lunes, 24 de junio de 2013

Con las cartas puestas

El pueblo está en una hondonada. Rodeado de montañas, las primeras estribaciones realmente escarpadas de los Picos de Europa. En verano es gris y oscuro, incluso en los días más luminosos. En invierno los tonos grisáceos de las calles, incluso los verdosos de la alameda que bordea el río, se agudizan, se tornan más oscuros y graves. Impenetrables en la neblina que desciende desde las cumbres. Las minas de carbón, que exhalaron su último aliento hace ya cuarenta años, han desaparecido por completo. Las fachadas de las casas todavía portan las huellas del polvo ennegrecido que despedía la antracita. En las laderas, que acompañan la bajada a la hondonada, los frondosos robledales todavía no han conseguido cicatrizar las heridas de las bocaminas por las que, durante medio siglo de gloria negra, la tierra escupió su riqueza.

El hogar de ancianos, un sólido edificio con una marcada arquitectura franquista, se asienta en el centro del pueblo, al lado del ayuntamiento que por algún extraño milagro presupuestario está siendo levantado en el espacio que hasta hace bien poco, aún sin serlo, hacía de plaza mayor. Delante de la rampa de acceso al hogar del pensionista, una escultura, vagamente cubista, en hierro de forja, recuerda a los cientos de mineros heroicos, los que durante decenios fueron el alma y corazón de toda la cuenca, en la linde con la provincia leonesa. El hogar está levantado sobre unos pilotes de hormigón armado bajo los cuales se enzarzan decenas de gatos en la estación de celo y, en las tardes alargadas del verano, algunos niños juegan al escondite. Los ventanales que recorren los dos costados, el que encara al norte, hacia la montaña y la calle principal, y el otro que se abre hacia el este, a la plaza del futuro ayuntamiento, amarillean con la luz cálida y espesa del anochecer. Los días comienzan a estirarse, incluso en este recoveco de montañas con sus sombras alargadas. Finales de abril.

Los aires de tango y pasodoble se alternan en el lector de cederom donde Ascindino, el portero, entrado en la cincuentena, hace de improvisado pinchadiscos, todos los sábados –salvo los meses de verano- a partir de las siete. Hoy, baile. Anuncia el cartel a la entrada, entre esquelas de fallecidos recientes. Las de mineros con insuficiencias respiratorias y viudas con carencias sentimentales. Los recordatorios honrando a los que pasaron a mejor vida, en tamaño folio, parecen haber sido impresos por el mismo patrón informático. Desbordan el panel de cristal de la puerta de entrada y cubren parte del ladrillo que la enmarca. Riguroso blanco y negro en la cenefa de la hoja en A4, la cruz en la cabecera, la foto del fallecido, su rostro recortado sobre un oval, detalles de los familiares doloridos, lugares con horas de las celebraciones de funerales, entierros y aniversarios variados. Hay uno que incluso rememora el décimo aniversario del fallecimiento de Elifio Pastor. Los deudos ruegan una oración por su alma.

El baile sabático está llegando a su apogeo. Manolo Escobar campa a sus anchas en el trasteado sistema de megafonía. Hay algunas parejas estables, entradas en años, que bailan una canción tras otra, salvo por los pequeños descansos que necesita el ordenanza para sustituir a Manolo Escobar por Julio Iglesias. Y la siguiente es un tango. Aparentemente los gustos de Ascindino, el portero, son más bien eclécticos en su clasicismo de mediados del siglo pasado. El resto de ancianos, las mujeres emperifolladas y ellos encorbatados, como si fuera la fiesta de Santa Bárbara, la patrona local, se van turnando en la elección de pareja.

La mayor parte, incluso, o quizá pese a sus dolencias y artrosis dispersas por articulaciones y columnas, danzan con un admirable aire de elegancia, como sólo los viejos, ligeramente encorvados, saben deslizarse sobre el pavimento enlosado. Pasos aprendidos hace más de medio siglo sobre las eras de trilla, en los bailes del vermú, donde se honraban a los variopintos santos patrones y vírgenes diversas de pueblos y aldeas. De repente, Ascindino debe haberse equivocado de cajita de cedé, suena melosa y romántica la voz extrañamente moderna de Alejandro Sanz. Los primeros compases se entremezclan con el ruido de las sillas removidas sobre el suelo de baldosa, mientras se conforman de nuevo las parejas y los pies se adaptan al ritmo de “Corasón partío”.

