Llegué aquí por la fuerza del destino,
improbable fruto de la casualidad, encrucijada de la Providencia la llaman
otros. Los primeros días, perfectamente tangible, este sentimiento de temor
ante lo absolutamente ignoto, tentativas de ciego geográfico, queriendo,
impacientemente, averiguar cuál es la calle que me lleva más deprisa a la
estación. Apuntes mentales para recordar a que hora cierra el Haagen Dasz de la
esquina. A los tres días ya reconozco las caras, turno de tarde, de los
guardianes del orden en la diminuta estación de policía, a escasos metros de la
estación de tren. En mi casa, a 14.000 kilómetros
de aquí, solían usar la expresión “se ha hecho con la ciudad”. Unas semanas
después de haber emigrado –doscientos kilómetros- a una industriosa urbe de la
cornisa cantábrica. En eso estoy yo. En hacerme con la ciudad. Tras cuarenta
días con sus noches. Como si divisara la Tierra Prometida desde la cima del
Monte Nebo. Resplandeciente y fecunda desde el mismo instante que enfilaba la
autopista elevada que me transportaba desde el aeropuerto. Desde la cumbre de los veinticuatro años y
toda la vida por delante. Hasta el infinito y más allá.
No resulta fácil ozar bajo la superficie
pulcramente aséptica de estos rostros orientales. Ladinamente indefinidos. Tan
comedidos, tan propensos a guardar las distancias. Ni siquiera, cuarenta
“buenos días” después, la taquillera ha esbozado una media sonrisa. Mucho menos
ha osado preguntar de dónde vengo, ni a dónde voy. Da por hecho que el billete
simple de cercanías, tan amablemente expedido, pasaporte para elegir un destino
al azar en veinte kilómetros a la redonda -me puedo cruzar, en teoría, con doce
millones de habitantes, tirando por lo bajo- será durante los años venideros
nuestro único medio de comunicación. Lo importante es el mensaje, no el
mensajero.
En
el principio, todas las calles me han resultado abusivamente iguales.
Dondequiera que he ido, la misma gente apresurada, revoltijo de tiendas familiares,
supervivientes, claro sabor de la posguerra, en torno a la estación y pacíficos
vecindarios interiores. Me pierdo, infaliblemente, en cada ida y en cada
venida. Todos los rincones me parecen falsamente simétricos en la confusión de
signos lingüísticos inconexos, en la falta de referencias a los negocios
habituales. Me falta la panadería de mi plaza mayor infantil, la droguería de
la calle mayor que nunca habité. La capital de provincias donde me llevaban
para consultar al especialista del corazón. La metrópoli, tan inmensa a mis
ojos infantiles pero que apenas ocuparía, aquí, en Omori, las decenas de
manzanas que llegan hasta el templo budista de la colina, visible detrás del
caos organizado de vías y raíles hasta Kamata, el siguiente apeadero de
cercanías.
Poco a poco, Omori, el barrio del Gran Bosque,
como se traducen literalmente los ideogramas que lo denominan, ha ido tomando
notas distintivas, acogiendo especificidades que le han hecho inconfundible en
mi lógica gramatical. De hecho, cuando me preguntan, no vivo en Tokio, habito
Omori. Se ha convertido en mi barrio. Incluso en tan escaso espacio de tiempo. Ahora
tiene una cierta identidad propia. Algo invisible a los ojos pero que le
diferencia, con toda nitidez, de los otros centenares de barrios que conforman
lo que, sin duda, es la mayor aglomeración humana del planeta.
Es una especie de obscuro objeto del
amor, querer sin rostros, sentimiento sin nombres propios porque, ciertamente,
no se puede amar la fila interminable de bicicletas delante del supermercado,
aunque sea técnicamente estética, ni el cubículo intemporal del castañero de la
esquina, ni siquiera las ruidosas noches de los viernes ahogadas en cerveza
Kirin. Pero una pizca de inculturización básica empezó a tocar fondo cuando los
pronombres personales llegaron a ser lenguaje común. Mi calle, mi tienda de
sushi, mi taquillera. Mi Mayumi. Con el tiempo, no sé cuánto, podré decir con
los viejos de mi aldea mesetaria que me he hecho con la ciudad. Aunque, obvia
decirlo, querré decir con mi barrio del Gran Bosque.
En realidad son tres barrios bien distintos.
Está el barrio turístico, el más alejado, ya en la periferia geométrica, no la administrativa,
sino la puramente práctica, lindando con los confines de la bahía de Tokio, el antiguo
aeropuerto de Haneda y la desembocadura del río, de cuyo nombre nunca me
acuerdo. Hasta allá, se hace propósito de ida sólo las mañanas de domingo. Para
perderse en la masa que saca fotos a destajo de cada instante fugaz y vislumbrar
los escasos restos de naturaleza, agazapados entre la autopista y los tendidos telefónicos.
Siempre por los aires. Dicen que más fáciles de reparar en caso de terremoto.
Sea.
Situado sobre una colina, está Honmonji,
el templo budista de los noventa escalones y la pagoda de siete plantas más
antigua de la región. Calma absoluta. Un grupo de escolares corretea por el
jardín anexo, de fondo los mantras monocordes de los monjes a la búsqueda del
supuesto auxilio divino. Y en primavera, su intratable belleza de cerezos en
flor almenando el cementerio que lo circunda. Me siento y espero, por una vez
con tranquilidad, que el futuro llegue. En un arbusto sin hojas, los peregrinos
han entrelazado pedazos de “origami” con sus mejores deseos. Exámenes,
trabajos, amores, salud. Hay en las cercanías un estanque para pescar carpas,
pero “por favor, una vez pescado el pez, devuélvase al agua”, reza -muy a
propósito el verbo para tal lugar- el letrero. Al cabo de un año son pocos los
peces que han dejado de picar en una caña u otra. Hay que hacer cola para
ocupar un puesto de pescador. Aunque sea de pega. Debe ser una tragedia para un
pez morirse de puro viejo con las agallas repletas de cicatrices. La ecología
geriátrica en perfecta combinación con la cultura del ocio.
Algunos, más devotos, penetran en el
recinto interior del santuario, se inciensan –llevando sus manos, recién
palpado el humo perfumado que sale del pebetero situado en el acceso- su partes
doloridas y oran brevemente, confundidas sus oraciones con las de los monjes
que repiten incansablemente, letanía ininteligible, sus rítmicas plegarias.
Parece increíble, pero todavía se puede encontrar por algún dónde vecino
ciertos restos de aquel “érase una vez”. Cuando Omori era un tradicional barrio
de pescadores que alimentaba al Tokio imperial, antes del desastre monumentalmente
aniquilador de la II Guerra Mundial. En algunos canales semiescondidos que desembocan
en la bahía se topa uno con la imagen familiar de los pescadores, de los de
verdad, no los aficionados domingueros, sobre todo a primeras horas de la
mañana, desenmarañando chicharros y anzuelos. Todo esto a sólo tres kilómetros
del centro metropolitano. Ginza, con su aura comercial, y el Palacio Imperial a
tiro de piedra. Pintorescos botes en azul, rojo y verde atracan de espaldas al
tráfico, a la crisis energética y a la contaminación que ensombrece otras
partes del monstruo.
Más cerca, está el barrio comercial, la
expresión vital del alma japonesa, del alma material, se entiende, si la
aseveración es metafísicamente posible. Es la calle que discurre paralelamente
a la estación de tren. Posee la popular algarabía y colorido oriental matizada
con la pulcritud japonesa. Dominan, pese a todo, los tonos grises y discretos,
las mercancías exhibidas en perfecto orden de revisión. Aunque algunos
comerciantes no pueden evitar el fácil reclamo del neón destellante y las
baladas melancólicamente amorosas del cancionero tradicional nipón. Hay espaciosos comercios, grandes almacenes
que ocupan la parte más cercana a la entrada. De hecho, para acceder a la
estación hay que atravesarlos. Sin embargo, las diminutas zapaterías, las boutiques de material de escritorio y
caligrafía china, las farmacias de medicina tradicional se las apañan para
sobrevivir entre restaurantes y boleras.

Los días laborables, el acto de deglución
humana, se realiza mayormente no en las tiendas, sino en la estación. La riada
mecánica de pasajeros, interminable, entra y sale en las horas punta,
cabizbajos los hombres con sus maletines negros, pensativas las mujeres con sus
bolsos colgados, casi sin excepción, del antebrazo. Los andenes aún conservan
cierto are fin de siglo, de hace dos, con sus columnas de hierro forjado y sus
pasadizos de madera. Pero la puntualidad es tan absoluta y la eficiencia tan
irremediable que el único hálito permitido a la nostalgia y a la poética son
los anuncios de reposición de “Historia de Tokio”, la clásica película de
Yazujiro Ozu, colgados de las paredes y el color, inmaculado azul, de los
vagones de la línea Keihin Tohoku que llega hasta Kamakura.
Finalmente, está el barrio que veo todos los días. El que diviso desde la ventana, plomizo y adormilado los días de
lluvia, brillante, pacífico y salpicado de árboles y casas bajas los días claros
y con viento. Es el barrio de los tejados rojos y pizarra prefabricada, de la
iglesia protestante en la diagonal de mi ventana, con su ladrillo colorado y su
cruz de acero inoxidable. Mis calles. Desde donde puedo ver la torre de Tokio
parpadeando al anochecer y Shinjuku, el corazón del monstruo, agitándose
febrilmente en la distancia. Y si cierro los ojos, percibo el sempiterno olor a
morisqueta –acaso insípido pero ciertamente no inodoro- procedente de la
residencia de estudiantes situada al otro lado de la calle. Más cerca, justo a
mi izquierda. sólo una pared nos separa, la adolescente de la casa vecina,
Hiroko, Michiko, Masako, o comoquiera que se llame, teclea incansablemente a un
fatigado Shubert. Asociado, indefectiblemente, al insólito perfume arrastrado
por la brisa del Pacífico, para mí que soy de tierra adentro, todas la tardes
de invierno.
Salvo hoy. Treinta y dos años después. El
tifón de la memoria, con nombre de mujer, ha hecho desaparecer la ciudad. Y con
la tormenta de la memoria se ha desvanecido, en la distancia y el olvido, mi
barrio del Gran Bosque.
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