El tío Ladislao era el mayor de diez hermanos. En realidad, el primogénito había sido Esteban pero éste murió apenas nacido, así que Ladislao se convirtió en el mayor de los que vinieron después: Benigno, Valeriana, Silvino, Nicolasa, Feliciana, Severina, Alejandro y Emilio. Una familia numerosa, como tantas otras de la época. Hacia mediados del siglo, las condiciones de vida habían mejorado notablemente, la mortandad infantil disminuido y casi siempre había un trozo de hogaza que llevarse a la boca. Tener más hijos que alimentar era, ciertamente, una dificultad añadida en unos tiempos de por sí harto difíciles pero, a cambio, las familias disponían de un mano de obra hogareña, sin costos, empeñada en pequeñas tareas de apoyo durante la época escolar, convirtiéndose en mano de obra a tiempo completo desde los catorce o quince años. En esto, los padres, Mariano y Nicolasa no eran muy diferentes de las otras familias del pueblo: tener más hijos o mejor dicho, tener la fortuna de que estos sobrevivieran a la infancia, significaba más bocas que alimentar, pero al mismo tiempo disponían de más brazos a la hora de amorenar la siega.
Vino al mundo el 3 de
septiembre de 1871, cuando los días comenzaban a acortarse y el calor del verano
daba paso a noches más largas y frescas. Era la época en que el pueblo olía a
paja por cada rincón. Aunque los agosteros procuraban que no se cayera el tamo
desde los carros apalancados con tableros de roble en los laterales, su traqueteo
sobre los cantos de las calles, especialmente, si como ocurría con frecuencia,
septiembre entraba con las primeras lluvias, se terminaban por crear pequeñas
hileras de montoncitos con la paja derramada. Los chavales regresaban de la escuela
a sus casas haciendo lo posible para pisotear en cada salto los montoncillos de
paja. Recién trillada, reseca por los calores del estío, el olor de las cañas
de centeno o avena trituradas resultaba inconfundible.
En realidad, el mes en
que nació el tío Ladislao, como de adulto se le conocería en el pueblo, resulta
irrelevante. No así el año. Ni que los padres, Mariano y Nicolasa a través de
herencias familiares habían conseguido amasar, para los modestos niveles de
riqueza de la aldea, una pequeña fortuna. Cuatro parcelas en la vega, a caballo
entre los dos ríos, donde se cultivaba el lino, una docena de fincas de roturo
para cereal, en el lindero del monte y algunas parcelas más diminutas cerca del
caserío de Mazuelas, amén de tres colmenares perdidos en los robledales, signo
–al menos así eran considerados- de considerable riqueza y alcurnia. Esto les
permitía disponer de dos pares de vacas, de las llamadas del país, con las
cuales, en época de siembra o cosecha podían intensificar y acelerar las tareas
del campo. De esta manera, estaban entre los primeros en sembrar, de los
primeros en segar, y otro tanto a la hora de aparvar el grano en la era. Algo
que en teoría –en realidad nadie estaba a salvo de las inclemencias del tiempo-
les pillaba con la mies en la era –no más allá de la fiesta de Santiago- y así evitar
las pavorosas y frecuentes tormentas de últimos de julio. Si alguien tenía la
mala suerte de que pasaran con su cortina de granizo por sus pagos con la mies
todavía enhiesta y seca, podía dar por perdida la recogida del fruto. Como
consecuencia pasar un año apurado, rozando la hambruna, más aún con tantas
bocas que alimentar.
Hacia principios de 1891
cuando empezaban a librarse batallas decisivas en el Imperio donde el sol ya estaba
en su ocaso, principalmente en las Filipinas y Cuba, la quinta del tío
Ladislao, con 20 años fue llamada a filas. Desde 1878 se había vuelto a
instaurar el reclutamiento obligatorio mediante la Ley Constitutiva del
Ejército. Como el servicio militar duraba 8 años, de los cuales cuatro en
activo y cuatro en la reserva, la mayor parte de las veces en Ultramar o el
norte de África, el descosido en la ajustada mano de obra familiar era enorme.
Eso sin contar con lo más grave, que los mozos de reemplazo terminaran sus días
al otro lado del charco o en los agrestes escarpados rifeños. Espacios
geográficos que nadie en el pueblo, sabría exactamente donde situar. El
reclutamiento obligatorio tenía notables exenciones, aunque en el pueblo no más
de tres o cuatro familias podían acceder a ellas. Si tenías posibles éstos se
exprimían al máximo. Incluso vendiendo alguna finca con tal de que el vástago
no saliera de la aldea a batallar en alguna ignota jungla filipina.
Y los padres del tío
Ladislao, se podían permitir el lujo de la exención mediante el sencillo, pero
caro método, de la “sustitución”, buscar a alguien más empobrecido que uno
mismo, en el pueblo o en alguna de las aldeas de los alrededores, para que
hiciera los 8 años de rigor por ti. Pagando una determinada cantidad se dejaba
al propio hijo a salvo de cualquier bala de los insurrectos o de los peligros
de una travesía marítima no siempre segura. Para entonces, a diferencia de lo
que había ocurrido hasta hacía bien poco, la “sustitución” ya no podía ser
asumida por cualquier hijo de vecino, ni siquiera pagando, sólo a hermanos o
primos carnales. Ser sustituido por un familiar tan directo, ya no resultaba
tan atractivo.
