domingo, 20 de octubre de 2013

El tío Ladislao, falangista hasta el último aliento


El tío Ladislao era el mayor de diez hermanos. En realidad, el primogénito había sido Esteban pero éste murió apenas nacido, así que Ladislao se convirtió en el mayor de los que vinieron después: Benigno, Valeriana, Silvino, Nicolasa, Feliciana, Severina, Alejandro y Emilio. Una familia numerosa, como tantas otras de la época. Hacia mediados del siglo, las condiciones de vida habían mejorado notablemente, la mortandad infantil disminuido y casi siempre había un trozo de hogaza que llevarse a la boca. Tener más hijos que alimentar era, ciertamente, una dificultad añadida en unos tiempos de por sí harto difíciles pero, a cambio, las familias disponían de un mano de obra hogareña, sin costos, empeñada en pequeñas tareas de apoyo durante la época escolar, convirtiéndose en mano de obra a tiempo completo desde los catorce o quince años. En esto, los padres, Mariano y Nicolasa no eran muy diferentes de las otras familias del pueblo: tener más hijos o mejor dicho, tener la fortuna de que estos sobrevivieran a la infancia, significaba más bocas que alimentar, pero al mismo tiempo disponían de más brazos a la hora de amorenar la siega.

Vino al mundo el 3 de septiembre de 1871, cuando los días comenzaban a acortarse y el calor del verano daba paso a noches más largas y frescas. Era la época en que el pueblo olía a paja por cada rincón. Aunque los agosteros procuraban que no se cayera el tamo desde los carros apalancados con tableros de roble en los laterales, su traqueteo sobre los cantos de las calles, especialmente, si como ocurría con frecuencia, septiembre entraba con las primeras lluvias, se terminaban por crear pequeñas hileras de montoncitos con la paja derramada. Los chavales regresaban de la escuela a sus casas haciendo lo posible para pisotear en cada salto los montoncillos de paja. Recién trillada, reseca por los calores del estío, el olor de las cañas de centeno o avena trituradas resultaba inconfundible.

En realidad, el mes en que nació el tío Ladislao, como de adulto se le conocería en el pueblo, resulta irrelevante. No así el año. Ni que los padres, Mariano y Nicolasa a través de herencias familiares habían conseguido amasar, para los modestos niveles de riqueza de la aldea, una pequeña fortuna. Cuatro parcelas en la vega, a caballo entre los dos ríos, donde se cultivaba el lino, una docena de fincas de roturo para cereal, en el lindero del monte y algunas parcelas más diminutas cerca del caserío de Mazuelas, amén de tres colmenares perdidos en los robledales, signo –al menos así eran considerados- de considerable riqueza y alcurnia. Esto les permitía disponer de dos pares de vacas, de las llamadas del país, con las cuales, en época de siembra o cosecha podían intensificar y acelerar las tareas del campo. De esta manera, estaban entre los primeros en sembrar, de los primeros en segar, y otro tanto a la hora de aparvar el grano en la era. Algo que en teoría –en realidad nadie estaba a salvo de las inclemencias del tiempo- les pillaba con la mies en la era –no más allá de la fiesta de Santiago- y así evitar las pavorosas y frecuentes tormentas de últimos de julio. Si alguien tenía la mala suerte de que pasaran con su cortina de granizo por sus pagos con la mies todavía enhiesta y seca, podía dar por perdida la recogida del fruto. Como consecuencia pasar un año apurado, rozando la hambruna, más aún con tantas bocas que alimentar.

Hacia principios de 1891 cuando empezaban a librarse batallas decisivas en el Imperio donde el sol ya estaba en su ocaso, principalmente en las Filipinas y Cuba, la quinta del tío Ladislao, con 20 años fue llamada a filas. Desde 1878 se había vuelto a instaurar el reclutamiento obligatorio mediante la Ley Constitutiva del Ejército. Como el servicio militar duraba 8 años, de los cuales cuatro en activo y cuatro en la reserva, la mayor parte de las veces en Ultramar o el norte de África, el descosido en la ajustada mano de obra familiar era enorme. Eso sin contar con lo más grave, que los mozos de reemplazo terminaran sus días al otro lado del charco o en los agrestes escarpados rifeños. Espacios geográficos que nadie en el pueblo, sabría exactamente donde situar. El reclutamiento obligatorio tenía notables exenciones, aunque en el pueblo no más de tres o cuatro familias podían acceder a ellas. Si tenías posibles éstos se exprimían al máximo. Incluso vendiendo alguna finca con tal de que el vástago no saliera de la aldea a batallar en alguna ignota jungla filipina.

