicita en su italiano tan reflexivo como modélico: “Sapeva Dio qui era lo stesso Dio?” Hamlet
a mí. “Mateo provendría directamente del Protomarcos
mientras que, para poder explicar ciertas diferencias que hay en Lucas para la
recepción de algunos materiales, el evangelio de Lucas sería el resultado de
una copia del Protomarcos realizada por alguien que también conocía Q y tomó
materiales de él. Esta teoría, a poco que se mire, parece estar insinuando, que
no sería ninguna idiotez por otra parte, la existencia de más de un documento Q”.
No sé si me explico, termina con gracejo, si existiera tal cualidad en un
profesor alemán, aunque no lo parezca, acérrimo defensor de la ortodoxia
eclesial. Lo que nos lleva a discutir en qué momento exacto de la formación,
fuere oral o escrita, del Evangelio de Marcos el concepto de divinidad
cristaliza. “Claro que no todo es tan
fácil como parece si otra teoría afirma que existió un Deuteromarcos, que por
su parte, sería una versión surgida del evangelio de Marcos y, por lo tanto,
intermedia; la cual, junto con el Q, sería la fuente combinada tanto de Mateo
como de Lucas”. No sé si lo entiendo, me digo yo.
No es la primera vez que aprovecho este extraordinario lugar para exprimir
el jugo a mis desafíos académicos. He llegado a la conclusión, aunque acaso
sean ideas mías, de que durante una hora de estudio sentado una mañana de
domingo en la escalinata de la Piazza Spagna aprendo y memorizo –incluso con
las inevitables distracciones de barrenderos y turistas japonesas- de manera
mucho más sólida los recovecos de la crítica literaria en griego que tres horas
en el silencio bibliotecario de la facultad del Pontificio Istituto Biblico. Ni
por asomo puede el bueno de Klemens Stock imaginarse que cuando vaya al examen
oral, una buena parte de la materia ha sido empollada, preferiblemente asumida
y argumentada, mirando de frente a Vía dei Condotti. Sentado en los banzos de Piazza
Spagna.
Aunque esto no es nada nuevo. El año anterior los verbos
polirrizos del griego, así como algunas de las desinencias verbales del hebreo,
también las memoricé subiendo y bajando esta escalinata, camino del Pincio. Antes
de cada examen semestral, especialmente los miércoles donde por una antiquísima
tradición, algunos, en broma, dicen que originada en una bula papal del medioevo,
toca día de descanso en la facultad. A cambio, clase los sábados por la mañana.
Innecesario apuntar que el estudio en un lugar tan popular también tiene sus
contratiempos. Tras la plaza de San Pedro es el lugar más visitado por los
viajeros. No es que a las diez y pico la plaza comience a burbujear con las
primeras avalanchas de turistas. Durante un rato, hasta eso de las once,
resulta soportable. Generalmente son grupos aislados, más bien pequeños que
acuden por su cuenta, siguiendo caminos diversos. Los peores son los que llegan
a partir del mediodía. Entonces, tras los socorridos recorridos matinales,
todos parecen confluir a la misma hora en la Plaza España, aprovechando que a
mediodía algunas iglesias cierran sus puertas o están ocupadas para el culto.
La dificultad principal estriba que en cualquier momento, mientras
declinas mentalmente el aoristo (ἔ-λυ-σα,
ἔ-λυ-σα-ς , ἔ-λυ-σε, ἐ-λύ-σα-μεν, etc.), de
manera inopinada, se te aparezca la
mismísima Audrey Hepburn conduciendo en Vespa, tomando vertiginosamente las
curvas en la plaza Venecia o, todavía más real, se te presente, en toda su
candidez e ingenuidad en esta misma escalinata, con su aire de princesa
levantisca por un día, la falda con los bajos abombados, en blusa blanca, saboreando
un helado, aquí, un par de peldaños más abajo de donde ahora mismo me siento.
Sentada sobre el pretil que separa el bloque central de la majestuosa
escalinata de uno de los laterales, mientras le dice a Gregory Peck: “Podría hacer las cosas que siempre me ha
gustado hacer, (…) no te las puedes ni imaginar, lo que me la gana a lo largo
del día”.
Esto es lo malo que tiene Roma, estás tan tranquilo repasando el
aoristo o la cristología de Marcos y te encuentras haciendo de extra, al lado de la mismísima Audrey Hepburn. O quizá, en un vicolo te das de sopetón con Michelangelo Merisi, embozado en su
capa porque tras pintar el imperioso dedo del Maestro llamando a San Mateo a
seguirle, se va de putas: Incluso te resulta fácil imaginarte con toga al lado
del imperioso Julio César, no aquí,
claro, sino en el Foro, cuando pregunta a Bruto, “¿Tú también, hijo mío?”. De
repente me doy cuenta que me he desviado de la cuestión esencial que me trae de
cabeza esta mañana. ¿Sabía Jesucristo que era Dios o no lo sabía? Pero es un
poco tarde para elucubraciones protoevangélicas. En la plaza ya hay una ruidosa
muchedumbre. La magia se ha evaporado. Casi mejor, echar a correr tras Audrey.
Me tomaré un espresso en el Panteón. Joe
Bradley: [He takes her hand] ... First wish? One sidewalk cafe, comin' right up. I know just the place. Rocca's.
Imaginando que cuando Lucas –no creo que Marcos llegara tan lejos-
andaba por estos lares, con o sin Protomarcos, con o sin Deuteromarcos, las
placas de bronce que recubrían la imponente fachada estaban todavía clavadas en
los muros. Pero después vino el incendio de año 80, la reparación de Domiciano,
la reconstrucción de Trajano, Adriano que lo rehízo por completo. Roma…
Los barrenderos, como era previsible, necesitarán otro par de
ociosas horas para eliminar los excrementos. Retomo Vía Condotti. Lástima de
Vespa. De algún palazzo, tras las ventanas entornadas detrás de las persianas
venecianas, a la altura de la iglesia de
la Santisima Trinitá degli Spagnoli, suena Amedeo Minghi (1950): Come
profumi, che gonna, che bella che sei, /che gambe e che passi sull'asfalto di
Roma /Serenella in questo vento di mare e di pini, /nel nostro anno tra la
guerra e il duemila / dal conservatorio all'università' /la bicicletta non va e
tu che aspetti me con i capelli giù /io li carezzerò seduti al nostro caffè, Serenella
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