Desde mediados de los cincuenta comenzó a aparecer por el pueblo con una cierta regularidad. Siempre venía de la parte de abajo, desde la última casa de adobe de Arenillas, la habitada por el zapatero. Jesús, creo que se llamaba. A quien le venía muy bien su oficio, como el zapato a su horma, por así decirlo. Por alguna enfermedad infantil una de sus piernas estaba ligeramente retranqueada. Así que no le quedaba otro remedio que pegar un indisimulado tacón a la bota derecha de modo que sus extremidades quedaran más o menos equilibradas. Como era el zapatero remendón de la comarca, sólo le quedaba cubrir el costo del material. Mano de obra gratis.
No era raro, cuando llevábamos al zapatero Jesús, por encargo de nuestras madres, el calzado de charol para poner nuevas suelas, encontrarnos con el pedigüeño a lo largo de la senda que, bordeando las curvas del río, atravesaba las huertas de la Rinconada para desembocar en las eras de frente a la escuela unitaria. Algo hosco, nosotros le observábamos con reticencia desde la distancia. Cuando advertíamos la presencia, si cabía la posibilidad, hacíamos lo posible por esquivarle, escondiéndonos entre las mimbrajas de la ribera. Las que cubrían el ribazo del Valdavia entre el pozo de la Carbonera y el pozo Hondo, ya cerca del límite con Arenillas.
El limosnero era de poco hablar, como mucho un saludo de buenas tardes o buenos días, según la hora de la jornada. Y poco más. Y esto sólo cuando se cruzaba con los adultos que iban camino de la labranza a las huertas. A los niños no nos decía ni oste, ni moste. Así que no era de extrañar que le miráramos con notable desconfianza. Siempre portaba la misma indumentaria. Una chaqueta de pana, oscura, que, con toda certeza, había conocido tiempos mejores. Debajo una camisa, también descolorida, de un azul muy similar a la que usaba el tío Ladislao como glorioso héroe falangista en las fiestas mayores. Hasta es posible que fuera genuina. Acaso le perteneciera por haber formado parte de algún regimiento militar durante la guerra pasada. O, lo más posible, que alguien se la hubiera regalado en un acto de extrema caridad joseantoniana.
Los pantalones, por casualidad, casi a juego con la camisa, acarreaban varios remiendos, más o menos apañados, a la altura de las rodillas, además de algunos sobresalientes lamparones de grasa en la parte trasera. Indefectiblemente, en cualquier estación del año, hiciera sol o cayeran chuzos de punta, las zapatillas, con la planta mal recortada de algún neumático antiguo iban recubiertas en la parte superior por esparto. Lo que, en primavera, cuando se deshacía el barro de las heladas en los caminos no era la protección más adecuada frente a las inclemencias del tiempo.
En otras ocasiones, cuando llegaba a la aldea a mitad de mañana, le contemplábamos desde las ventanas de la escuela unitaria. Siempre portaba a la espalda un fardel de yute, de los que usaban las gentes del campo para guardar el grano o el nitrato con que abonar los pagos, con su silueta algo desgarbada mientras atravesaba las eras camino de su ronda de casas y limosnas.
El buen hombre era de una considerable altura para las estaturas esmirriadas producto de las hambrunas de la posguerra, Como parecía tener un horario predeterminado, acaso guiado por el instinto, acaso atento a las horas que daba el imperturbable reloj de la esbelta torre parroquial, siempre hacía igual ronda por el pueblo. Comenzaba por las casas de la carretera, lo que le daba tiempo, al final de la mañana, puntual, a que en el bar de Abundio alguien le invitara a un chato del espeso y denso vino de las carrales almacenadas en la trastienda.
En sentido parecido a las agujas del reloj, avanzaba de casa en casa, primero por las que formaban el perímetro del caserío, las que hacían frontera con el río Avión. Tras un par de círculos concéntricos, donde había ido recogiendo algunas perricas, ocasionalmente, dependiendo de temporada, alguna fruta con tiempo por delante para madurar, algún mendrugo de pan endurecido, el saco iba cogiendo su peso. Si le daba tiempo y casi siempre era así, como si lo tuviera cronometrado, terminaba por llegar a la plaza de la iglesia, se sentaba debajo de la chopa centenaria, donde se colgaban los edictos del ayuntamiento, a la espera de que comenzara el rezo vespertino del santo rosario.
