domingo, 27 de octubre de 2013

El rancho de los pobres

Imagen de CCD (misma procesión muchos años después)
Las campanas al vuelo llevaban casi una hora tañendo. De vez en cuando, debido al desmesurado brío con que los mozos las empujaban, cogían lo que ellos llamaban “vuelo”. Un juego peligroso al que, cada ocho o diez minutos, se entregaban con frenesí. Uno a cada lado, empujaban con todas su fuerzas la maza, de madera de roble engarzada en un armazón de hierro, y la campana giraba con la máxima velocidad sobre su eje. El vuelco era tan veloz que la fuerza adquirida impedía que el badajo llegara a tocar la campana. Como una suerte de ingravidez generada en el interior de la misma. Durante cerca de un minuto la campana giraba y giraba sin que emitiera un solo ruido, excepto el producido por su propio movimiento contra el aire cálido de principios de agosto. ¡Zashhh, zashhh…! Hasta que uno de los mozos se cansaba o la pareja no impelía el mazo de manera sincronizada y las campanas volvían a su festivo repicar, el que anunciaba los días de fiesta grande.

Éste lo era. La del santo patrón. Ni siquiera el cura sabía muy bien la razón, pero desde que recordaban los más viejos, en la aldea se festejaba el tres de agosto, aunque en el calendario eclesiástico la fiesta de San Esteban tenía asignada el día siguiente al de Navidad. En pleno estío. Posiblemente porque en diciembre hacía tanto frío que la celebración, menos aún invitar a los forasteros, hubiera resultado del todo imposible. Salvo al calor de la hornacha. Y las fiestas de los santos patrones no se celebran alrededor de la lumbre. Menos aún en medio de los crudos inviernos del norte de Castilla la Vieja.

El señor Vitoriano, un hombre fornido, cargado de hombros y rostro envejecido por unas sesenta sementeras, comenzó a jurar por todos los santos de la corte celestial, a medida que de casa en casa, se acercaba a las más próximas a la plaza de la iglesia. El aire reseco por las temperaturas extremas hacía que el incesante sonar de las campanas restallara ampliado, casi como con eco, en algunos de los callejones más estrechos que daban sobre la plaza. Así que cuando entró en la casa de la señora Longina, situada justamente detrás de la iglesia, las campanas –pese a los insistentes golpes con un canto en los portones del alguacil que le acompañaba- hacían improbable que la propietaria oyera los exhortos del señor alcalde, el señor Vitoriano. “Longina, abra usted, que soy el Vitoriano, abra. Para el rancho de los pobres”, se desgañitaba en vano. Mientras ordenaba al señor alguacil: “Urcisino, toca la esquila”. Vitoriano había convencido a Don Fausto, el cura, para que le prestara la campanilla que los monaguillos usaban en la iglesia a la hora de alzar la sagrada forma. “Mire, Don Fausto, seguro que al oír la esquila los vecinos serán más generosos porque pensarán que dan para los diezmos de la iglesia”, le había dicho. Pero por más que Urcisino agitaba la esquila, en inferioridad de condiciones con las escandalosas campanas, la señora Longina, que por lo demás estaba algo teniente, no terminaba de aparecer. El señor Vitoriano, de natural impaciente, más aún con las mujeres, continuaba rezongando en voz baja: “La madre que la parió a esta beata, ¿qué ostias estará haciendo?”

A estas horas del atardecer, si de una jornada laboral ordinaria se tratase, el señor Vitoriano, a quien en la taberna de Justo, le gustaba empinar el codo con frecuencia y en demasía, estaría tambaleándose. Pero la víspera de la fiesta no era un día de trabajo cualquiera. El que le gustara el vino como un sinvivir no quería decir que no atendiera a sus responsabilidades de señor alcalde con la dignidad que el cargo se merecía. De hecho, se había puesto la chaqueta de pana negra, la misma que había vestido en el día de su boda, sus segundas nupcias, con la tía Cuclilla, hacía un par de años. La misma que usaría mañana, en la solemne procesión del santo patrón para ir al lado de Don Fausto, el párroco, portando con orgullo el bastón de mando que al poco de acabar la guerra le había entregado en la capital el gobernador civil. A las semanas de que el tío Ladislao se desplomara sobre el balcón de la vivienda del alcalde, cuando quiso empezar un discurso celebratorio de la victoria en la Cruzada y del que sólo acertó a pronunciar algunas palabras.