En el otro extremo del salón, el más cercano a la barra, un hombre con las cartas en la mano juega al solitario. Completamente ajeno a los dilemas amorosos del cantante madrileño. Sinforiano hace ya más de treinta años que dejó de picar en la mina, y desde hace veinte, invariablemente, todos los días en los que el hogar del pensionista abre sus puertas, todos los días del año, salvo los lunes, Navidad y Año Nuevo, ocupa la misma mesa para hacer su solitario, mientras bebe, nunca pide otra cosa, un mosto. Antes lo pagaba en pesetas, una a una. Desde que llegó el euro, por alguna extraña razón que nunca ha explicado, lo abona religiosamente en monedas de diez céntimos. Si alguna vez no le alcanzan los diez céntimos, recurre a las monedas de cinco. Sólo en un par de raras ocasiones pagó con las de cincuenta céntimos. “Ya lo ves, que no hay dos sin tres /que la vida va y viene y que no se detiene.../ y, que se yo, pero miénteme aunque sea / dime que algo queda entre nosotros dos”.

Sinforiano, todos lo afirman, es más bien raro. Pero al fin y al cabo, no se mete con nadie. Si le dirigen la palabra, responde cortésmente con un “buenas tardes” o lo que proceda, si no, tal como viene, se va. Sin mediar palabra. Salvo con Basilisa, la pizpireta camarera entrada en los cuarenta que, conoce de carrerilla los pequeños rituales de Sinforiano. Cuando le ve entrar por la puerta, saca el mazo de cartas españolas que le tiene reservado en un pequeño cajoncito debajo de la barra. Sinforiano viene y, tras musitar, “Buenas tardes, Basi”, así es como todo el mundo la llama, toma las cartas y ocupa su mesa al lado de la chimenea. Un lugar discreto donde nadie le molesta, ni molesta a nadie. La chimenea nunca se enciende, al menos desde que se puso la calefacción central de gasóleo.

Basilisa ya sabe que una vez que extienda cuatro filas delante de él, como un reloj, Sinforiano, algunos le llaman “el Sinfo”, pedirá el acostumbrado mosto. Sólo entonces, ni antes, ni después. “Basi, ¿me traes el mosto?”. Basi que lleva muchos años tratando –batallando, dice ella, con los viejos del lugar- tiene un insondable sentido del humor, a prueba de cascarrabias, manías de la vejez y quejas indecibles. Desde las políticas –el poso socialista de muchos de los viejos, que vivieron de adolescentes un duro y cercano frente de batalla en la cuenca minera durante la Guerra Civil, se remueve a diario contra el actual gobierno de derechas- hasta las más chismosas sobre si la Eudovigis “se ha arrimao al Valeriano, pero nunca se casarán para seguir cobrando sus respectivas pensiones”.

Ya hace un par de años que la Basi se ha apostado con Ascindino que si un día, el Sinfo –algunos le llaman también por el apodo familiar, “el chicharrero”- por una extraña conjunción de casualidades u olvidos no pide un mosto, ella tendrá el gusto y placer de invitar a una ronda a toda la parroquia. De lo que en ese bien hallado día, pida el Sinfo. “Lo mismo para todos, si el Sinfo pide guisqui, prometo que un guisqui para todos, Ascin”. Aunque de momento tal excentricidad no se ha producido ni parece que tenga visos de producirse. Esta noche, tampoco.

