Allí donde corrían, hasta los años sesenta, por parafrasear el texto bíblico, arroyos de leche y miel. Esta referencia, en el tiempo y el espacio, a tantos lustros ha no es gratuita. En realidad, por los ríos discurría, no leche ni miel, pero sí agua cristalina donde los batracios se lanzaban al agua desde los ribazos y donde los niños de la aldea se sumergían en cueros, como Dios y sus madres les trajeron al mundo, sin temor a que la corriente les cubriera de sarpullidos químicos.
Moisés bajaría de la cima, portando en alto, no las tablas de la ley sino una tableta gigantesca, donde los Diez Mandamientos vendrían en relieve pixelado. Pero no sería el avance del soporte tecnológico lo más llamativo que Moisés mostraría a la plebe congregada al pie del macizo pelado. Lo más innovador sería que no habría 10 mandamientos, sino 11. Técnicamente no habría problema alguno para que, deslizando el índice sobre la pantalla gigantesca, se mostrara este undécimo precepto.
Y allí, en la pantalla táctil, en enorme Arial, pongamos que 200, parpadearía, para una mejor visibilidad: “No arrasarás la Tierra que te entregué prestada”. Que Yahvé tuviera que recurrir a un mandato en tal sentido para que la humanidad no aniquilara el hogar donde vive parece un contrasentido. Si por alguna característica sobresalimos los humanos es por nuestra capacidad de supervivencia y no parece razonable que hayamos llegado a una situación donde estemos cerca del punto de no retorno en la acelerada carrera para destruir el hogar que nos acoge. Pero los hechos son tozudos, pese a que algunos ignorantes, cada vez menos, cierren los ojos ante la evidencia de los sentidos.
De hecho, no existe desafío más grande para el ser humano, en la actualidad, que enderezar la enorme degradación a que hemos sometido y sometemos al Planeta Azul. El nuestro. Ni Covid, otras pestes surgirán de otras cuevas de murciélagos, ni guerras, no habrá suficientes onus para pacificar el gen secular de la violencia que todos portamos, ni recetas para calmar el dolor de la pobreza porque, como ya dijo alguien hace siglos, siempre tendremos pobres entre nosotros. El principal reto, aquí, ahora y en los próximos decenios, es la sostenibilidad de la Tierra que nos sirve de cuarto de estar y de la tierra que alimenta nuestro ser. Esto es, el espacio incomparable donde hace 4.470 millones de años, decenio arriba o abajo, se inició la aventura de la vida y de la historia. Nuestra vida y nuestra historia tal como la conocemos.
Responder a ese desafío, por lo que día sí y día también observamos en los medios de comunicación, no está resultando fácil y es que la solución, llegados a este punto, resulta extremadamente compleja. Excesivas variables en la encrucijada de nuestro futuro a medio plazo, infinidad de intereses creados para poder ponernos de acuerdo.
Para empezar, como, como en el resto de las actividades humanas, el primer pilar para mantener, ¡qué menos que la cédula de habitabilidad de nuestros mares y bosques! yace en la responsabilidad individual de cada uno de nosotros. Es cierto que el compromiso personal de las personas, en un contexto de comunitarismo exacerbado, cuando no nacionalismos y otros “ismos” degradantes y egoístas, ha relegado la responsabilidad intransferible de mi propio yo, de mis actos y sus consecuencias, a un nivel poco ejemplarizante donde siempre resulta más cómodo culpabilizar al otro. Cuenta más la dilución en el grupo, lo etéreo de la masa que levantar valientemente la mano. Ha sido un servidor. Pero si yo arrojo la lata de Coca Cola al río de mis juegos infantiles, ¿haré responsable a la corporación municipal o al gobierno de turno que no tienen servicios municipales de limpieza?
El segundo cimiento para recuperar nuestra casa procede de las decisiones políticas. Aunque los dirigentes europeos y mundiales han dado algunos pasitos en tal sentido parece evidente que, salvo que aceleren y nos sorprendan en la próxima conferencia internacional, los avances están siendo demasiado escasos y demasiado tardíos. No sé si son las 12 menos cinco antes de la medianoche o las once y treinta, pero el tiempo -como decían los romanos, hiere y la última hora mata- no se detiene mientras toneladas de plásticos se amontonan en los vientres de las ballenas. Aquí también cuenta la responsabilidad individual de cada uno de nosotros, para ser precisos, la electoral. Cuando lleguen las próximas elecciones, no voy a añadir más prescripciones, pero se podría conceptualizar en algo así como “Votarás a quien tú consideres que mejor protegerá tu hábitat”. Y a nadie más.
