El cementerio, situado en un altozano al lado del
río ha conservado, pese a la reciente reforma, su antigua estructura. Todo un
monumento a la levedad de la existencia y una loa a la importancia de las tierras
comunales. Todo un manifiesto, popular y tangible, en contra de la propiedad privada. Hace muchos años se enterraba en la Iglesia, tal y como afirman los
libros parroquiales. Hacia 1700, alguna autoridad decidió que los muertos
descansarían mejor, seguramente sin caer en la fácil metáfora, al lado de la
corriente del río que va a dar en la mar… El pequeño rectángulo que conforma el
camposanto no tiene dueño. Ni un centímetro cuadrado de la tierra sagrada
pertenece a nadie. El que muere va ocupando su pequeña cuadrícula de eternidad
por estricto orden cronológico de defunción, como en la escritura japonesa, de
derecha a izquierda y de arriba hacia abajo, como si de una hoja de pergamino,
escribible y borrable una y otra vez, se tratara. Este mismo orden se aplicaba
a los nonatos, a quienes les estaba reservado un espacio más cerca de la
entrada y del pueblo, como si quisieran estar más cerca de sus sufrientes
progenitores.
Cuando la población rondaba las 500 almas, lo que en
el pueblo llamaban “dar la vuelta al cementerio” debía durar unos 50 años. Como
nadie poseía la tierra, cuando llegaba el turno de ser enterrado en un
determinado espacio, el pico y la pala, ésta era del tipo denominado ‘de cavar’,
se ponían mano a la
obra. Generalmente media docena de mozos, algunos familiares
directos, y los voluntarios de siempre. Es posible que en una determinada época
hasta hubiera un enterrador. Medían la superficie con una cuerda, la misma que se
utilizaba para alinear los surcos de patatas en la vega a fin de que la caja de
pino cupiera sobradamente en el agujero. En invierno con la humedad y el barro,
pese al metro y medio de hondura, había peligro de hundimiento, así que se
apuntalaban las paredes con estacas de roble. En verano, el problema era la
dureza de la arcilla reseca por los ardores veraniegos. Al ir cavando, iban
saliendo a la luz los huesos del antiguo enterrado. Estaba claro que la tierra,
pese a lo que dicen algunos, no era para quien la había trabajado. Ni siquiera
en el más allá.
Como no existía el lujo de las lápidas, a lo más, a
lo más, alguna cruz de hierro para los más pudientes, el paso de los años hacía
difícil saber a quien pertenecían los huesos desenterrados. En medio de las
tumbas se alumbraban acalorados debates de si aquí fue enterrada esta persona o
la otra. “Que no, cojona, la tía Eudovigis está enterrada dos más allá”,
aseveraba el señor Severino que tenía tan malas pulgas como pésima memoria. A
lo que el tío Porfirio, a quien no le faltaba el buen humor –entrado en años
hacía cálculos de donde terminaría por dar con sus huesos cansados de pastor-
respondía, sólo por llevarle la contraria: “Cagüen sanquintín, mira que tienes
la testa dura, ¿eh?”. Evidentemente, la ventaja en el conocimiento sobre quien
yacía en el espacio que se acomodaba para el nuevo muerto, siempre correspondía
a los más ancianos. A los niños nos fascinaba ver, aunque fuera por encima de
las tapias encaladas, no nos dejaban acercarnos demasiado, la extracción de los
cráneos y los húmeros. A veces parece que sólo salían esas partes del cuerpo.
Sin muchos miramientos estos eran arrojados a una especie de reservado,
localizado en la parte derecha del camposanto y apropiadamente llamada osario.
A veces hacíamos apuestas para ver si alguien de
noche era capaz de saltar el muro, lo cual hubiera significado una enorme
hazaña, y acercarse al osario a recoger una la misteriosa calavera de algún
muerto a quien nunca habíamos conocido, lo que se consideraba una hazaña
inenarrable. Las apuestas se hablaban, pero nunca se llevaban a la práctica,
aunque siempre circulaban leyendas de mozos osados que en alguna noche de
invierno, plena de aburrimiento y acaso rebosante de alcohol, se habían atrevido
a penetrar en el sancta sanctorum de
los muertos vecinales. Pero ¿quién sabe si eso era cierto?.
La otra parte importante del sepelio se producía en
casa del finado o la finada, aunque de esta parte más bien reservada a las mujeres
tengo menos memorias. El luto negro, con amplios faldones y pañuelo al cuello
era de absoluto rigor, al menos un año, en las mujeres más cercanas a la familia. Las viudas
se vestían de negro para el resto de sus días. A mi bisabuela, por ejemplo, no
la conocí con otra indumentaria. Los allegados, convecinos y visitantes de los
pueblos cercanos se apelotonaban en el cuartón de la planta baja, si era
invierno, o en la portada en verano, alrededor del féretro colocado sobre el
tajo en el que para San Martín se estazaba el cerdo. Esto es menos dramático de
lo que parece. La altura y dimensiones del tablón se adaptaba a las mil
maravillas al ataúd, cepillado a toda prisa por la garlopa del señor Agapito,
el carpintero. Bastaba oir el triste tañido de las campanas a muerto para que
el señor Agapito se pusiera manos a la obra.
Los chicos veníamos acompañando al cura, de riguroso
morado en estola, casulla y bonete. Los que portaban los ciriales y la cruz a
la cabeza, mientras otro monaguillo caminaba a la izquierda del reverendo para
que este pudiera asperjar con el hisopo el féretro mientras algunos sollozos
entrecortados y un silencio sobrecogedor envolvían la escena, signo de que la
ceremonia representaba una extrema gravedad, si bien en nuestra mentalidad
infantil, salvo si eran de un familiar muy cercano, no era sino una función más
en los periódicos y abundantes rituales eclesiales de la infancia. Naturalmente
nos contagiaba el ambiente entristecido de los presentes y observar al muerto
en la sencilla caja de pino. Observar la lividez del difunto, aseado y
revestido con la chaqueta de pana que se ponía para la fiesta del santo patrón,
nos inquietaba. Contemplar inerte a alguien que hacía pocos días habíamos visto
trayendo el carro de miés a la era, mientras el cura entonaba los responsos de
carrerilla, nos volvía cariacontecidos y serio; pero al final la propinilla, que siempre nos
caía por ser ceremonia tan especial, rápidamente disipaba nuestras melancolías.
Una vez ejecutados los ritos de rigor en casa del
difunto, éste era transportado por los mozos –los mismos que sacaban las andas
del patrón el día de la fiesta mayor- hasta la iglesia, tras cerrar la tapa de
la caja que ya no se abriría más, sin que el cura reposara un instante de sus
latines y recomendaciones para que el finado fuera acogido en la gloria de la
corte celestial. Aumentaban entonces ligeramente los sollozos de los
familiares, aunque siempre contenidos y sin aspavientos. Las campanas volvían a
su repique alternado, acelerando el ritmo hasta que el campanero no podía ir
más deprisa. Entonces, volvía a empezar despacito. La procesión funeraria
entraba en la iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario