Las memorias infantiles
son, siempre, un pozo con fondo. Por más que uno bucee, siempre se llega a las
mismas imágenes de la infancia. En la mayoría de las veces, una frontera difusa
entre los propios recuerdos, no pocas veces reforzados a través de los
fotógrafos ambulantes que aparecían por la aldea algún día de fiesta, y lo que
uno, en un intento tan vano como imposible, está plenamente convencido de
recordar.
Así que el primer
recuerdo nunca se sabe si procede de un cartoncillo impreso, con los bordes
recortados en forma de orla, yo sentado en una alfombra debajo del gran nogal
de la casa familiar, o tiene su origen en algún inesperado rasguño de la
insondable memoria. La imagen ha pasado por no pocos cajones de cómodas y
baúles, recorrido en el cual ha sufrido algún que otro arañazo. Una esquina que
empezó doblándose ha terminado por desaparecer. O quizá esa primera imagen de
uno mismo es, estrictamente hablando, una difuminada desinencia de la
imaginación. Nada que ver con el fotógrafo venido de la capital. Sólo fruto de
algún recuerdo vago y etéreo que reside, como residen los vocablos aprendidos
al azar, en algún espeso rincón del hipotálamo.
En realidad, los
recuerdos de la aldea son una pacífica oleada de memorias que surgen,
misteriosamente, a la misma hora del atardecer. Como surge el cierzo al bajar
el sol, cuando llega, en su primera bocanada, la brisa por encima de páramos y
robledales. Inconfundible perfume a sal marina, arrastrada a través de montañas
y mesetas. Memorias que se hacen rutina en cada nueva avalancha de imágenes
infantiles. Perfectamente idénticas.
El discurrir de la
primera infancia, cuando ya había comenzado a ir a la escuela de Don Tino, es
un trayecto cíclico a través de las estaciones y las cosechas. Es muy posible
que el tiempo haya edulcorado las memorias y las preocupaciones, si es que los
hubo, tengo mis dudas, hayan quedado sepultadas en la repetición ritual de los
quehaceres y de las estaciones. Una vez acabada la escuela, ésta era sagrada
para todos los niños del pueblo, cada uno iba a echar una mano, por diminuta
que fuera, en las tareas familiares. Las responsabilidades se agrandaban con
los años y, dadas las características del trabajo, con la fortaleza física.
No, no había ninguna
conciencia de explotación de nuestro trabajo infantil. Al contrario. Cierto
orgullo de poder ayudar, por muy modesta que la ayuda fuera, en la raquítica
economía familiar. Las tareas podían variar desde vigilar el puchero en la
hornacha y llamar a mi madre ocupada en ordeñar las vacas, cuando este
comenzaba a hervir, hasta otras más sofisticadas como situarse al lado del
motor de riego para avisar a mi padre en el momento que el agua del pozo se
agotaba y la cebolla amenazaba con descebarse. Chup, chup. Chup.
Era una vida infinitamente
tranquila. Los únicos cambios consistían en los frutos a recolectar. Con ello
llegaban ligeras modificaciones en las tareas que se nos encargaban a los
chiguitos, dependiendo de la época del año. Hasta las obligaciones devocionales
se repetían de manera rutinaria, misa dominical los domingos, de monaguillos
los días de diario, el rosario vespertino, el volteo inconfundible de las
campanas, acompañado del estallido de los cohetes, cuetes, en nuestra parla
local, la víspera del santo patrón.
El coche de línea de
Cervera que llegaba, minuto arriba, minuto abajo, de lunes a sábado, a las
siete y veinte de la tarde. En aquel primer lustro de los años sesenta, ni
siquiera había llegado la televisión, así que la comunicación con el exterior se
ceñía a la radio “Optimus”, que todavía ocupa una repisa en la cocina. Siempre
la sintonía de Radio Cimbalillo cuando pasábamos por casa de la señora Segunda
al volver de la escuela, a las dos en punto. Ocasionalmente, en casa de mi tío
Lucio, el de mi tía Fili, se podía uno manchar las yemas de los dedos con la
tinta negra de los grandes titulares del Diario Palentino. Pero lo que se oía
en la radio o pudiera leerse en los papeles no era cosa de niños, estaba
reservado para los mayores.