Es cierto que en el marco de las decisiones políticas, tan imperiosas y urgentes, hay un factor, el económico, que actúa como una rémora de la cual es complicado desligarse. En juego están millones de empleos, de sustentos de incontables familias para quienes resulta complicado, desde una perspectiva política, tomar decisiones drásticas. Las interacciones de la economía globalizada que repercuten de manera directa en salarios y puestos de trabajo requieren un sexto sentido del equilibrio que, con toda certeza, exige decisiones muy meditadas. Por poner un ejemplo, el disparate del uso masivo del carbón en China, una de las fuentes masivas de contaminación mundial, para manufactura de placas solares que en Occidente amainan nuestra mala conciencia del uso de energía, en teoría, podría pararse en seco, ya sabemos cómo se las gastan los del Comité del PC nativo en asuntos de menor calado. Pero ¿y cuántos millones de empleos desaparecerían y qué harían esas familias sin un salario que llevarse al bolsillo?
Lo que nos lleva al tercer elemento. Los occidentales nos podemos permitir el lujo, al menos algunos, de comprarnos un Tesla eléctrico por 35.000 euros, pero que le decimos a un maliense que en la colina de los neumáticos de Bamako suda toda la jornada quemando el caucho para sacar el alambre de las ruedas con la que poder construir utensilios de cocina. Por ello, un factor esencial, a la vez que una oportunidad única, para mejorar la sostenibilidad de nuestro planeta es la redistribución de la riqueza. Nunca habrá igualdad, como se ha dicho más arriba, pero un mayor equilibrio entre países pobres y ricos evitará, entre otras muchas iniciativas, que mandemos toda la porquería electrónica a contaminar los países subsaharianos.
Y como no hay tres sin cuatro, y porque todos estos mandamientos se encierran en uno, como aprendíamos en la catequesis que nos impartía Don Fidenciano, el cura de los paraísos perdidos, el cuarto pilar, el que da sentido a todos los anteriores, al menos para los creyentes, es el teológico o, para ser exactos, bíblico. ¿Qué sentido tiene que Dios creara la Tierra y todo lo que existe sobre ella, incluidos nosotros, para terminar destruyéndola? “Mirad, os entrego todas las hierbas que engendran semilla sobre la faz de la tierra, y todos los árboles frutales que engendran semilla os servirán de alimento, y a todas las fieras de la tierra y a todas las aves del cielo, a todos los reptiles de la tierra –a todo ser que respira- la hierba verde les servirá de alimento” (Gen 1,29)
Mirando para atrás, creo no exagerar, al menos no demasiado, asumo que esta descripción encaja perfectamente con mi aldea infantil de hace unos sesenta años. Con una gran diferencia. Las hierbas han sido aniquiladas por los herbicidas cancerígenos, los árboles frutales han sido arrasados en el altar de la producción intensiva de cereales, a los lobos no se les ve en el monte y las águilas reales son inexistentes. Y todo esto en un espacio perdido en el mapa del mundo, ¿qué decir de lo que ocurre en las grandes urbes al borde del Río Amarillo o en la impía deforestación Mato Grosso?
Unas líneas antes del versículo bíblico recién citado hay todavía una exhortación más reveladora "Creced y multiplicaos”. ¿Pero qué sentido tiene esto si el espacio donde nos tenemos que crecer y multiplicar va camino de la nada? Más personalizado, por volver al compromiso individual: ¿qué tierra voy a dejar a Clara y Adrián?
El hombre de Neandertal, a quien los últimos estudios antropológicos igualan con nuestra especie en inteligencia, cultura, incluso cuidado de los enfermos y ciertos ritos religiosos, desapareció hace 40.000 años. Hasta entonces, y desde hacía 400.000 años antes, interactuó, física y mentalmente con el Homo Sapiens, nosotros. De hecho, dependiendo de las regiones donde vivimos, algunos de nosotros tenemos un 4% de sus genes, otros de la especie denisovana, otros del Homo Floriensis. Todas esas especies se extinguieron hace miles de años. Únicamente sobrevivimos los llamados “sapiens”. Razón aducida por los expertos: fuimos capaces de desarrollar, fuese en la recolección, en la caza, o en el arte una excelsa capacidad colaborativa entre nosotros. En todo caso, muy superior al de otras especies que terminaron por extinguirse.
Ahora el desafío es que ese mismo sentido de cooperación, basado en el compromiso individual, se acreciente de manera exponencial y que lo haga en los lustros, no los siglos, venideros. Está en juego, ni más ni menos, que nuestra propia supervivencia.
Bueno, también, los robledales y las sendas que atraviesan los páramos de mis correrías infantiles. Donde me gustaría que pudieran correr los hijos de Adrián y Clara. Y los hijos de sus hijos.
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