Y los padres del tío Ladislao, se podían permitir el lujo de la exención mediante el sencillo, pero caro método, de la “sustitución”, buscar a alguien más empobrecido que uno mismo, en el pueblo o en alguna de las aldeas de los alrededores, para que hiciera los 8 años de rigor por ti. Pagando una determinada cantidad se dejaba al propio hijo a salvo de cualquier bala de los insurrectos o de los peligros de una travesía marítima no siempre segura. Para entonces, a diferencia de lo que había ocurrido hasta hacía bien poco, la “sustitución” ya no podía ser asumida por cualquier hijo de vecino, ni siquiera pagando, sólo a hermanos o primos carnales. Ser sustituido por un familiar tan directo, ya no resultaba tan atractivo.

Así que Nicolasa y Mariano, previsores y cautos por naturaleza fuera en la venta de la cosecha al almacenero del partido judicial o en la compra de los lechones de destete en la feria de Saldaña, también lo habían sido en la pretensión de que Ladislao evitara a toda costa la temida llamada a filas. Desde los 15 años habían estado pagando una cuota mensual de 3,90 pesetas mensuales –una auténtica fortuna- a La Unión Española de Barcelona, un seguro para la “redención” del servicio militar. “Esta compañía tiene establecida en favor de los niños y jóvenes de todas las edades hasta los 18 años la inscripción preventiva de quintas de pago mensual, trimestral o anual a voluntad de los interesados, por pequeñas cuotas adquieren la liberación del servicio militar que en su día les corresponda”. Para alcanzar los 6.000 reales con los que obtener la redención en metálico completa, los progenitores se vieron obligados a vender uno de los linares de la vega, lo que hicieron de buen grado y dieron por bien empleado.

Algo que no pudieron conseguir, por falta de medios, Julián e Isabel los padres de Arsenio, nacido en el mismo año y compañero infatigable de Ladislao hasta que el cupo le envió a Cuba, partiendo del cercano puerto de Santander, y desde donde no volvió hasta la aparatosa derrota de 1898. Sin mala baba, aunque no vacías de orgullo, a los quintos que se fueron en 1890 les sacaron unas coplillas que decían: "Si te toca te jodes / que te tienes que ir / que tu madre no tiene  / dos mil reales pá tí, / a la guerra del moro / a que luches por mí". Que fuera el moro o los rebeldes mestizos habaneros parecía no tener gran importancia para los cupletistas locales.

Esta era la misma coplilla que con mucho regusto y no poco resabio el tío Arsenio, el que se fue obligado a Cuba, le cantaba a grito pelado, 50 años después al tío Ladislao, entre el jolgorio y bullicio de la mayor parte de los vecinos que se apelotonaban al pie del balcón de la casa del alcalde. Esta casa, gemela de la de al lado, que ocupaba el párroco, eran de propiedad municipal y sólo se usaba en las grandes ocasiones –el alcalde, el señor Sinforiano vivía en la casa de ladrillo que tenía al lado de la carretera- y ésta era, por así decirlo, una gloriosa ocasión. Uno de abril de 1940: España celebra hoy el primer aniversario de la culminación de su Cruzada contra las hordas bolcheviques.

Nadie sabía explicar con claridad las razones por las cuales el tío Ladislao, redimido por 2.000 reales de las guerras del fin del Imperio vestía ahora, recién planchada y en resplandeciente azul marino –incluyendo en el bolsillo de la izquierda la insignia metálica con el yugo y las flechas- la camisola falangista. Algunos afirmaban que aquello era natural, se contaba entre los más pudientes del pueblo; otros que se topó, por pura casualidad, con la comitiva del Gobernador Civil en la carretera un día que venía de hacer la sementera y sobre la marcha éste le nombró jefe del fascio local, los menos afirmaban que a sus 69 años no tenía otra obsesión que desquitarse, de alguna manera, de cualquier manera, el deshonor y la afrenta de no haber acudido a la llamada de la patria cincuenta años antes. Ni siquiera el propio Ladislao que tenía fama de bocazas sabía explicar muy bien las razones de su reciente y ferviente adscripción política. La Guerra Civil le había pillado un poco mayor y toda su ideología política parecía resumirse en el excesivo gasto –se ve que no había entrado en el “kit” entregado inopinadamente por el gobernador civil- que le había significado adquirir en la capital la insignia metálica del yugo y las flechas. “Rediós con estos cabroncetes, me han hecho pagar 40 duros”.

Insignia que Demetria, su beatífica esposa, había abrillantado con Sidol nada más levantarse aquella mañana, con el esmero y cuidado que abrillantaba las patenas del tesoro sacro de la parroquia. Eso que Demetria le llevaba echando la bronca desde que llegó la carta del Gobernador Civil conminando al tío Ladislao a dirigirse a la población local, tras el toque de campanas y finalizada la misa mayor, para exaltar la gloriosa victoria del Alzamiento Nacional hacía justamente un año. “Ladislaoooo, le gritaba Demetria, que tú no estás pa políticas, lo tuyo es destripar terrones, no hacer discursos”. Pero el tío Ladislao estaba decidido a cumplir con las obligaciones de preboste de la falange local –conformada por él mismo y otro par de convecinos- que el Caudillo le pedía, a través del Gobernador Civil, en tan fausta efeméride.