Ahora estaba cumpliendo con una de sus obligaciones más perentorias y tradicionales como primer edil: pedir humildemente, de casa a casa, para el rancho de los pobres, el almuerzo oficial que el ayuntamiento ofrecía a los menestorosos de la aldea y alrededores, algunos incluso acudían de más de 50 kilómetros a la redonda. La edad le forzaba a apoyarse en una cachaba que él mismo se había fabricado con una rama encorvada de uno de los olmos que, en hilera, delimitaban su huerta al otro lado del río. A caminar un poco cojitranco ya estaba acostumbrado. A lo que no estaba era al escandaloso tañir de las campanas. Urcisino, el alguacil llamó por enésima vez a la señora Longina que seguía sin aparecer.

Harto ya de la espera, todavía les quedaba recorrer el barrio de abajo, el señor Vitoriano utilizó su cayado para aporrear con todas sus fuerzas los portones. “Mecagüen San Pito Pato, mecagüen lo más sagrado, mecagüen… “, y ahí se paró, temeroso de que si le oyera la señora Longina la faltaría tiempo para ir con el cuento a la tía Cuclilla, quien le tenía prohibido jurar. Y a fe que lo cumplía, salvo cuando el vino le hacía perder la compostura. Por lo que en lugar de elevar la blasfemia hasta los santos reales, volvió al del todo inexistente en la corte celestial. “Mecagüen San Pito Pato”, lo que de alguna forma era una manera de blasfemar sin tener que pasar por el confesionario para la próxima Pascua Florida. “Don Fausto, ¿a quién le importa San Pito Pato si usted no le canta en las letanías?” Después de todo, el señor Vitoriano sólo perdía los papeles cuando el alcohol le regaba los sesos, así que ahora, ebrio como estaba, el inexistente San Pito Pato, era un mal menor. Afortunadamente, porque, justo en esos momentos, fue el preciso instante en que la señora Longina escogió para salir del portal. Entre el ruido de las campanas y los golpes en el portón, San Pito Pato se desvaneció.

“Perdonad hijos, estaba en la despensa preparando la asadurilla y con el ruido de las campanas no os había oído”, dijo la señora Longina. Tenía fama de tacaña pero en esta ocasión se había esmerado y puso en el caldero metálico que portaba el alguacil un kilo y pico de panceta que le había sobrado de la matanza. Tenía toda la pinta de estar rancia, posiblemente de hacía un par de años, pero para el rancho de los pobres, servía perfectamente. Curiosona como era, no le faltó tiempo para echar una ojeada al recipiente. Bajo la panceta que acababa de dejar observó que los esfuerzos de la pareja municipal habían sido bien recompensados. Varias sartas de chorizo, dos medias caretas de cerdo, media docena de morcillas, sangre cuajada, de alguna matanza reciente, unas patas peladas de cordero, así como algún cuajo limpio de oveja vieja. En el cubo apenas cabía alguna cosa más. Eso sin contar el saco de yute que Urcisino llevaba en la otra mano con garbanzos, muelas y algunos fréjoles pintos.

“Mañana, Cadenas, les vas a preparar tal rancho que a los pobres no les quedará otra que chuparse los dedos”, afirmó la señora Longina con un deje de ironía. Más que nada porque el jefe cocinero sería el propio alcalde y todos en la aldea sabían que parte de las razones para recasarse con la tía Cuclilla no habían sido otras que al Cadenas el buen comer le gustaba tanto como las jarras de vino tinto. Al señor Vitoriano le apodaban Cadenas, sin que él se molestará en absoluto. El calificativo le venía porque tenía la costumbre de herrar, en el potro municipal, a las caballerías y a las vacas que tiraban del carro, atando una de sus patas traseras con cadenas a uno de los postes. Cuando apenas tenía veinte años, una mula –generalmente se ataba a los animales con las acornales, las tiras de cuero con las que se uncían al yugo- le pegó una espantosa coz en la cara y como recuerdo le quedaba una cicatriz bien visible que le iba desde el centro de la mejilla a la barbilla. Como consecuencia secundaria, el mote.

Cuando terminaron de recorrer el resto de las casas, el cierzo ya soplaba con fuerza. Así que la chaqueta de pana que al principio de tarde le había hecho sudar la gota gorda, ahora le venía bien. Incluso en pleno agosto, si el cierzo se aventaba con fuerza, lo que ocurría con frecuencia, la ropa de abrigo no sobraba. Esta noche se libraría de una de las pesadas bromas que con cierta frecuencia le hacían pasar los mozos que, por suerte para él, seguían ocupados en el volteo de las campanas. Cuando ya llevaba tres o cuatro jarras de tintorro y salía titubeando de la cantina, los mozos le desafiaban a llevar un saco de cien kilos por toda la calle mayor, desde la chopa que presidía la plaza de la iglesia hasta el corral del señor Isidoro, el cartero, en la rambla de la salida del pueblo hacia la carretera que venía de la capital.

“Venga Cadenas a que no eres capaz”, le retaban, sabedores que el vino le volvía tarambana. Y el señor Vitoriano que tenía fama de ser buena persona, pero bastante bruto y desafiante, sobre todo cuando estaba achispado, se echaba el saco de centeno a los hombros y con el paso trastabillante comenzaba, como un cirineo beodo, su incierto caminar hacia la meta. Se solía caer, entre el jolgorio de la mocedad, que no tardaba en echarle una mano para que volviera a cargar el saco. “Vamos, Cadenas, que ya llegas”, le animaban entre risotadas y gritos. La faena se repetía media docena de veces al año. Los mozos que tenían pocas diversiones encontraban que entre las que podían improvisar sin apenas gastos, salvo el par de jarras que le regalaban al Cadenas para que se decidiese a echar el saco a la espalda, hacer que el señor Vitoriano recorriera los doscientos metros de calle mayor era una de a las que con más entusiasmo se entregaban. Esta noche, su oficio de alcalde le había mantenido sobrio, los mozos estaban ocupados con el repique, así que no habría competición con el saco de centeno a cuestas.

Al día siguiente, el señor Vitoriano, ahora además del alguacil, otros vecinos le echaban una mano, se encargó de cocinar el rancho de los pobres con todos los condimentos que había recogido entre el vecindario. Nada más terminar la modesta recepción con pastas y mistela –mosto para las señoras- que se ofrecía en los soportales del ayuntamiento, tras la solemne misa en honor del santo patrón.  Enfrente de la casa del alguacil se había encendido la lumbre y colocado un enorme trespiés, que figuraba en el inventario del ayuntamiento, y encima una caldera de cobre con capacidad para cien litros, ésta propiedad de Don Audaz, el médico, quien la prestaba de buen grado para tan magna ocasión. A ella habían ido a parar, en algo más o menos parecido a un cocido, todos los condimentos recolectados la víspera. Sin mucho refinamiento ni exquisiteces. Pero los comensales, los pobres del rancho, que Urcisino había ordenado en una fila perfecta, apoyados en las paredes de adobe de las casas vecinas a la suya, por la parte en la que daba la sombra, tampoco iban a quejarse. Estarían lo suficientemente agradecidos con lo que el Cadenas les ofreciera como para hacer ascos. Este se afanaba sudorosamente, entre el calor de la jornada y el de la hoguera no era para menos, en remover con un palo de chopo que reservaba para la ocasión el contenido de la caldera de cobre que, entre grasas y tocinos comenzaba a espesar.