Inmensa era la burbuja,
la que cobijaba nuestras vidas infantiles, siempre a salvo de todo aquello que fuera
más allá de la asistencia a la escuela y las labores domésticas. Geográficamente
limitada por Los Nogales, en la carretera de Arenillas y las primeras plantas,
chopos, en dirección a Polvorosa. Entre medias, juegos que variaban considerablemente,
según las propuestas e inventiva de unos y otros, la época del año o las
urgencias de las labores familiares. Los relacionados con el monte o el río,
sobre todo la pesca o buscar nidos, constituían una parte destacada de nuestro
recreo casi perpetuo. En realidad, todo era un juego. Fuere apacentar las vacas
en los prados de Ambuena, o dar vueltas en la trilla mientras los mayores
sesteaban a la sombra de las parvas, formaban parte de una misma diversión.
Quizá por eso, porque
las novedades eran mínimas, los recuerdos se han hecho difusos y están
envueltos en una densa neblina. Parecía que nunca sucedía nada. Cierto, había
disputas entre vecinos, incluso entre padres de nuestros compañeros de juegos,
por un deslinde, por unos bocados de las ovejas en el linar de cebada al
atravesar el rebaño la cañada, por un quítame la vez del riego en el cuérnago
de la vega. Nimiedades en un devenir sin conmociones. La vida era, sin duda
ninguna, un río que discurría apaciblemente. Podríamos habernos hecho viejos en
aquellos paisajes, haber envejecido entre chapuzones en las pozas del río, sin jamás
haber abandonado aquella mansa burbuja. Indiferentes al mundo exterior.
Imposible despertarnos de aquel sueño tan placentero, a caballo de mieses y majadas.
Muchos años después,
cuando las noticias del maltrato infantil en el hogar han proliferado o los
medios de comunicación narran la explotación de niños en trabajos penosos de
empresas deslocalizadas al sudeste asiático, me ha entrado un cierto complejo
de culpabilidad. Por no haberme sentido explotado por mis padres, cuando con
siete u ocho años ayudaba a recolectar patatas en la huerta, calcar las gavillas
a la hora del acarreo, por haberme sentido extremadamente feliz en los meandros
de mi vida infantil cuando todavía, ni siquiera, sabía lo que era la felicidad.
Porque la felicidad, está claro, era la infancia misma.
No había sobresaltos en
el discurrir de los días, no existían las angustias que, aparentemente,
desbordaban a las gentes en las grandes ciudades. Todo se resumía, en que por
la tarde se ponía el sol por encima del Caserío de Mazuelas y el día siguiente
saldría, sin falta, sobre el Turruntero.
Así que quizá por ello,
buceando, buceando, siempre llego al mismo recuerdo infantil. El primero. La trágica
muerte de Kábila. Fue el primer pequeño gran drama de la infancia. Debería yo
andar por los cinco o seis años. Era noviembre, un mes cuando el frío,
especialmente de buena tarde, comienza a apretar de lo lindo. Se masca la
helada en esos atardeceres serenos que, tras remansar el calor del día, al
anochecer, en un último suspiro, lo exhalan por vegas y choperas.
Las aguas poco
profundas del río, o las charcas de las lluvias recientes, comienzan a cubrirse
de escarcha. Esas tardes cuando se oye el eco del ladrido de los perros provenientes
desde los pueblos vecinos, o los juramentos de Nano que descienden ominosamente
desde los quiñones de Santa Marina. Tardes donde la quietud alcanza cotas
exasperantes de sosiego. Cada voz, cada ruido, cada pisada, cada aleteo del azor
se desdobla en su propio eco.
Sentado encima de los
sacos de patatas, el traqueteo del carro resulta ensordecedor. En sentido
contrario a la marcha, ya estamos a media cañada, a la altura de los olmos del
Ojo de Piedra, como a doscientos metros de casa, las siluetas el Puente Negro,
el alto del Campo de la Puente y los montes de pinos comienzan a fundirse con
las primeras sombras nocturnas. En circunstancias normales no habríamos regresado
por este camino, que nos hace dar una enorme vuelta por el Puerco, desde las
huertas del Otro lado del río. Pero el río Negro viene muy crecido con las
lluvias de otoño. El riesgo de perder la carga en el vado de Entrerríos con la
crecida es grande. Así que me padre, cauto como lo fue de por vida, ha preferido
dar la vuelta por el Puerco.
