Imagen de CCD (misma procesión muchos años después) |
Las campanas al vuelo
llevaban casi una hora tañendo. De vez en cuando, debido al desmesurado brío con
que los mozos las empujaban, cogían lo que ellos llamaban “vuelo”. Un juego
peligroso al que, cada ocho o diez minutos, se entregaban con frenesí. Uno a
cada lado, empujaban con todas su fuerzas la maza, de madera de roble engarzada
en un armazón de hierro, y la campana giraba con la máxima velocidad sobre su
eje. El vuelco era tan veloz que la fuerza adquirida impedía que el badajo
llegara a tocar la campana. Como una suerte de ingravidez generada en el
interior de la misma. Durante cerca de un minuto la campana giraba y giraba sin
que emitiera un solo ruido, excepto el producido por su propio movimiento
contra el aire cálido de principios de agosto. ¡Zashhh, zashhh…! Hasta que uno
de los mozos se cansaba o la pareja no impelía el mazo de manera sincronizada y
las campanas volvían a su festivo repicar, el que anunciaba los días de fiesta
grande.
Éste lo era. La del santo
patrón. Ni siquiera el cura sabía muy bien la razón, pero desde que recordaban
los más viejos, en la aldea se festejaba el tres de agosto, aunque en el
calendario eclesiástico la fiesta de San Esteban tenía asignada el día
siguiente al de Navidad. En pleno estío. Posiblemente porque en diciembre hacía
tanto frío que la celebración, menos aún invitar a los forasteros, hubiera
resultado del todo imposible. Salvo al calor de la hornacha. Y las fiestas de
los santos patrones no se celebran alrededor de la lumbre. Menos aún en medio de
los crudos inviernos del norte de Castilla la Vieja.
El señor Vitoriano, un
hombre fornido, cargado de hombros y rostro envejecido por unas sesenta
sementeras, comenzó a jurar por todos los santos de la corte celestial, a
medida que de casa en casa, se acercaba a las más próximas a la plaza de la
iglesia. El aire reseco por las temperaturas extremas hacía que el incesante
sonar de las campanas restallara ampliado, casi como con eco, en algunos de los
callejones más estrechos que daban sobre la plaza. Así que cuando entró en la casa
de la señora Longina, situada justamente detrás de la iglesia, las campanas
–pese a los insistentes golpes con un canto en los portones del alguacil que le
acompañaba- hacían improbable que la propietaria oyera los exhortos del señor
alcalde, el señor Vitoriano. “Longina,
abra usted, que soy el Vitoriano, abra. Para el rancho de los pobres”, se
desgañitaba en vano. Mientras ordenaba al señor alguacil: “Urcisino, toca la esquila”. Vitoriano había convencido a Don Fausto,
el cura, para que le prestara la campanilla que los monaguillos usaban en la
iglesia a la hora de alzar la sagrada forma. “Mire, Don Fausto, seguro que al oír la esquila los vecinos serán más
generosos porque pensarán que dan para los diezmos de la iglesia”, le había
dicho. Pero por más que Urcisino agitaba la esquila, en inferioridad de
condiciones con las escandalosas campanas, la señora Longina, que por lo demás
estaba algo teniente, no terminaba de aparecer. El señor Vitoriano, de natural
impaciente, más aún con las mujeres, continuaba rezongando en voz baja: “La madre que la parió a esta beata, ¿qué
ostias estará haciendo?”
A estas horas del atardecer,
si de una jornada laboral ordinaria se tratase, el señor Vitoriano, a quien en
la taberna de Justo, le gustaba empinar el codo con frecuencia y en demasía, estaría
tambaleándose. Pero la víspera de la fiesta no era un día de trabajo cualquiera.
El que le gustara el vino como un sinvivir no quería decir que no atendiera a
sus responsabilidades de señor alcalde con la dignidad que el cargo se merecía.
De hecho, se había puesto la chaqueta de pana negra, la misma que había vestido
en el día de su boda, sus segundas nupcias, con la tía Cuclilla, hacía un par
de años. La misma que usaría mañana, en la solemne procesión del santo patrón
para ir al lado de Don Fausto, el párroco, portando con orgullo el bastón de
mando que al poco de acabar la guerra le había entregado en la capital el
gobernador civil. A las semanas de que el tío Ladislao se desplomara sobre el
balcón de la vivienda del alcalde, cuando quiso empezar un discurso
celebratorio de la victoria en la Cruzada y del que sólo acertó a pronunciar
algunas palabras.