Cuando sospechó que los garbanzos estaban lo suficiente blandos como para hincarles el diente, él mismo se sirvió una cacerolada, eso que la tía Cuclilla le tenía preparado un imponente asado de cordero, almuerzo tradicional de la jornada festiva. En parte para demostrar a la hilera de pobres que aquello era perfectamente comestible y a sus convecinos que lo de la tía Cuclilla no había sido únicamente por un plato de gusto.

La recua de pobres estaba conformada por cerca de treinta personas, muchos hombres, aunque no faltaban algunas mujeres con faldones y blusones negros. Todos adecentados para la ocasión. La mayoría estaban silenciosos, salvo algunos que conversaban entre sí, cabizbajos, mirando al suelo, sin atreverse a levantar la vista. Entre expectantes por el banquete que les esperaba y abochornados de encontrarse allí, todos juntos, a expensas de la caridad de los vecinos. Había algunos que tenían todo el aspecto de indigentes, casi andrajosos, otros, los más ancianos, tenían un aire completo de desamparados. Los más jóvenes intentaban demostrar un aire de honorabilidad pero la cuchara en una mano y el plato de porcelana blanca ennegrecido en la otra les traicionaba.

Entre los primeros de la fila se encontraba el tío Catedrales, a quien yo conocía bien. Solía hospedarse en mi casa. Una vez al mes solía llegar al anochecer, siempre un sábado por la tarde, después de recorrer los pueblos de alrededor.  El mío solía hacerlo de buena mañana. Con una regularidad absoluta. Todos y cada uno de los meses del año, lloviera, escampara o cayeran chuzos de punta. Mi padre le aposentaba en el pajar de la cuadra, con dos condiciones que el tío Catedrales, avispado y respetuoso como el que más, cumplía a rajatabla. La primera era que de ninguna de la manera fumara no fuera que el heno se prendiera por los cuatro costados. La segunda, ésta le costaba más, pero mi padre no fallaba cuando llegaba la hora y le sacudía por las piernas: “Catedrales, a misa, que ya han tocado la primera”, para que cumpliera con el primer mandamiento de la santa madre iglesia, oír misa entera los domingos y fiestas de precepto.

El tío Catedrales era un tipo curioso. Le gustaba que le llamaran así, él mismo manifestaba no recordar bien sus apellidos, y siempre contaba la misma historia. Como una vez, unas veces era antes de la guerra, en otras ocasiones había sido durante la misma, encontró un saco abultado de los que se usaban para transportar el mineral para la siembra tirado en la cuneta. Lo cogió para ver qué había dentro y al ver que había un montón de papelitos recortados, todos igualitos, de idéntico color verde, con el dibujo de una catedral se dedicó a esparcirlos por la cuneta hasta que se le acabaron cuando llegó al siguiente pueblo. Sólo cuando al día siguiente le dijeron en la tasca que aquello eran billetes de mil pesetas –o de quinientos, dependiendo si el billete había sido emitido en 1928, en la época de Primo de Rivera, o en 1936, por los franquistas en Burgos, volvió para recogerlos. Pero para entonces, fuere el viento o algún espabilado que había pasado por allí se los había llevado y no quedaba ni uno. Salvo que se hubiera inventado la historia por completo para justificar el desvarío. Porque la narración entraba en contradicción con otra que contaba según la cual había sido maestro de tendencias republicanas en la cercana cuenca minera. Según él, las depuraciones fascistas le habían reducido a la miseria de ir pidiendo casa a casa. Por entonces ya se decía aquello de que se pasaba más hambre que un maestro escuela, pero de ahí a no reconocer un billete tan valioso, había mucho trecho. Por otro lado decía que era analfabeto, pero mi padre me contó cómo una vez le había pillado leyendo el Diario Palentino, aprovechando la luz que entraba por el bocarón en los días interminables de verano.

Sea como fuere, allí estaba el tío Catedrales con su lata de conserva abrillantada, que en su vida precedente, había contenido un kilo de caballa. Pobre lo era hasta la saciedad, pero sobre la higiene no había ningún reproche que hacerle. Lo que según mi padre era otra pista de su pasado académico. En ella vertió el Cadenas media docena de cazillas de garbanzos aderezados con un chorizo y una buena porción de tocino. Mientras el alcalde seguía repartiendo el rancho de los pobres al siguiente en la fila, yo sabía muy bien que el tío Catedrales ya estaba pensando en el postre. A eso de las cuatro, cuando calculaba que había finalizado el almuerzo familiar del día de fiesta, se presentaría de nuevo en casa para tomar las natillas de mi madre –con la galleta María empapada ligeramente en anís- que, según él, eran incomparables en todo el valle. “Y en toda la montaña, claro, señora Judit”, aseguraba mientras relamía la cucharilla por los dos lados.

Cuando al despedirse hasta el mes siguiente, mi madre le entregaba dos perras gordas, lo agradecía con una reverencia incomparable, se daba la vuelta y tomaba la cañada, que bordeando la ribera, le llevaba a la siguiente parada y fonda en el pueblo de al lado. Como si le hubiera tocado la lotería o hubiera vuelto a encontrar el saco abultado con los billetes verdes de las catedrales. Sin ninguna pertenencia, salvo por el zurrón de pastor del que colgaba una manta, la lata vacía de caballa, una cuchara y unos papeles mecanografiados,  amarillentos, que decía no saber leer.



domingo, 20 de octubre de 2013

El tío Ladislao, falangista hasta el último aliento


El tío Ladislao era el mayor de diez hermanos. En realidad, el primogénito había sido Esteban pero éste murió apenas nacido, así que Ladislao se convirtió en el mayor de los que vinieron después: Benigno, Valeriana, Silvino, Nicolasa, Feliciana, Severina, Alejandro y Emilio. Una familia numerosa, como tantas otras de la época. Hacia mediados del siglo, las condiciones de vida habían mejorado notablemente, la mortandad infantil disminuido y casi siempre había un trozo de hogaza que llevarse a la boca. Tener más hijos que alimentar era, ciertamente, una dificultad añadida en unos tiempos de por sí harto difíciles pero, a cambio, las familias disponían de un mano de obra hogareña, sin costos, empeñada en pequeñas tareas de apoyo durante la época escolar, convirtiéndose en mano de obra a tiempo completo desde los catorce o quince años. En esto, los padres, Mariano y Nicolasa no eran muy diferentes de las otras familias del pueblo: tener más hijos o mejor dicho, tener la fortuna de que estos sobrevivieran a la infancia, significaba más bocas que alimentar, pero al mismo tiempo disponían de más brazos a la hora de amorenar la siega.

Vino al mundo el 3 de septiembre de 1871, cuando los días comenzaban a acortarse y el calor del verano daba paso a noches más largas y frescas. Era la época en que el pueblo olía a paja por cada rincón. Aunque los agosteros procuraban que no se cayera el tamo desde los carros apalancados con tableros de roble en los laterales, su traqueteo sobre los cantos de las calles, especialmente, si como ocurría con frecuencia, septiembre entraba con las primeras lluvias, se terminaban por crear pequeñas hileras de montoncitos con la paja derramada. Los chavales regresaban de la escuela a sus casas haciendo lo posible para pisotear en cada salto los montoncillos de paja. Recién trillada, reseca por los calores del estío, el olor de las cañas de centeno o avena trituradas resultaba inconfundible.