Kávila, el perro lobo
de la infancia, sigue el ritmo del carro. A veces se guarece silenciosamente
debajo de la caja, a veces pierde el paso para olisquear en los bordes de la
cañada. Desde mi atalaya de patatas, puedo observarlo cada vez que se retrasa
olfateando no sé qué en las linderas. Mi padre, a pié, unos tres o cuatro
metros por delante de la yunta, anima a la Rubia y a la Mora con la vara. Como
la carga no es pesada, sólo llevamos de una decena de sacos, la pareja de vacas
tampoco necesita demasiados envites. Una sombra ¿otro perro sin amo? aparece ladinamente
por el camino del Tresmolino.
Es todo tan rápido que
lo siguiente que veo es a un enorme lobo arrastrando por el pescuezo a nuestro
Kavila. Eso que éste no es, digamos, ni mucho menos, un caniche. Con todo y con
eso, todavía tengo tiempo para gritar, petrificado como estoy: “Papa, papa, ¡el
lobo, el lobo!”.
Pero todo es tan raudo
que mientras mi padre se percata de la urgencia, habrá pensado, inicialmente,
que era una broma, cuando se da la vuelta y echa a correr tras el lobo, éste ya
comienza a subir veloz por la cuesta de La Revilla. Los esfuerzos de mi padre
no dan ningún resultado y la bestia, con nuestro Kavila entre los dientes, desaparece
en la oscuridad del Campo la Puente y unos metros más allá termina tragado por
la espesura del monte.
Algunos años después,
ya adolescente, rememorando la historia, mientras volvíamos del mismo lugar, de
realizar idéntica labor, mi padre me aseguró que, al día siguiente, con las
primeras luces, se había acercado hasta el monte por si Kavila hubiera
sobrevivido. Apenas adentrado en las primeras hileras de pinos lo único que
encontró fue el cuerpo destripado del pobre animal. El lobo se había limitado a
matarlo por alguna extraña inquina de la genética cánida atravesando los siglos.
Porque para nada le había servido. Un animal matando a otro sin otro propósito
que hacer daño.
Durante años, aquella
imagen del lobo acelerando por la cuesta y mi padre empuñando la vara de arrear
las vacas corriendo tras de él, se fue sedimentando como la memoria primigenia
de todas las memorias que después han venido. A veces, de tanto rememorarla he
llegado a pensar que nunca existió, que fue una fabricación de mi mente
infantil, algún laberíntico recoveco de la infancia para justificar y olvidar
que la burbuja acababa de estallar y yo de perder mi inocencia con la muerte
inútil y brutal de Kavila.
Incluso a veces, he
visto la escena, como dicen que algunos moribundos ven el más allá para después
retomar la vida, cuando se encuentran envueltos en resplandores y visiones
luminosas para, finalmente, despertarse en el más acá, abrir los ojos y darse
de bruces con el médico. Como algo completamente externo, afirman, mientras la
conciencia comienza a desgajarse del propio cuerpo. Así he terminado por adobar
yo la escena. La pérdida de la inocencia infantil la contemplé desde el
exterior, forastero, como si no fuera conmigo, sentado sobre los sacos de patatas.
Algo completamente ajeno al discurrir de la infancia feliz de entonces. Hasta
que Kavila pereció a dentelladas, una tarde serena de otoño.
O eso he creído a lo
largo de todos estos años. Que el quebranto de la inocencia me era totalmente extraña,
que la infancia feliz había sido fruto de mi propia imaginación. Que en
realidad no había volado en ese globo de dicha que fue mi niñez.
Hasta que hace unas
semanas, revolviendo en las cajas de zapatos donde mis padres solían guardar
las pocas fotos que registraron la realidad tal cual fue, me encuentro con una
imagen, de mi hermano, Pepito, y yo a la puerta de casa. Aseados, repeinados,
preparados para el objetivo del fotógrafo. Pantalones de peto y tirantes nuevos,
confeccionados por mi madre. Debe ser invierno, porque los jerséis parecen bien
mullidos y calzamos las katiuskas para meternos por los charcos. La pared de
adobe, el dintel de roble.
Apenas visible, a la
izquierda de la imagen, se percibe una rueda del carro. Recostado cerca de la
pared de cantos rodados y adobe que separa nuestra casa de la del señor Isidoro,
Kavila.
Todavía somos niños. Me
pregunto cuántos años restan para que estalle la burbuja y se desvanezca el
candor. Para que arribe la muerte. En la cañada. Al atardecer. Al amparo de la
olmeda desde entonces ya desaparecida.