Así que Nicolasa y
Mariano, previsores y cautos por naturaleza fuera en la venta de la cosecha al
almacenero del partido judicial o en la compra de los lechones de destete en la
feria de Saldaña, también lo habían sido en la pretensión de que Ladislao evitara
a toda costa la temida llamada a filas. Desde los 15 años habían estado pagando
una cuota mensual de 3,90 pesetas mensuales –una auténtica fortuna- a La Unión
Española de Barcelona, un seguro para la “redención” del servicio militar.
“Esta compañía tiene establecida en favor de los niños y jóvenes de todas las
edades hasta los 18 años la inscripción preventiva de quintas de pago mensual,
trimestral o anual a voluntad de los interesados, por pequeñas cuotas adquieren
la liberación del servicio militar que en su día les corresponda”. Para
alcanzar los 6.000 reales con los que obtener la redención en metálico completa,
los progenitores se vieron obligados a vender uno de los linares de la vega, lo
que hicieron de buen grado y dieron por bien empleado.
Algo que no pudieron conseguir,
por falta de medios, Julián e Isabel los padres de Arsenio, nacido en el mismo
año y compañero infatigable de Ladislao hasta que el cupo le envió a Cuba, partiendo
del cercano puerto de Santander, y desde donde no volvió hasta la aparatosa derrota
de 1898. Sin mala baba, aunque no vacías de orgullo, a los quintos que se
fueron en 1890 les sacaron unas coplillas que decían: "Si te toca te jodes
/ que te tienes que ir / que tu madre no tiene
/ dos mil reales pá tí, / a la guerra del moro / a que luches por mí".
Que fuera el moro o los rebeldes mestizos habaneros parecía no tener gran
importancia para los cupletistas locales.
Esta era la misma
coplilla que con mucho regusto y no poco resabio el tío Arsenio, el que se fue
obligado a Cuba, le cantaba a grito pelado, 50 años después al tío Ladislao,
entre el jolgorio y bullicio de la mayor parte de los vecinos que se
apelotonaban al pie del balcón de la casa del alcalde. Esta casa, gemela de la
de al lado, que ocupaba el párroco, eran de propiedad municipal y sólo se usaba
en las grandes ocasiones –el alcalde, el señor Sinforiano vivía en la casa de
ladrillo que tenía al lado de la carretera- y ésta era, por así decirlo, una
gloriosa ocasión. Uno de abril de 1940: España celebra hoy el primer
aniversario de la culminación de su Cruzada contra las hordas bolcheviques.
Nadie sabía explicar con
claridad las razones por las cuales el tío Ladislao, redimido por 2.000 reales de
las guerras del fin del Imperio vestía ahora, recién planchada y en resplandeciente
azul marino –incluyendo en el bolsillo de la izquierda la insignia metálica con
el yugo y las flechas- la camisola falangista. Algunos afirmaban que aquello era
natural, se contaba entre los más pudientes del pueblo; otros que se topó, por
pura casualidad, con la comitiva del Gobernador Civil en la carretera un día
que venía de hacer la sementera y sobre la marcha éste le nombró jefe del
fascio local, los menos afirmaban que a sus 69 años no tenía otra obsesión que
desquitarse, de alguna manera, de cualquier manera, el deshonor y la afrenta de
no haber acudido a la llamada de la patria cincuenta años antes. Ni siquiera el
propio Ladislao que tenía fama de bocazas sabía explicar muy bien las razones
de su reciente y ferviente adscripción política. La Guerra Civil le había
pillado un poco mayor y toda su ideología política parecía resumirse en el excesivo
gasto –se ve que no había entrado en el “kit” entregado inopinadamente por el
gobernador civil- que le había significado adquirir en la capital la insignia
metálica del yugo y las flechas. “Rediós con estos cabroncetes, me han hecho
pagar 40 duros”.
Insignia que Demetria, su
beatífica esposa, había abrillantado con Sidol nada más levantarse aquella
mañana, con el esmero y cuidado que abrillantaba las patenas del tesoro sacro
de la parroquia. Eso que Demetria le llevaba echando la bronca desde que llegó
la carta del Gobernador Civil conminando al tío Ladislao a dirigirse a la
población local, tras el toque de campanas y finalizada la misa mayor, para
exaltar la gloriosa victoria del Alzamiento Nacional hacía justamente un año.
“Ladislaoooo, le gritaba Demetria, que tú no estás pa políticas, lo tuyo es destripar terrones, no hacer discursos”.
Pero el tío Ladislao estaba decidido a cumplir con las obligaciones de preboste
de la falange local –conformada por él mismo y otro par de convecinos- que el
Caudillo le pedía, a través del Gobernador Civil, en tan fausta efeméride.
