El pueblo está en una
hondonada. Rodeado de montañas, las primeras estribaciones realmente escarpadas
de los Picos de Europa. En verano es gris y oscuro, incluso en los días más
luminosos. En invierno los tonos grisáceos de las calles, incluso los verdosos
de la alameda que bordea el río, se agudizan, se tornan más oscuros y graves. Impenetrables
en la neblina que desciende desde las cumbres. Las minas de carbón, que exhalaron
su último aliento hace ya cuarenta años, han desaparecido por completo. Las
fachadas de las casas todavía portan las huellas del polvo ennegrecido que despedía
la antracita. En las laderas, que acompañan la bajada a la hondonada, los frondosos
robledales todavía no han conseguido cicatrizar las heridas de las bocaminas
por las que, durante medio siglo de gloria negra, la tierra escupió su riqueza.
El hogar de ancianos, un
sólido edificio con una marcada arquitectura franquista, se asienta en el
centro del pueblo, al lado del ayuntamiento que por algún extraño milagro
presupuestario está siendo levantado en el espacio que hasta hace bien poco,
aún sin serlo, hacía de plaza mayor. Delante de la rampa de acceso al hogar del
pensionista, una escultura, vagamente cubista, en hierro de forja, recuerda a
los cientos de mineros heroicos, los que durante decenios fueron el alma y
corazón de toda la cuenca, en la linde con la provincia leonesa. El hogar está
levantado sobre unos pilotes de hormigón armado bajo los cuales se enzarzan decenas
de gatos en la estación de celo y, en las tardes alargadas del verano, algunos
niños juegan al escondite. Los ventanales que recorren los dos costados, el que
encara al norte, hacia la montaña y la calle principal, y el otro que se abre
hacia el este, a la plaza del futuro ayuntamiento, amarillean con la luz cálida
y espesa del anochecer. Los días comienzan a estirarse, incluso en este
recoveco de montañas con sus sombras alargadas. Finales de abril.
Los aires de tango y
pasodoble se alternan en el lector de cederom donde Ascindino, el portero,
entrado en la cincuentena, hace de improvisado pinchadiscos, todos los sábados –salvo
los meses de verano- a partir de las siete. Hoy, baile. Anuncia el cartel a la
entrada, entre esquelas de fallecidos recientes. Las de mineros con
insuficiencias respiratorias y viudas con carencias sentimentales. Los
recordatorios honrando a los que pasaron a mejor vida, en tamaño folio, parecen
haber sido impresos por el mismo patrón informático. Desbordan el panel de
cristal de la puerta de entrada y cubren parte del ladrillo que la enmarca. Riguroso
blanco y negro en la cenefa de la hoja en A4, la cruz en la cabecera, la foto
del fallecido, su rostro recortado sobre un oval, detalles de los familiares
doloridos, lugares con horas de las celebraciones de funerales, entierros y
aniversarios variados. Hay uno que incluso rememora el décimo aniversario del
fallecimiento de Elifio Pastor. Los deudos ruegan una oración por su alma.
El baile sabático está
llegando a su apogeo. Manolo Escobar campa a sus anchas en el trasteado sistema
de megafonía. Hay algunas parejas estables, entradas en años, que bailan una
canción tras otra, salvo por los pequeños descansos que necesita el ordenanza para
sustituir a Manolo Escobar por Julio Iglesias. Y la siguiente es un tango. Aparentemente
los gustos de Ascindino, el portero, son más bien eclécticos en su clasicismo
de mediados del siglo pasado. El resto de ancianos, las mujeres emperifolladas
y ellos encorbatados, como si fuera la fiesta de Santa Bárbara, la patrona
local, se van turnando en la elección de pareja.
La mayor parte, incluso,
o quizá pese a sus dolencias y artrosis dispersas por articulaciones y
columnas, danzan con un admirable aire de elegancia, como sólo los viejos,
ligeramente encorvados, saben deslizarse sobre el pavimento enlosado. Pasos
aprendidos hace más de medio siglo sobre las eras de trilla, en los bailes del
vermú, donde se honraban a los variopintos santos patrones y vírgenes diversas de
pueblos y aldeas. De repente, Ascindino debe haberse equivocado de cajita de
cedé, suena melosa y romántica la voz extrañamente moderna de Alejandro Sanz.
Los primeros compases se entremezclan con el ruido de las sillas removidas
sobre el suelo de baldosa, mientras se conforman de nuevo las parejas y los pies
se adaptan al ritmo de “Corasón partío”.
En el otro extremo del
salón, el más cercano a la barra, un hombre con las cartas en la mano juega al
solitario. Completamente ajeno a los dilemas amorosos del cantante madrileño.
Sinforiano hace ya más de treinta años que dejó de picar en la mina, y desde
hace veinte, invariablemente, todos los días en los que el hogar del
pensionista abre sus puertas, todos los días del año, salvo los lunes, Navidad
y Año Nuevo, ocupa la misma mesa para hacer su solitario, mientras bebe, nunca
pide otra cosa, un mosto. Antes lo pagaba en pesetas, una a una. Desde que
llegó el euro, por alguna extraña razón que nunca ha explicado, lo abona
religiosamente en monedas de diez céntimos. Si alguna vez no le alcanzan los
diez céntimos, recurre a las monedas de cinco. Sólo en un par de raras ocasiones
pagó con las de cincuenta céntimos. “Ya
lo ves, que no hay dos sin tres /que la vida va y viene y que no se detiene.../
y, que se yo, pero miénteme aunque sea / dime que algo queda entre nosotros
dos”.
