No he visto otra ciudad tan cosmopolita
como Jerusalén. En el sentido más pleno de la palabra: abierta, étnica, multicultural
y, aunque ahora parezca poco creíble en los tiempos que corren, maravillosamente
tolerante. Herencia de haber sido una encrucijada de la historia durante
milenios. La genética de tantos invasores, a su vez invadidos por los
siguientes usurpadores. A su manera, eso
sí. Es cierto que era a finales de los ochenta y ahora los vaivenes políticos,
ya complicados entonces, han hecho de la Ciudad Santa por excelencia, una perla
insondable que se recubre, para no perecer, acercándose a los seis mil años de
existencia, con sus propias excreciones de violencia, odio y destrucción. Nada
nuevo, por lo demás, en tantos siglos de supervivencia, sobre la colina que
ocupaban los jebusitas cuando todavía el rey David era muy capaz de arrebatarles
la ciudad. Lustros antes de que, en su vejez, le trajeran a Abisag, la virgen sunamita,
para que le calentara el lecho.
En diciembre de 1987, apenas un año
antes de que estallara la primera intifada, todavía era posible, por ejemplo,
ir caminando, en la oscuridad estrellada de la Nochebuena, desde la puerta de
Damasco, a campo través, por las colinas de Judea, hasta la misma gruta de la
Basílica de la Natividad en Belén. Por supuesto, la tensión se mascaba en el
“hanshin”, el viento cálido que venía desde la otra ribera del Jordán, el
áspero territorio nabateo. Había controles con demasiada frecuencia en pleno
zoco de Nablus Road, adolescentes israelíes con aparatosas armas automáticas al
hombro, sentados en todas las esquinas de las calles que ascendían hacia la Ciudad
Nueva, y de la nada, surgían siempre policías de jeta adusta, tez morena y
malas pulgas en patrullas de tres. Un solo gesto para extraer el monedero de la
mochila bastaba para que los tres, al unísono, comenzaran a palparse la pistola
que lucían en el cinto.
Cuando viajas con adolescentes a Nueva
York te sorprenden con expresiones del tipo “ese rascacielos ya lo he visto yo infinidad
veces”. Cierto, en una serie repetitiva hasta la náusea, en un taquillazo
apocalíptico sobre el fin de la civilización occidental, en un vídeo clip
pretencioso y etéreo. Idéntica sensación tuve yo cuando la primera noche, al
alba, me despertó el cántico del “muezzin” a la plegaria matutina. Y el olor a
pan ázimo del horno al otro lado de la calle, fuera de la muralla otomana, bien
adentrado ya en el barrio palestino. Era mi primer contacto con Oriente, el
Medio, un mundo tan diferente, por lo demás, del Extremo Oriente. Durante dos
largos años y tantas caminatas a pie, siempre tuve la sensación de que yo había
estado allí antes. En todos los sitios que admiré, en cada centímetro de
excavación arqueológica que hollé.
Esta intuición se acrecentaba cada vez
que me topaba con un resto inesperado del asedio de Tito, cuando no dejó piedra
sobre piedra del Templo de Salomón, o descubría, boquiabierto, una nueva
panorámica, al caer el sol, desde alguna de las colinas que circundan la
ciudad. Esa sensación tan aseguradora, a veces tan inquietante, de que yo ya lo
había visto. En alguna otra vida. Mirando desde aquí, desde la cima del Monte
de los Olivos, la cúpula bruñida por el sol de la Mezquita de la Roca. Fijando
la vista en los centenares de sepulturas musulmanas que, en inescrutable
desorden, jalonan la ladera, esperando que el Profeta salga por la Puerta Áurea
y pronuncie el Juicio Universal en nombre del Altísimo. “Entre los dos grupos se interpondrá una muralla con una puerta, en la
parte de dentro campeará la misericordia, en la de fuera, el castigo” (Sura
57,13).
Ni pensar por un momento, en esta cuna
del monoteísmo, en la reencarnación. Ni lo más mínimo. En absoluto. La pura linealidad
de la existencia, en esta confluencia de caminos del Creciente Fértil, donde
tantos –reyes y siervos- pasaron y de la misma manera se difuminaron por los
laberintos de la historia. ¿Alguien sabe hacia dónde? ¿Cómo no pensar en el
padre de los creyentes, Abraham, a punto de sacrificar a su primogénito, aquí
mismo sobre el Monte Moria? O la interminable fila de israelitas, camino del
destierro, derrotados por Nabucodonosor. Ante los ojos y lamentos del mismísimo
Jeremías !Cómo ha quedado sóla la ciudad
populosa! / La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda, / La señora
de provincias ha sido hecha tributaria. /Amargamente llora en la noche, y sus
lágrimas están en sus mejillas. / No tiene quien la consuele de todos sus
amantes; /Todos sus amigos le faltaron, se le volvieron enemigos.