En el mismo instante que la Basi deposita el vaso con el mosto sobre la mesa, delante de las cuatro filas de cartas (“aquí lo tienes Sinfo”), el Sinfo, sin decir oste ni moste, se desliza desde la silla y se desploma con un golpe seco sobre el pavimento, como un fardo. La silla de madera no se ha movido ni un milímetro, sigue en su sitio. Como si una fuerza misteriosa le hubiera empujado fuera del asiento. Con Alejandro Sanz a todo volumen, nadie, salvo ella, se ha percatado del incidente. El Sinfo, tal cual ha caído, en posición semifetal, apoyado en un costado, un brazo a lo largo del tronco, el otro por encima de la cabeza tiene el rostro lívido. De la boca entreabierta sale una espumilla blanca que tiene muy mala pinta. Pésima. Durante unos treinta segundos, más tarde ella dirá que fueron como cinco minutos, la Basi resta paralizada. Inmóvil, contemplando el carrusel de los ancianos bailando al fondo de la sala. Por un momento, se le pasa por la cabeza que ella también se va a desmayar. Respira hondo a la vez que murmura para sí: “Ay va, la hostia”. Sin saber realmente qué hacer.

Finalmente, divisa al fondo del salón a Ascindino, que ocupado en reordenar sus cajas y sus cedés, tampoco se ha dado cuenta de nada. La Basi cree por un momento que la música se ha parado en seco, a la vez que el chicharrero se desplomaba, pero no es así. Alejandro ataca la última estrofa “dime si tú te vas, dime cariño mío, / ¿quién me va a curar el corazón partío?” Sólo entonces Ascindino asume que algo raro está pasando. Los aspavientos y, en pocos instantes, los gritos de la Basi son inconfundibles: “Ascin, Ascin, deja la música, vente aquí, joder”. Ascindino atraviesa el salón. Lo que coincide con el final de “Corasón partío”. Con una servilleta de papel limpia la baba que sale de la boca del chicharrero, toca con su pulgar la yugular del caído y como si fuera un experto forense, declara de manera tajante, no sin cierto aire de solemnidad: “Éste se ha ido para el otro barrio”, eufemismo usado comúnmente en la comarca para señalar la muerte de alguien.

La Basi entra en un estado de agitación notable. “Hay que hacer algo, Ascin, hay que hacer algo”. A lo que Ascin, algo cariacontecido, pero sin perder la calma responde: “Qué hostias quieres que hagamos, ha estirado la pata”. Como mucho llamar a la funeraria y a sus hijos, añade.

Los abuelos bailarines se miran extrañados sin entender por qué la fiesta, que hace unos momentos estaba en todo su apogeo, no continúa. Así que uno más voluntarioso y entendido en aparatos electrónicos aprieta un botón al azar y comienza a sonar Paquito el Chocolatero. Ascin deja con cuidado la cabeza del muerto sobre el pavimento frío y viene a paso rápido hasta el aparato de música que algunos de los ancianos todavía, rememorando el vocabulario antiguo se empeñan en llamar, no sin nostalgia, el picú. Ascin, que ha tomado el mando -ha pasado de ordenanza a capitán general en menos de cinco minutos- no se anda con muchas explicaciones. “Les ruego que salgan a la calle, el baile se ha acabado”, le acaba de salir el tono perentorio del alguacil de su pueblo que lo fué.

Cuando alguno de los viejos, de los que protestan por todo, renquea, sus órdenes son estentóreas. “Se ha muerto el chicharrero, a la calle, todo el mundo a la puta calle, a la puta calle he dicho”. Y en voz más neutral a la Basi: “Voy a avisar a su hijo, debe de tener la pescadería todavía abierta”. “No me dejes a solas con el muerto, joder”, protesta la Basi. Pero en un santiamén, Ascindino ya está en medio de la plaza. Aunque cojea ligeramente con su pierna derecha, y ya anda cerca de los sesenta, se apresura a cruzar la calle principal para comunicar la mala nueva a los familiares. Sólo en ese momento, la Basi se da cuenta de que el Sinfo, inerte, sobre el suelo que ha recogido su peso muerto, sigue agarrado con fuerza tenaz a los cuatro naipes que tenía en su mano izquierda para terminar el solitario que nunca completará. Como si le fuera la vida en ello.

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