domingo, 30 de junio de 2013

Domenica mattina

Era el instante más absorbente y mágico de la semana. Encapsulado en una hora y media, un par, como mucho, cuando la urbe desprendía la serenidad luminosa y brillante del domingo recién estrenado. Alejada del caos que, inevitablemente, la invadiría a finales de la mañana. El huso horario marcaba claramente su división de los tiempos a partir de las once. El revuelo del tráfico, incluso el restringido a los peatones en los días festivos, convertiría las aceras y los elegantes callejones del centro histórico en una ciudad completamente diferente, ligeramente agobiadora. Como si al desaparecer las sombras de las fachadas barrocas y renacentistas, al iluminarse las azaleas en los balcones, la ciudad recobrara, repentinamente, la existencia que durante tres milenios la había habitado, batallado, sobrevivido, sobre sus siete colinas y en torno al río, escapándose unos kilómetros más allá, hacia Ostia Antica y el Mare Nostrum que enmarcó su imperio.

Sobre todo a finales de mayo, cuando todavía no hacía demasiado calor y a eso de las ocho de la mañana el sol alumbraba las torres gemelas de Trinitá dei Monti, justamente detrás, en la culminación del sinuoso ascenso, camino del parque del Pincio. Al pie de la escalinata, por el lado donde se encuentra la casa que habitó John Keats, un par de barrenderos se esfuerzan, es un decir, en limpiar las boñigas dejadas por los caballos que tiran de las carrozellas. Tres de ellas acaban de llegar, en fila india, por la Vía del Babuino, desde la Piazza del Popolo. Los conductores han buscado el calor de los primeros rayos del sol que caen directamente sobre la plaza, tapando la mayor parte de un escaparate de Missoni.

La actividad del par de barrenderos, embutidos en un aparatoso uniforme verde, es cómica. Dan un escobazo, se paran, apoyan las dos manos en un extremo del mango, uno incluso la barbilla, como si fuera a echar una cabezada y comentan algo que les hace reír, mientras miran a la estatua de la Inmaculada, inamovible sobre su pedestal, enfrente de la embajada española ante la Santa Sede. La corona de flores que colocaron los bomberos, el último ocho de diciembre, en las manos de la Virgen está marchita, pero incólume. Otro par de escobazos y otro descanso. Vuelta a empezar. A este ritmo es muy posible que los excrementos de los caballos permanezcan sobre los históricos adoquines hasta más allá del mediodía.

Merodean inquietas un par de turistas orientales -por la forma que llevan el bolso en banderola, atravesado sobre el vientre y el abrigo por encima (benditas guías que les precaven desde el mismísimo prólogo de los robos en un santiamén)- tienen toda la pinta de ser japonesas. Concentradas en sus respectivas guías, cada una a lo suyo, aunque obviamente hacen la visita en pareja. Finalmente, la que porta el abrigo de pluma violeta –a todas luces excesivo, ya está aquí la primavera romana- señala a las abejas que adornan la proa pétrea de la Barcaccia de Pietro Bernini, padre de. La humedad se ha acumulado durante la noche en los bordes redondeados, plegados en una elegante curvatura. Quizá obra del  mismísimo Gian Lorenzo, aprendiz aventajado en el taller paterno. O acaso sea todo consecuencia del paso del tiempo y del acqua vergine desbordada, lo que ha terminado por alisar la piedra.

Los artífices de la última restauración, que ha durado un par de años, han devuelto a la fontana una notable refulgencia de la caliza original, mucho más blanca de como la recordaba. Las restauraciones romanas pueden tardar decenios –es posible que algunas siglos- pero una vez eliminadas las capas del paso de los años terminan por brillar en todo su esplendor. No cabe duda, de que el sol pálido, pagado por los Barberini para mayor gloria de la familia y el papado, tal como se ve ahora esculpido en la misma materia pétrea, debió de ser ya así en el original de los Bernini.

Me gusta sentarme, cuando la escalinata está fría, en esta hora fascinantemente serena de la mañana dominical, aquí, en el receso que conforma la curva barroca, tras cuatro tramos de escaleras, antes de retomar el tramo final que llega hasta el obelisco. En el lado derecho, mirando de frente a mi Via dei Condotti. Las hordas de turistas tardarán algo más de dos horas en aparecer y la piedra de los escalones todavía no se ha sumergido en la calidez de la luz romana de finales de primavera. Al pie de la escalinata, el quiosquero está desembalando La Reppublica y La Gazzetta dello Sport (la Roma favorita esta tarde contra la Lazio en la ‘partita dal secolo’).

Me gusta este lado, casi bajo las ventanas por donde supuestamente se asomaba Keats al fragor romántico de la Roma del XIX, en un punto preciso desde donde diviso la plaza en toda su amplitud. Lo justo para evitar la vista del McDonald’s que acaban de inaugurar, tras meses de polémica, en un lateral. A los pies de la mismísima Inmaculada. Mi Vía dei Condotti, salvo por los rayos que iluminan algunas de las balconadas de los pisos superiores, en la sección más próxima a la plaza, completamente en penumbra. Casi en oscuridad en la parte opuesta, la vecina a la Via del Corso. Resbaladiza y mojada. El camión de la limpieza que acaba de chorrear el pavimento delante de Bulgari y el Café Greco, ya llega a la altura de la sede de la Orden de los Caballeros de Malta. Por un momento la imagen se congela.

Tocan a misa de nueve en San Carlo Borromeo, también, de forma simultánea, en otra decena de iglesias, basílicas y capillas. Difícil identificar de donde procede el tañido de las campanas. Las curvas barrocas de la escalinata, encajonadas entre las dos hileras de edificios que la bordean crean un eco tan límpido como indescifrable. Tendría que estar situado mucho más arriba, cerca del carrito del tipo que anuncia panini y pizza napolitana, a la sombra alargada y triangular del obelisco, para poder identificar con exactitud su procedencia.
No conozco otro espacio, ni otra ciudad –eso sí, tiene que ser obligatoriamente a esta hora y en domingo- donde me sienta tan inmerso en sus plazas, sumergido en sus calles, identificado con las incontables huellas de su historia imperecedera. Sabinas, república, César Augusto, Marco Aurelio y los bárbaros, edades oscuras del papado, mecenas de arte renacentista, el barroco, la grandeza y la miseria del cristianismo, los tratados de Letrán. La imposibilidad de abarcar tanta historia en un instante. Al mismo tiempo, la satisfacción de contemplarla, en realidad de palparla, en cualquier rincón hacia donde se dirija la mirada.  Roma está viva, se despereza, en su fragilidad perenne, a esta hora donde brilla como lo ha hecho durante siglos, en estos instantes previos al caos cotidiano, cuando apenas tiene espectadores que la contemplen.

Mientras recobran su calidez las fachadas barrocas, de ocre desgastado, al presentir sus calles milenarias el paso de los primeros batallones invasores de turistas domingueros. La ciudad aparentemente decrépita, en perpetuo remodelamiento. Un inagotable resurgimiento de su propia historia y sus huellas. Está adormecida, como si estuviera viva, esperando entrar en la marabunta de tantos pasos como la poblarán en menos de un par de horas. Un animal agazapado esperando que el sol de principios de verano traiga calor a sus plazas, a sus callejuelas y a sus corsos. Para desgastar sus edificios y monumentos centenarios.

Retomo mis apuntes sobre las oscuras y laberínticas teorías según las cuales el Documento Q, se convirtió en Protomarcos y éste a su vez en Marcos. Bendito Klemens Stock S.J., con su italiano desbordado por un sufrido acento alemán, ése que le hace reflexionar (¿dudar?) unas milésimas de segundo, apenas perceptibles, por cada vocablo que pronuncia, antes de llamar nuestra atención con una pregunta a medias retórica, a medias escandalosa: “¿Sabía, o no, el propio Jesucristo que era Dios?”. Aunque no creo que muchos de mis colegas se lleven las manos a la cabeza por tamañas afirmaciones. Ya estamos curados de espantos, hasta el atlético estudiante de Kinshasa que se sienta a mi lado y tiene toda la pinta de ser designado, una vez se licencie, para una cátedra episcopal. Como dice el P. James Swetnam, el profesor de griego, ‘fidens quarens intellectum’, “mi fe religiosa no está basada en la comprensión de las Sagradas Escrituras, sino en la enseñanza de la iglesia católica, pero mi comprensión de la fe depende, en gran medida, de lo que las Sagradas Escrituras parecen decir”. Ni que decir tiene que esta afirmación tan sibilina sólo podía proceder de una boca jesuítica. Swetnam, además de gracioso y americano, lo es.

Herr Vater Klemens Stock lo explicita en su italiano tan reflexivo como modélico: “Sapeva Dio qui era lo stesso Dio?” Hamlet a mí. “Mateo provendría directamente del Protomarcos mientras que, para poder explicar ciertas diferencias que hay en Lucas para la recepción de algunos materiales, el evangelio de Lucas sería el resultado de una copia del Protomarcos realizada por alguien que también conocía Q y tomó materiales de él. Esta teoría, a poco que se mire, parece estar insinuando, que no sería ninguna idiotez por otra parte, la existencia de más de un documento Q”. No sé si me explico, termina con gracejo, si existiera tal cualidad en un profesor alemán, aunque no lo parezca, acérrimo defensor de la ortodoxia eclesial. Lo que nos lleva a discutir en qué momento exacto de la formación, fuere oral o escrita, del Evangelio de Marcos el concepto de divinidad cristaliza. “Claro que no todo es tan fácil como parece si otra teoría afirma que existió un Deuteromarcos, que por su parte, sería una versión surgida del evangelio de Marcos y, por lo tanto, intermedia; la cual, junto con el Q, sería la fuente combinada tanto de Mateo como de Lucas”. No sé si lo entiendo, me digo yo.