(Lamentaciones 1,1-2). Y sin embargo…
Juraría que cuando atravieso el cardo
romano para llegar hasta el Muro de las Lamentaciones, donde observo el
inquebrantable ritual de judíos ortodoxos, completa regalía de tirabuzones y
filacterias, creo haberme dispersado con ellos por alguno de los innumerables guetos
de Europa del Este o la Alemania rural para, por fin y, previsiblemente, para
siempre, retornar de nuevo a la Ciudad Santa. Para recordar cómo nos
acordábamos de ti. Junto a los canales de Babilonia, en el barrio viejo de
Cracovia, o en las poblaciones mercantes de las mesetas castellanas que hace
tantos siglos nos hicieron abandonar a la fuerza.
Dejo a un lado la Iglesia del Santo
Sepulcro, con sus milimetradas fronteras de mosaicos entre confesiones
cristianas, pisar la baldosa del vecino en la fe puede ser más grave que
declararte ateo, amén de ser fuente inagotable de sibilinos debates teológicos
y algún que otro altercado. Desciendo bordeando la colina del Ofel, el núcleo
esencial de la ciudad davídica y voy camino de uno de mis lugares preferidos.
La piscina de Siloé, en la confluencia del valle del Tyropeion y del torrente
Cedrón. A última hora de la tarde, cuando el sitio permanece todavía abierto,
pero ya ha sido abandonado por las hordas de turistas, el frescor de la fuente –lo
de piscina es un término cuando menos excesivo- desprende una quietud
absolutamente mágica. Aquí, al pie de la ciudad fortificada por David, en la
penumbra que comienza a cubrir el otro lado del valle, desde las laderas de
casas bajas de los palestinos, se oyen gritos de niños persiguiéndose por entre
las empinadas callejas. “Y le dijeron:
¿Cómo te fueron abiertos los ojos? / Respondió él y dijo: Aquel hombre que se
llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos, y me dijo: Ve al Siloé, y lávate; y
fui, y me lavé, y recibí la vista. / Entonces le dijeron: ¿Dónde está él? Él
dijo: No sé” (Juan 9, 10-12).
Maronitas libaneses venidos desde las faldas
del Monte Hermón, Saladino el damasceno, sirios ortodoxos, Alejandro Magno, el macedonio,
coptos etíopes, Judas Macabeo, armenios de las riberas del Caspio, Godofredo de
Bouillon, el normando, Herodes Antipas, de por aquí, protestantes de Virginia, Solimán
el Magnífico, del Bósforo, sunnitas de la península arábiga, Lawrence de Arabia
de la pérfida Albión, hassidines neoyorquinos, fatimitas, abasidas, sultanes,
cruzados, cananeos. Después de tantos siglos, de tantas centurias y tantas
generaciones. Todos, mismamente un servidor, a la búsqueda de un milagro
redentor, a la caza y captura de un espejismo imposible. ¿Pero qué milagro? ¿Qué
sueño? ¿El del poder omnímodo, la gloria infinita, el dinero inagotable, la
juventud eterna, la muerte dulce y pequeña, la nada de la Gehena al fondo del
valle?
En realidad, creo saber por qué. De
hecho, al escribir estas líneas lo sé a ciencia cierta. ¿Por qué durante
aquellos dos maravillosos años de incansables caminatas, tan interminables como
las largas horas de polirrizos griegos y conjugaciones hebreas dedicadas a descifrar las Sagradas Escrituras,
me parecía haber visitado cada rincón en alguna –inexistente- vida anterior?. Porque
en realidad me encontré a mí mismo. Un milagro redentor. Un espejismo palpado
con la punta de los dedos. El amor. Finalmente. Puede parecer una broma, sería
pura casualidad, y no digo más, a los treinta y tres años exactos. Fui, me lavé
y recibí la vista. Por eso, si me olvido de tí, Jerusalén, que se me paralice
la mano derecha (Salmo 136,5).