Entre mujeres, hombres y escolares –la jornada era vacacional por decreto del Generalísimo- había cerca de 200 almas esperando, algunos con contenida ansiedad, otros con sorpresa y los más en medio de un notable jolgorio, que el tío Ladislao comenzara su discurso. Cuando el tío Ladislao apareció, flamante en su uniforme sobre la balconada, el griterío se intensificó, a la vez que los niños, a instancias del maestro, agitaban las banderas de papel que habían decorado en la escuela con los colores nacionales. ¡Que hable, que hable el tío Ladislao!, gritaba la señora Plautila que en sus años mozos estuvo a punto de desposarlo. Finalmente, la señora Demetria, con la que finalmente se casó, había preferido quedarse en casa para no sufrir la vergüenza de ver a su marido vitoreado ¿abucheado? por sus paisanos. Sospechaba la señora Demetria que primer aniversario del fin de la Cruzada o no, los vecinos se desmandarían en cuanto el tío Ladislao se plantara en el balcón municipal. Como así ocurrió ¡Ladislao a tus zapatos, zapatero!, le animaba, por decir algo, con una voz carrasposa y estentórea el señor Jovino que con 25 años recién cumplidos había sufrido la guerra en el durísimo frente de Teruel. ¡Eso, eso¡ se envalentonaron otros entre risotadas. “Si te toca, te jodes”, canturreaba –en un estribillo único e interminable, su amigo de infancia y juventud, el tío Arsenio

En verdad, el tío Ladislao estaba pasando las de Caín. Pese a la edad hacía gala de una abundante cabellera, apenas canosa. Había acudido el día anterior al barbero para que le perfilara el bigote y se había afeitado como si fuera a celebrar la fiesta del santo patrón. El sudor que, incluso desde abajo, se advertía como resbalaba por las patillas comenzaba a empapar el cuello de la camisa azul. Tras no pocos esfuerzos –pese al color azul oscuro se notaba el remojón de sudor en las axilas, tal que hubiera estado toda la mañana segando en los trigales- terminó por apoyarse en el enrejado del balcón con la mano izquierda. El tío Arsenio no callaba con de lo “si te toca, te jodes”. Los niños terminaron por cansarse, pese a las exhortaciones del maestro, de agitar las banderolas. Poco a poco, entre siseos de las mujeres y las órdenes del señor cura que ocupaba la primera fila de los congregados, termino por hacerse el silencio. Lo que permitía, si cabe, advertir en mayor medida, el temblor y el nerviosismo del tío Ladislao. Hizo un primer gesto, abrió la boca, pero su garganta no le respondió. Ni una sóla palabra, en un segundo intento, aunque los más cercanos al balcón, según dijeron después jugando al subastao, creyeron percibir alguna palabra sin saber exactamente cúal, hasta que por fin, con muchos esfuerzos, como los que hace un tartamudo para hablar, se le oyó articular perfectamente y en una voz ronca pero cristalina: ¡Camaraaaadas…!”

Eso fue todo. Tal cual, mientras comenzaba a levantar el brazo derecho para saludar como había visto hacer en la capital, se desplomó. Inerte, como un pelele –era notablemente grueso y el balcón considerablemente estrecho- para quedarse medio apeado contra las rejas del balcón. No fue nada fácil descender el cadáver a la planta baja para llevarlo a su casa, donde se hizo el velatorio esa noche, antes de enterrarlo a la mañana siguiente con la misma camisa azul con la que había fallecido como “un falangista ejemplar”, al decir del telegrama que enviaron del gobierno civil. El asunto había sido demasiado serio como para tornarse en cómico, pero durante años, la muerte, para ser exactos, la forma del fallecimiento del tío Ladislao fue pábulo que a hurtadillas, en el bar, los mozos parodiaban con frecuencia –tras dos o tres jarras de vino- entre gran jarana. En la memoria de los que entonces éramos niños, de los que agitaban las banderolas rojo y gualda con el escudo imperial torpemente trazado, se nos quedó grabada la imagen sepia –hasta muchos años después no pude colorear de azul la camisa del tío Ladislao- de sus dos brazos, uno agarrado al balcón para evitar que se percibiera el temblor que le agitaba, el otro a media altura, si cabe más convulso y agitado.

Hace unos días buscando el libro de texto de Formación del Espíritu Nacional que usábamos en el internado (uno que tenía, véte a saber por qué, la estatua del Doncel de Siguenza en la portada) me encontré una cajita con la insignia del yugo y las flechas de mi tío Ladislao. El paso del tiempo y la humedad del desván la ha rendido ennegrecida y algo mohosa. Pero, por lo demás, es la misma que mi tía Demetria insistió por activa y pasiva para que no fuera con mi tío Ladislao al hoyo. “¡Camaradas…!”


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