Sinforiano, todos lo afirman,
es más bien raro. Pero al fin y al cabo, no se mete con nadie. Si le dirigen la
palabra, responde cortésmente con un “buenas tardes” o lo que proceda, si no,
tal como viene, se va. Sin mediar palabra. Salvo con Basilisa, la pizpireta camarera
entrada en los cuarenta que, conoce de carrerilla los pequeños rituales de
Sinforiano. Cuando le ve entrar por la puerta, saca el mazo de cartas españolas
que le tiene reservado en un pequeño cajoncito debajo de la barra. Sinforiano
viene y, tras musitar, “Buenas tardes, Basi”, así es como todo el mundo la
llama, toma las cartas y ocupa su mesa al lado de la chimenea. Un lugar
discreto donde nadie le molesta, ni molesta a nadie. La chimenea nunca se
enciende, al menos desde que se puso la calefacción central de gasóleo.
Basilisa ya sabe que una
vez que extienda cuatro filas delante de él, como un reloj, Sinforiano, algunos
le llaman “el Sinfo”, pedirá el acostumbrado mosto. Sólo entonces, ni antes, ni
después. “Basi, ¿me traes el mosto?”. Basi que lleva muchos años tratando –batallando,
dice ella, con los viejos del lugar- tiene un insondable sentido del humor, a
prueba de cascarrabias, manías de la vejez y quejas indecibles. Desde las
políticas –el poso socialista de muchos de los viejos, que vivieron de
adolescentes un duro y cercano frente de batalla en la cuenca minera durante la
Guerra Civil, se remueve a diario contra el actual gobierno de derechas- hasta
las más chismosas sobre si la Eudovigis “se ha arrimao al Valeriano, pero nunca
se casarán para seguir cobrando sus respectivas pensiones”.
Ya hace un par de años
que la Basi se ha apostado con Ascindino que si un día, el Sinfo –algunos le
llaman también por el apodo familiar, “el chicharrero”- por una extraña
conjunción de casualidades u olvidos no pide un mosto, ella tendrá el gusto y
placer de invitar a una ronda a toda la parroquia. De lo que en ese bien
hallado día, pida el Sinfo. “Lo mismo para todos, si el Sinfo pide guisqui, prometo
que un guisqui para todos, Ascin”. Aunque de momento tal excentricidad no se ha
producido ni parece que tenga visos de producirse. Esta noche, tampoco.
En el mismo instante que la
Basi deposita el vaso con el mosto sobre la mesa, delante de las cuatro filas
de cartas (“aquí lo tienes Sinfo”), el Sinfo, sin decir oste ni moste, se desliza
desde la silla y se desploma con un golpe seco sobre el pavimento, como un
fardo. La silla de madera no se ha movido ni un milímetro, sigue en su sitio.
Como si una fuerza misteriosa le hubiera empujado fuera del asiento. Con
Alejandro Sanz a todo volumen, nadie, salvo ella, se ha percatado del
incidente. El Sinfo, tal cual ha caído, en posición semifetal, apoyado en un
costado, un brazo a lo largo del tronco, el otro por encima de la cabeza tiene
el rostro lívido. De la boca entreabierta sale una espumilla blanca que tiene
muy mala pinta. Pésima. Durante unos treinta segundos, más tarde ella dirá que
fueron como cinco minutos, la Basi resta paralizada. Inmóvil, contemplando el
carrusel de los ancianos bailando al fondo de la sala. Por un momento, se le
pasa por la cabeza que ella también se va a desmayar. Respira hondo a la vez
que murmura para sí: “Ay va, la hostia”. Sin saber realmente qué hacer.
Finalmente, divisa al
fondo del salón a Ascindino, que ocupado en reordenar sus cajas y sus cedés,
tampoco se ha dado cuenta de nada. La Basi cree por un momento que la música se
ha parado en seco, a la vez que el chicharrero se desplomaba, pero no es así.
Alejandro ataca la última estrofa “dime
si tú te vas, dime cariño mío, / ¿quién me va a curar el corazón partío?”
Sólo entonces Ascindino asume que algo raro está pasando. Los aspavientos y, en
pocos instantes, los gritos de la Basi son inconfundibles: “Ascin, Ascin, deja
la música, vente aquí, joder”. Ascindino atraviesa el salón. Lo que coincide
con el final de “Corasón partío”. Con una servilleta de papel limpia la baba
que sale de la boca del chicharrero, toca con su pulgar la yugular del caído y
como si fuera un experto forense, declara de manera tajante, no sin cierto aire
de solemnidad: “Éste se ha ido para el otro barrio”, eufemismo usado comúnmente
en la comarca para señalar la muerte de alguien.
La Basi entra en un
estado de agitación notable. “Hay que hacer algo, Ascin, hay que hacer algo”. A
lo que Ascin, algo cariacontecido, pero sin perder la calma responde: “Qué
hostias quieres que hagamos, ha estirado la pata”. Como mucho llamar a la
funeraria y a sus hijos, añade.
Los abuelos bailarines se
miran extrañados sin entender por qué la fiesta, que hace unos momentos estaba
en todo su apogeo, no continúa. Así que uno más voluntarioso y entendido en
aparatos electrónicos aprieta un botón al azar y comienza a sonar Paquito el
Chocolatero. Ascin deja con cuidado la cabeza del muerto sobre el pavimento frío
y viene a paso rápido hasta el aparato de música que algunos de los ancianos
todavía, rememorando el vocabulario antiguo se empeñan en llamar, no sin nostalgia,
el picú. Ascin, que ha tomado el mando -ha pasado de ordenanza a capitán general
en menos de cinco minutos- no se anda con muchas explicaciones. “Les ruego que
salgan a la calle, el baile se ha acabado”, le acaba de salir el tono
perentorio del alguacil de su pueblo que lo fué.
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