En realidad, el mes en que nació el tío Ladislao, como de adulto se le conocería en el pueblo, resulta irrelevante. No así el año. Ni que los padres, Mariano y Nicolasa a través de herencias familiares habían conseguido amasar, para los modestos niveles de riqueza de la aldea, una pequeña fortuna. Cuatro parcelas en la vega, a caballo entre los dos ríos, donde se cultivaba el lino, una docena de fincas de roturo para cereal, en el lindero del monte y algunas parcelas más diminutas cerca del caserío de Mazuelas, amén de tres colmenares perdidos en los robledales, signo –al menos así eran considerados- de considerable riqueza y alcurnia. Esto les permitía disponer de dos pares de vacas, de las llamadas del país, con las cuales, en época de siembra o cosecha podían intensificar y acelerar las tareas del campo. De esta manera, estaban entre los primeros en sembrar, de los primeros en segar, y otro tanto a la hora de aparvar el grano en la era. Algo que en teoría –en realidad nadie estaba a salvo de las inclemencias del tiempo- les pillaba con la mies en la era –no más allá de la fiesta de Santiago- y así evitar las pavorosas y frecuentes tormentas de últimos de julio. Si alguien tenía la mala suerte de que pasaran con su cortina de granizo por sus pagos con la mies todavía enhiesta y seca, podía dar por perdida la recogida del fruto. Como consecuencia pasar un año apurado, rozando la hambruna, más aún con tantas bocas que alimentar.

Hacia principios de 1891 cuando empezaban a librarse batallas decisivas en el Imperio donde el sol ya estaba en su ocaso, principalmente en las Filipinas y Cuba, la quinta del tío Ladislao, con 20 años fue llamada a filas. Desde 1878 se había vuelto a instaurar el reclutamiento obligatorio mediante la Ley Constitutiva del Ejército. Como el servicio militar duraba 8 años, de los cuales cuatro en activo y cuatro en la reserva, la mayor parte de las veces en Ultramar o el norte de África, el descosido en la ajustada mano de obra familiar era enorme. Eso sin contar con lo más grave, que los mozos de reemplazo terminaran sus días al otro lado del charco o en los agrestes escarpados rifeños. Espacios geográficos que nadie en el pueblo, sabría exactamente donde situar. El reclutamiento obligatorio tenía notables exenciones, aunque en el pueblo no más de tres o cuatro familias podían acceder a ellas. Si tenías posibles éstos se exprimían al máximo. Incluso vendiendo alguna finca con tal de que el vástago no saliera de la aldea a batallar en alguna ignota jungla filipina.

Y los padres del tío Ladislao, se podían permitir el lujo de la exención mediante el sencillo, pero caro método, de la “sustitución”, buscar a alguien más empobrecido que uno mismo, en el pueblo o en alguna de las aldeas de los alrededores, para que hiciera los 8 años de rigor por ti. Pagando una determinada cantidad se dejaba al propio hijo a salvo de cualquier bala de los insurrectos o de los peligros de una travesía marítima no siempre segura. Para entonces, a diferencia de lo que había ocurrido hasta hacía bien poco, la “sustitución” ya no podía ser asumida por cualquier hijo de vecino, ni siquiera pagando, sólo a hermanos o primos carnales. Ser sustituido por un familiar tan directo, ya no resultaba tan atractivo.

Así que Nicolasa y Mariano, previsores y cautos por naturaleza fuera en la venta de la cosecha al almacenero del partido judicial o en la compra de los lechones de destete en la feria de Saldaña, también lo habían sido en la pretensión de que Ladislao evitara a toda costa la temida llamada a filas. Desde los 15 años habían estado pagando una cuota mensual de 3,90 pesetas mensuales –una auténtica fortuna- a La Unión Española de Barcelona, un seguro para la “redención” del servicio militar. “Esta compañía tiene establecida en favor de los niños y jóvenes de todas las edades hasta los 18 años la inscripción preventiva de quintas de pago mensual, trimestral o anual a voluntad de los interesados, por pequeñas cuotas adquieren la liberación del servicio militar que en su día les corresponda”. Para alcanzar los 6.000 reales con los que obtener la redención en metálico completa, los progenitores se vieron obligados a vender uno de los linares de la vega, lo que hicieron de buen grado y dieron por bien empleado.

Algo que no pudieron conseguir, por falta de medios, Julián e Isabel los padres de Arsenio, nacido en el mismo año y compañero infatigable de Ladislao hasta que el cupo le envió a Cuba, partiendo del cercano puerto de Santander, y desde donde no volvió hasta la aparatosa derrota de 1898. Sin mala baba, aunque no vacías de orgullo, a los quintos que se fueron en 1890 les sacaron unas coplillas que decían: "Si te toca te jodes / que te tienes que ir / que tu madre no tiene  / dos mil reales pá tí, / a la guerra del moro / a que luches por mí". Que fuera el moro o los rebeldes mestizos habaneros parecía no tener gran importancia para los cupletistas locales.