Entre mujeres, hombres y
escolares –la jornada era vacacional por decreto del Generalísimo- había cerca
de 200 almas esperando, algunos con contenida ansiedad, otros con sorpresa y
los más en medio de un notable jolgorio, que el tío Ladislao comenzara su
discurso. Cuando el tío Ladislao apareció, flamante en su uniforme sobre la
balconada, el griterío se intensificó, a la vez que los niños, a instancias del
maestro, agitaban las banderas de papel que habían decorado en la escuela con
los colores nacionales. ¡Que hable, que hable el tío Ladislao!, gritaba la
señora Plautila que en sus años mozos estuvo a punto de desposarlo. Finalmente,
la señora Demetria, con la que finalmente se casó, había preferido quedarse en
casa para no sufrir la vergüenza de ver a su marido vitoreado ¿abucheado? por sus
paisanos. Sospechaba la señora Demetria que primer aniversario del fin de la
Cruzada o no, los vecinos se desmandarían en cuanto el tío Ladislao se plantara
en el balcón municipal. Como así ocurrió ¡Ladislao a tus zapatos, zapatero!, le
animaba, por decir algo, con una voz carrasposa y estentórea el señor Jovino
que con 25 años recién cumplidos había sufrido la guerra en el durísimo frente
de Teruel. ¡Eso, eso¡ se envalentonaron otros entre risotadas. “Si te toca, te
jodes”, canturreaba –en un estribillo único e interminable, su amigo de
infancia y juventud, el tío Arsenio
En verdad, el tío
Ladislao estaba pasando las de Caín. Pese a la edad hacía gala de una abundante
cabellera, apenas canosa. Había acudido el día anterior al barbero para que le
perfilara el bigote y se había afeitado como si fuera a celebrar la fiesta del
santo patrón. El sudor que, incluso desde abajo, se advertía como resbalaba por
las patillas comenzaba a empapar el cuello de la camisa azul. Tras no pocos
esfuerzos –pese al color azul oscuro se notaba el remojón de sudor en las
axilas, tal que hubiera estado toda la mañana segando en los trigales- terminó
por apoyarse en el enrejado del balcón con la mano izquierda. El tío Arsenio no
callaba con de lo “si te toca, te jodes”. Los niños terminaron por cansarse,
pese a las exhortaciones del maestro, de agitar las banderolas. Poco a poco,
entre siseos de las mujeres y las órdenes del señor cura que ocupaba la primera
fila de los congregados, termino por hacerse el silencio. Lo que permitía, si
cabe, advertir en mayor medida, el temblor y el nerviosismo del tío Ladislao.
Hizo un primer gesto, abrió la boca, pero su garganta no le respondió. Ni una
sóla palabra, en un segundo intento, aunque los más cercanos al balcón, según
dijeron después jugando al subastao, creyeron percibir alguna palabra sin saber
exactamente cúal, hasta que por fin, con muchos esfuerzos, como los que hace un
tartamudo para hablar, se le oyó articular perfectamente y en una voz ronca
pero cristalina: ¡Camaraaaadas…!”
Eso fue todo. Tal cual,
mientras comenzaba a levantar el brazo derecho para saludar como había visto hacer
en la capital, se desplomó. Inerte, como un pelele –era notablemente grueso y
el balcón considerablemente estrecho- para quedarse medio apeado contra las
rejas del balcón. No fue nada fácil descender el cadáver a la planta baja para
llevarlo a su casa, donde se hizo el velatorio esa noche, antes de enterrarlo a
la mañana siguiente con la misma camisa azul con la que había fallecido como
“un falangista ejemplar”, al decir del telegrama que enviaron del gobierno
civil. El asunto había sido demasiado serio como para tornarse en cómico, pero
durante años, la muerte, para ser exactos, la forma del fallecimiento del tío
Ladislao fue pábulo que a hurtadillas, en el bar, los mozos parodiaban con
frecuencia –tras dos o tres jarras de vino- entre gran jarana. En la memoria de
los que entonces éramos niños, de los que agitaban las banderolas rojo y gualda
con el escudo imperial torpemente trazado, se nos quedó grabada la imagen sepia
–hasta muchos años después no pude colorear de azul la camisa del tío Ladislao-
de sus dos brazos, uno agarrado al balcón para evitar que se percibiera el
temblor que le agitaba, el otro a media altura, si cabe más convulso y agitado.
Hace unos días buscando
el libro de texto de Formación del Espíritu Nacional que usábamos en el
internado (uno que tenía, véte a saber por qué, la estatua del Doncel de
Siguenza en la portada) me encontré una cajita con la insignia del yugo y las
flechas de mi tío Ladislao. El paso del tiempo y la humedad del desván la ha
rendido ennegrecida y algo mohosa. Pero, por lo demás, es la misma que mi tía
Demetria insistió por activa y pasiva para que no fuera con mi tío Ladislao al
hoyo. “¡Camaradas…!”
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