No es la primera vez que aprovecho este extraordinario lugar para exprimir el jugo a mis desafíos académicos. He llegado a la conclusión, aunque acaso sean ideas mías, de que durante una hora de estudio sentado una mañana de domingo en la escalinata de la Piazza Spagna aprendo y memorizo –incluso con las inevitables distracciones de barrenderos y turistas japonesas- de manera mucho más sólida los recovecos de la crítica literaria en griego que tres horas en el silencio bibliotecario de la facultad del Pontificio Istituto Biblico. Ni por asomo puede el bueno de Klemens Stock imaginarse que cuando vaya al examen oral, una buena parte de la materia ha sido empollada, preferiblemente asumida y argumentada, mirando de frente a Vía dei Condotti. Sentado en los banzos de Piazza Spagna.

Aunque esto no es nada nuevo. El año anterior los verbos polirrizos del griego, así como algunas de las desinencias verbales del hebreo, también las memoricé subiendo y bajando esta escalinata, camino del Pincio. Antes de cada examen semestral, especialmente los miércoles donde por una antiquísima tradición, algunos, en broma, dicen que originada en una bula papal del medioevo, toca día de descanso en la facultad. A cambio, clase los sábados por la mañana. Innecesario apuntar que el estudio en un lugar tan popular también tiene sus contratiempos. Tras la plaza de San Pedro es el lugar más visitado por los viajeros. No es que a las diez y pico la plaza comience a burbujear con las primeras avalanchas de turistas. Durante un rato, hasta eso de las once, resulta soportable. Generalmente son grupos aislados, más bien pequeños que acuden por su cuenta, siguiendo caminos diversos. Los peores son los que llegan a partir del mediodía. Entonces, tras los socorridos recorridos matinales, todos parecen confluir a la misma hora en la Plaza España, aprovechando que a mediodía algunas iglesias cierran sus puertas o están ocupadas para el culto.

La dificultad principal estriba que en cualquier momento, mientras declinas mentalmente el aoristo (ἔ-λυ-σα, ἔ-λυ-σα-ς , ἔ-λυ-σε, ἐ-λύ-σα-μεν, etc.), de manera inopinada,  se te aparezca la mismísima Audrey Hepburn conduciendo en Vespa, tomando vertiginosamente las curvas en la plaza Venecia o, todavía más real, se te presente, en toda su candidez e ingenuidad en esta misma escalinata, con su aire de princesa levantisca por un día, la falda con los bajos abombados, en blusa blanca, saboreando un helado, aquí, un par de peldaños más abajo de donde ahora mismo me siento. Sentada sobre el pretil que separa el bloque central de la majestuosa escalinata de uno de los laterales, mientras le dice a Gregory Peck: “Podría hacer las cosas que siempre me ha gustado hacer, (…) no te las puedes ni imaginar, lo que me la gana a lo largo del día”.

Esto es lo malo que tiene Roma, estás tan tranquilo repasando el aoristo o la cristología de Marcos y te encuentras haciendo de extra, al lado de la mismísima Audrey Hepburn. O quizá, en un vicolo te das de sopetón con Michelangelo Merisi, embozado en su capa porque tras pintar el imperioso dedo del Maestro llamando a San Mateo a seguirle, se va de putas: Incluso te resulta fácil imaginarte con toga al lado del imperioso  Julio César, no aquí, claro, sino en el Foro, cuando pregunta a Bruto, “¿Tú también, hijo mío?”.  De repente me doy cuenta que me he desviado de la cuestión esencial que me trae de cabeza esta mañana. ¿Sabía Jesucristo que era Dios o no lo sabía? Pero es un poco tarde para elucubraciones protoevangélicas. En la plaza ya hay una ruidosa muchedumbre. La magia se ha evaporado. Casi mejor, echar a correr tras Audrey. Me tomaré un espresso en el Panteón. Joe Bradley: [He takes her hand] ... First wish? One sidewalk cafe, comin' right up. I know just the place. Rocca's.

Imaginando que cuando Lucas –no creo que Marcos llegara tan lejos- andaba por estos lares, con o sin Protomarcos, con o sin Deuteromarcos, las placas de bronce que recubrían la imponente fachada estaban todavía clavadas en los muros. Pero después vino el incendio de año 80, la reparación de Domiciano, la reconstrucción de Trajano, Adriano que lo rehízo por completo. Roma…

Los barrenderos, como era previsible, necesitarán otro par de ociosas horas para eliminar los excrementos. Retomo Vía Condotti. Lástima de Vespa. De algún palazzo, tras las ventanas entornadas detrás de las persianas venecianas,  a la altura de la iglesia de la Santisima Trinitá degli Spagnoli, suena Amedeo Minghi (1950): Come profumi, che gonna, che bella che sei, /che gambe e che passi sull'asfalto di Roma /Serenella in questo vento di mare e di pini, /nel nostro anno tra la guerra e il duemila / dal conservatorio all'università' /la bicicletta non va e tu che aspetti me con i capelli giù /io li carezzerò seduti al nostro caffè, Serenella


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