Esta era la misma coplilla que con mucho regusto y no poco resabio el tío Arsenio, el que se fue obligado a Cuba, le cantaba a grito pelado, 50 años después al tío Ladislao, entre el jolgorio y bullicio de la mayor parte de los vecinos que se apelotonaban al pie del balcón de la casa del alcalde. Esta casa, gemela de la de al lado, que ocupaba el párroco, eran de propiedad municipal y sólo se usaba en las grandes ocasiones –el alcalde, el señor Sinforiano vivía en la casa de ladrillo que tenía al lado de la carretera- y ésta era, por así decirlo, una gloriosa ocasión. Uno de abril de 1940: España celebra hoy el primer aniversario de la culminación de su Cruzada contra las hordas bolcheviques.

Nadie sabía explicar con claridad las razones por las cuales el tío Ladislao, redimido por 2.000 reales de las guerras del fin del Imperio vestía ahora, recién planchada y en resplandeciente azul marino –incluyendo en el bolsillo de la izquierda la insignia metálica con el yugo y las flechas- la camisola falangista. Algunos afirmaban que aquello era natural, se contaba entre los más pudientes del pueblo; otros que se topó, por pura casualidad, con la comitiva del Gobernador Civil en la carretera un día que venía de hacer la sementera y sobre la marcha éste le nombró jefe del fascio local, los menos afirmaban que a sus 69 años no tenía otra obsesión que desquitarse, de alguna manera, de cualquier manera, el deshonor y la afrenta de no haber acudido a la llamada de la patria cincuenta años antes. Ni siquiera el propio Ladislao que tenía fama de bocazas sabía explicar muy bien las razones de su reciente y ferviente adscripción política. La Guerra Civil le había pillado un poco mayor y toda su ideología política parecía resumirse en el excesivo gasto –se ve que no había entrado en el “kit” entregado inopinadamente por el gobernador civil- que le había significado adquirir en la capital la insignia metálica del yugo y las flechas. “Rediós con estos cabroncetes, me han hecho pagar 40 duros”.

Insignia que Demetria, su beatífica esposa, había abrillantado con Sidol nada más levantarse aquella mañana, con el esmero y cuidado que abrillantaba las patenas del tesoro sacro de la parroquia. Eso que Demetria le llevaba echando la bronca desde que llegó la carta del Gobernador Civil conminando al tío Ladislao a dirigirse a la población local, tras el toque de campanas y finalizada la misa mayor, para exaltar la gloriosa victoria del Alzamiento Nacional hacía justamente un año. “Ladislaoooo, le gritaba Demetria, que tú no estás pa políticas, lo tuyo es destripar terrones, no hacer discursos”. Pero el tío Ladislao estaba decidido a cumplir con las obligaciones de preboste de la falange local –conformada por él mismo y otro par de convecinos- que el Caudillo le pedía, a través del Gobernador Civil, en tan fausta efeméride.

Entre mujeres, hombres y escolares –la jornada era vacacional por decreto del Generalísimo- había cerca de 200 almas esperando, algunos con contenida ansiedad, otros con sorpresa y los más en medio de un notable jolgorio, que el tío Ladislao comenzara su discurso. Cuando el tío Ladislao apareció, flamante en su uniforme sobre la balconada, el griterío se intensificó, a la vez que los niños, a instancias del maestro, agitaban las banderas de papel que habían decorado en la escuela con los colores nacionales. ¡Que hable, que hable el tío Ladislao!, gritaba la señora Plautila que en sus años mozos estuvo a punto de desposarlo. Finalmente, la señora Demetria, con la que finalmente se casó, había preferido quedarse en casa para no sufrir la vergüenza de ver a su marido vitoreado ¿abucheado? por sus paisanos. Sospechaba la señora Demetria que primer aniversario del fin de la Cruzada o no, los vecinos se desmandarían en cuanto el tío Ladislao se plantara en el balcón municipal. Como así ocurrió ¡Ladislao a tus zapatos, zapatero!, le animaba, por decir algo, con una voz carrasposa y estentórea el señor Jovino que con 25 años recién cumplidos había sufrido la guerra en el durísimo frente de Teruel. ¡Eso, eso¡ se envalentonaron otros entre risotadas. “Si te toca, te jodes”, canturreaba –en un estribillo único e interminable, su amigo de infancia y juventud, el tío Arsenio