Ahora estaba cumpliendo
con una de sus obligaciones más perentorias y tradicionales como primer edil: pedir
humildemente, de casa a casa, para el rancho de los pobres, el almuerzo oficial
que el ayuntamiento ofrecía a los menestorosos de la aldea y alrededores,
algunos incluso acudían de más de 50 kilómetros a la redonda. La edad le forzaba
a apoyarse en una cachaba que él mismo se había fabricado con una rama
encorvada de uno de los olmos que, en hilera, delimitaban su huerta al otro
lado del río. A caminar un poco cojitranco ya estaba acostumbrado. A lo que no
estaba era al escandaloso tañir de las campanas. Urcisino, el alguacil llamó
por enésima vez a la señora Longina que seguía sin aparecer.
Harto ya de la espera,
todavía les quedaba recorrer el barrio de abajo, el señor Vitoriano utilizó su cayado
para aporrear con todas sus fuerzas los portones. “Mecagüen San Pito Pato, mecagüen lo más sagrado, mecagüen… “, y
ahí se paró, temeroso de que si le oyera la señora Longina la faltaría tiempo
para ir con el cuento a la tía Cuclilla, quien le tenía prohibido jurar. Y a fe
que lo cumplía, salvo cuando el vino le hacía perder la compostura. Por lo que
en lugar de elevar la blasfemia hasta los santos reales, volvió al del todo
inexistente en la corte celestial. “Mecagüen
San Pito Pato”, lo que de alguna forma era una manera de blasfemar sin
tener que pasar por el confesionario para la próxima Pascua Florida. “Don Fausto, ¿a quién le importa San Pito
Pato si usted no le canta en las letanías?” Después de todo, el señor
Vitoriano sólo perdía los papeles cuando el alcohol le regaba los sesos, así
que ahora, ebrio como estaba, el inexistente San Pito Pato, era un mal menor.
Afortunadamente, porque, justo en esos momentos, fue el preciso instante en que
la señora Longina escogió para salir del portal. Entre el ruido de las campanas
y los golpes en el portón, San Pito Pato se desvaneció.
“Perdonad
hijos, estaba en la despensa preparando la asadurilla y con el ruido de las
campanas no os había oído”, dijo la señora Longina. Tenía fama de tacaña pero en esta
ocasión se había esmerado y puso en el caldero metálico que portaba el alguacil
un kilo y pico de panceta que le había sobrado de la matanza. Tenía toda la
pinta de estar rancia, posiblemente de hacía un par de años, pero para el
rancho de los pobres, servía perfectamente. Curiosona como era, no le faltó
tiempo para echar una ojeada al recipiente. Bajo la panceta que acababa de
dejar observó que los esfuerzos de la pareja municipal habían sido bien
recompensados. Varias sartas de chorizo, dos medias caretas de cerdo, media
docena de morcillas, sangre cuajada, de alguna matanza reciente, unas patas
peladas de cordero, así como algún cuajo limpio de oveja vieja. En el cubo apenas
cabía alguna cosa más. Eso sin contar el saco de yute que Urcisino llevaba en
la otra mano con garbanzos, muelas y algunos fréjoles pintos.
“Mañana,
Cadenas, les vas a preparar tal rancho que a los pobres no les quedará otra que
chuparse los dedos”,
afirmó la señora Longina con un deje de ironía. Más que nada porque el jefe
cocinero sería el propio alcalde y todos en la aldea sabían que parte de las
razones para recasarse con la tía Cuclilla no habían sido otras que al Cadenas
el buen comer le gustaba tanto como las jarras de vino tinto. Al señor
Vitoriano le apodaban Cadenas, sin que él se molestará en absoluto. El
calificativo le venía porque tenía la costumbre de herrar, en el potro
municipal, a las caballerías y a las vacas que tiraban del carro, atando una de
sus patas traseras con cadenas a uno de los postes. Cuando apenas tenía veinte
años, una mula –generalmente se ataba a los animales con las acornales, las
tiras de cuero con las que se uncían al yugo- le pegó una espantosa coz en la
cara y como recuerdo le quedaba una cicatriz bien visible que le iba desde el
centro de la mejilla a la barbilla. Como consecuencia secundaria, el mote.