En verdad, el tío Ladislao estaba pasando las de Caín. Pese a la edad hacía gala de una abundante cabellera, apenas canosa. Había acudido el día anterior al barbero para que le perfilara el bigote y se había afeitado como si fuera a celebrar la fiesta del santo patrón. El sudor que, incluso desde abajo, se advertía como resbalaba por las patillas comenzaba a empapar el cuello de la camisa azul. Tras no pocos esfuerzos –pese al color azul oscuro se notaba el remojón de sudor en las axilas, tal que hubiera estado toda la mañana segando en los trigales- terminó por apoyarse en el enrejado del balcón con la mano izquierda. El tío Arsenio no callaba con de lo “si te toca, te jodes”. Los niños terminaron por cansarse, pese a las exhortaciones del maestro, de agitar las banderolas. Poco a poco, entre siseos de las mujeres y las órdenes del señor cura que ocupaba la primera fila de los congregados, termino por hacerse el silencio. Lo que permitía, si cabe, advertir en mayor medida, el temblor y el nerviosismo del tío Ladislao. Hizo un primer gesto, abrió la boca, pero su garganta no le respondió. Ni una sóla palabra, en un segundo intento, aunque los más cercanos al balcón, según dijeron después jugando al subastao, creyeron percibir alguna palabra sin saber exactamente cúal, hasta que por fin, con muchos esfuerzos, como los que hace un tartamudo para hablar, se le oyó articular perfectamente y en una voz ronca pero cristalina: ¡Camaraaaadas…!”

Eso fue todo. Tal cual, mientras comenzaba a levantar el brazo derecho para saludar como había visto hacer en la capital, se desplomó. Inerte, como un pelele –era notablemente grueso y el balcón considerablemente estrecho- para quedarse medio apeado contra las rejas del balcón. No fue nada fácil descender el cadáver a la planta baja para llevarlo a su casa, donde se hizo el velatorio esa noche, antes de enterrarlo a la mañana siguiente con la misma camisa azul con la que había fallecido como “un falangista ejemplar”, al decir del telegrama que enviaron del gobierno civil. El asunto había sido demasiado serio como para tornarse en cómico, pero durante años, la muerte, para ser exactos, la forma del fallecimiento del tío Ladislao fue pábulo que a hurtadillas, en el bar, los mozos parodiaban con frecuencia –tras dos o tres jarras de vino- entre gran jarana. En la memoria de los que entonces éramos niños, de los que agitaban las banderolas rojo y gualda con el escudo imperial torpemente trazado, se nos quedó grabada la imagen sepia –hasta muchos años después no pude colorear de azul la camisa del tío Ladislao- de sus dos brazos, uno agarrado al balcón para evitar que se percibiera el temblor que le agitaba, el otro a media altura, si cabe más convulso y agitado.

Hace unos días buscando el libro de texto de Formación del Espíritu Nacional que usábamos en el internado (uno que tenía, véte a saber por qué, la estatua del Doncel de Siguenza en la portada) me encontré una cajita con la insignia del yugo y las flechas de mi tío Ladislao. El paso del tiempo y la humedad del desván la ha rendido ennegrecida y algo mohosa. Pero, por lo demás, es la misma que mi tía Demetria insistió por activa y pasiva para que no fuera con mi tío Ladislao al hoyo. “¡Camaradas…!”