Cuando terminaron de
recorrer el resto de las casas, el cierzo ya soplaba con fuerza. Así que la
chaqueta de pana que al principio de tarde le había hecho sudar la gota gorda,
ahora le venía bien. Incluso en pleno agosto, si el cierzo se aventaba con
fuerza, lo que ocurría con frecuencia, la ropa de abrigo no sobraba. Esta noche
se libraría de una de las pesadas bromas que con cierta frecuencia le hacían
pasar los mozos que, por suerte para él, seguían ocupados en el volteo de las
campanas. Cuando ya llevaba tres o cuatro jarras de tintorro y salía titubeando
de la cantina, los mozos le desafiaban a llevar un saco de cien kilos por toda
la calle mayor, desde la chopa que presidía la plaza de la iglesia hasta el
corral del señor Isidoro, el cartero, en la rambla de la salida del pueblo
hacia la carretera que venía de la capital.
“Venga
Cadenas a que no eres capaz”, le retaban, sabedores que el vino le volvía tarambana. Y
el señor Vitoriano que tenía fama de ser buena persona, pero bastante bruto y
desafiante, sobre todo cuando estaba achispado, se echaba el saco de centeno a
los hombros y con el paso trastabillante comenzaba, como un cirineo beodo, su incierto
caminar hacia la meta. Se solía caer, entre el jolgorio de la mocedad, que no
tardaba en echarle una mano para que volviera a cargar el saco. “Vamos, Cadenas, que ya llegas”, le
animaban entre risotadas y gritos. La faena se repetía media docena de veces al
año. Los mozos que tenían pocas diversiones encontraban que entre las que podían
improvisar sin apenas gastos, salvo el par de jarras que le regalaban al
Cadenas para que se decidiese a echar el saco a la espalda, hacer que el señor
Vitoriano recorriera los doscientos metros de calle mayor era una de a las que con
más entusiasmo se entregaban. Esta noche, su oficio de alcalde le había
mantenido sobrio, los mozos estaban ocupados con el repique, así que no habría competición
con el saco de centeno a cuestas.
Al día siguiente, el
señor Vitoriano, ahora además del alguacil, otros vecinos le echaban una mano,
se encargó de cocinar el rancho de los pobres con todos los condimentos que había
recogido entre el vecindario. Nada más terminar la modesta recepción con pastas
y mistela –mosto para las señoras- que se ofrecía en los soportales del
ayuntamiento, tras la solemne misa en honor del santo patrón. Enfrente de la casa del alguacil se había
encendido la lumbre y colocado un enorme trespiés, que figuraba en el
inventario del ayuntamiento, y encima una caldera de cobre con capacidad para
cien litros, ésta propiedad de Don Audaz, el médico, quien la prestaba de buen
grado para tan magna ocasión. A ella habían ido a parar, en algo más o menos
parecido a un cocido, todos los condimentos recolectados la víspera. Sin mucho
refinamiento ni exquisiteces. Pero los comensales, los pobres del rancho, que
Urcisino había ordenado en una fila perfecta, apoyados en las paredes de adobe
de las casas vecinas a la suya, por la parte en la que daba la sombra, tampoco
iban a quejarse. Estarían lo suficientemente agradecidos con lo que el Cadenas
les ofreciera como para hacer ascos. Este se afanaba sudorosamente, entre el
calor de la jornada y el de la hoguera no era para menos, en remover con un
palo de chopo que reservaba para la ocasión el contenido de la caldera de cobre
que, entre grasas y tocinos comenzaba a espesar.
Cuando sospechó que los
garbanzos estaban lo suficiente blandos como para hincarles el diente, él mismo
se sirvió una cacerolada, eso que la tía Cuclilla le tenía preparado un
imponente asado de cordero, almuerzo tradicional de la jornada festiva. En
parte para demostrar a la hilera de pobres que aquello era perfectamente
comestible y a sus convecinos que lo de la tía Cuclilla no había sido únicamente
por un plato de gusto.
La recua de pobres estaba
conformada por cerca de treinta personas, muchos hombres, aunque no faltaban
algunas mujeres con faldones y blusones negros. Todos adecentados para la ocasión.
La mayoría estaban silenciosos, salvo algunos que conversaban entre sí,
cabizbajos, mirando al suelo, sin atreverse a levantar la vista. Entre expectantes
por el banquete que les esperaba y abochornados de encontrarse allí, todos
juntos, a expensas de la caridad de los vecinos. Había algunos que tenían todo
el aspecto de indigentes, casi andrajosos, otros, los más ancianos, tenían un aire
completo de desamparados. Los más jóvenes intentaban demostrar un aire de
honorabilidad pero la cuchara en una mano y el plato de porcelana blanca
ennegrecido en la otra les traicionaba.
Entre los primeros de la
fila se encontraba el tío Catedrales, a quien yo conocía bien. Solía hospedarse
en mi casa. Una vez al mes solía llegar al anochecer, siempre un sábado por la
tarde, después de recorrer los pueblos de alrededor. El mío solía hacerlo de buena mañana. Con una
regularidad absoluta. Todos y cada uno de los meses del año, lloviera,
escampara o cayeran chuzos de punta. Mi padre le aposentaba en el pajar de la cuadra,
con dos condiciones que el tío Catedrales, avispado y respetuoso como el que más,
cumplía a rajatabla. La primera era que de ninguna de la manera fumara no fuera
que el heno se prendiera por los cuatro costados. La segunda, ésta le costaba más,
pero mi padre no fallaba cuando llegaba la hora y le sacudía por las piernas: “Catedrales, a misa, que ya han tocado la
primera”, para que cumpliera con el primer mandamiento de la santa madre
iglesia, oír misa entera los domingos y fiestas de precepto.
El tío Catedrales era un
tipo curioso. Le gustaba que le llamaran así, él mismo manifestaba no recordar
bien sus apellidos, y siempre contaba la misma historia. Como una vez, unas
veces era antes de la guerra, en otras ocasiones había sido durante la misma, encontró
un saco abultado de los que se usaban para transportar el mineral para la
siembra tirado en la cuneta. Lo cogió para ver qué había dentro y al ver que
había un montón de papelitos recortados, todos igualitos, de idéntico color
verde, con el dibujo de una catedral se dedicó a esparcirlos por la cuneta
hasta que se le acabaron cuando llegó al siguiente pueblo. Sólo cuando al día
siguiente le dijeron en la tasca que aquello eran billetes de mil pesetas –o de
quinientos, dependiendo si el billete había sido emitido en 1928, en la época
de Primo de Rivera, o en 1936, por los franquistas en Burgos, volvió para
recogerlos. Pero para entonces, fuere el viento o algún espabilado que había
pasado por allí se los había llevado y no quedaba ni uno. Salvo que se hubiera
inventado la historia por completo para justificar el desvarío. Porque la narración
entraba en contradicción con otra que contaba según la cual había sido maestro
de tendencias republicanas en la cercana cuenca minera. Según él, las
depuraciones fascistas le habían reducido a la miseria de ir pidiendo casa a
casa. Por entonces ya se decía aquello de que se pasaba más hambre que un
maestro escuela, pero de ahí a no reconocer un billete tan valioso, había mucho
trecho. Por otro lado decía que era analfabeto, pero mi padre me contó cómo una
vez le había pillado leyendo el Diario Palentino, aprovechando la luz que
entraba por el bocarón en los días interminables de verano.
Sea como fuere, allí
estaba el tío Catedrales con su lata de conserva abrillantada, que en su vida
precedente, había contenido un kilo de caballa. Pobre lo era hasta la saciedad,
pero sobre la higiene no había ningún reproche que hacerle. Lo que según mi
padre era otra pista de su pasado académico. En ella vertió el Cadenas media
docena de cazillas de garbanzos aderezados con un chorizo y una buena porción
de tocino. Mientras el alcalde seguía repartiendo el rancho de los pobres al
siguiente en la fila, yo sabía muy bien que el tío Catedrales ya estaba
pensando en el postre. A eso de las cuatro, cuando calculaba que había
finalizado el almuerzo familiar del día de fiesta, se presentaría de nuevo en
casa para tomar las natillas de mi madre –con la galleta María empapada
ligeramente en anís- que, según él, eran incomparables en todo el valle. “Y en
toda la montaña, claro, señora Judit”, aseguraba mientras relamía la
cucharilla por los dos lados.
Cuando al despedirse
hasta el mes siguiente, mi madre le entregaba dos perras gordas, lo agradecía
con una reverencia incomparable, se daba la vuelta y tomaba la cañada, que
bordeando la ribera, le llevaba a la siguiente parada y fonda en el pueblo de
al lado. Como si le hubiera tocado la lotería o hubiera vuelto a encontrar el
saco abultado con los billetes verdes de las catedrales. Sin ninguna pertenencia,
salvo por el zurrón de pastor del que colgaba una manta, la lata vacía de
caballa, una cuchara y unos papeles mecanografiados, amarillentos, que decía no saber leer.