En una vida anterior, si la tuvo, debió de ser un hombre letrado, puesto que se sabía de carrerilla todas las letanías y devociones litúrgicas. Incluso en latín. Las recitaba por convicción y devoción, aparentemente concentrado en sus plegarias, aunque fuera en el último banco de la iglesia, el que lindaba con el baptisterio. Sólo salía de la nave cuando el cura y los monaguillos comenzaban a apagar los ciriales y el humo del incienso comenzaba a dispersarse entre las tallas en escayola de San Roque y la Virgen de Fátima.
Y cuando anochecía, invariablemente, siempre que llegaba al pueblo, su recorrido terminaba en casa de mis padres. No fallaba. Desconozco las razones por las que siempre pasaba la noche en mi casa. Mi padre, al lado de la vivienda, tenía una pequeña cuadra donde apenas cabían las dos vacas de tiro y, si necesario, se hacía hueco para el ternero parido en primavera. Enfrente de la cuadra, en la parte más baja, un cobertizo cubierto permanentemente por la sombra del nogal, alojaba la hierba seca recogida a principios de verano en el prado de Santa Marina.
Para la época, sobre todo en las crudas noches de invierno, incluso bien avanzada la primavera, no era un mal sitio para dormir la noche. El techado bajo, las paredes de adobe y, sobre todo, el heno reseco, despedía un notable calor en el que se arrebujaba el mendigo.
Mi padre siempre le ponía dos condiciones si quería que fuera acogido en el pajar en la próxima ocasión. La primera es que no fumara. Algo comprensible. Un descuido y aquella pira de hierba seca y entramado de roble de las vigas volaría en cenizas antes de que los vecinos tuvieran tiempo de echar mano a los garabatos para sacar agua de los pozos.
La segunda condición es que, al día siguiente, fuera la época que fuera, el pedigüeño tenía que estar listo para ir a misa de ocho. Tras la cual, tenía derecho a una cacerola de leche, si la ocasión lo permitía, bien azucarada y abundante pan mojado. Ni que decir tiene que, una vez más, fuera por convencimiento o por hambre, el mendigo siempre cumplía las condiciones a rajatabla. Le recuerdo con la cacerola entre las piernas, saboreando los curruscos de pan empapados en la leche. Tan concentrado en su tarea como lo había estado la tarde anterior en el rezo de los misterios dolorosos. Si era primavera, a la sombra del nogal. En invierno, sentado en la viga del carro en la portada.
Le llamaban el pobre de Herrera y debía rondar los cuarenta largos. Aunque nadie lo sabía a ciencia cierta. Algunos decían que era de la montaña, otros lebaniego, otros que de Tierra de Campos. Por alguna razón se quedó con el apodo de “pobre de Herrera”. Nunca las gentes, que yo recuerde, le apelaron con nombre propio alguno. Es decir, su nombre de pila venía denominado por su supuesta procedencia y por sus inexistentes posesiones. “Ahí viene el pobre de Herrera”, “le he dado un cacho pan con cebolla al pobre de Herrera” o frases similares bastaban para identificarlo. Cuando había que dirigirse directamente a él, se recurría a los pronombres personales, “Toma, cómete este torrezno”, “Te va un vaso de vino”. Nunca un nombre claro. Mucho menos un apellido de familia.
Así que, cualesquiera fuera su nombre propio y su apellido paterno habían quedado ocultos, si es que existían, en algún archivo parroquial, entre la ilegible caligrafía de su partida de bautismo. Dondequiera que este hubiera tenido lugar. Esta forma de denominar, con paráfrasis o apodos, algunos notablemente pintorescos, a los pobres que con regularidad aparecían por el pueblo a finales de la década de los cincuenta y principios de la siguiente, no tenía nada de extraordinario.
Estaba el tío Catedrales, el Lebaniego, el Cerverano, el Componedor y un largo etcétera de desposeídos que sobrevivían, mal que bien, de las dádivas recolectadas a lo largo de sus rutas de limosneros, complementadas a veces con oficios variopintos. Sin domicilio fijo, la mayor parte de ellos eran miserables herederos de los desastres de la Guerra Civil. De aldea en aldea, en busca de la fortuna que la suerte o la geografía les había negado. Muy raramente se movían en familias. La mayor parte eran hombres y solteros, aunque también había mujeres. Todos con sus recorridos muy definidos, sabiendo que vecinos eran más generosos que otros, conocedores de que almas caritativas, aparte del plato de legumbre caliente lo acompañaban del porrón con gaseosa. Se pasaban semanas enteras valle arriba, valle abajo. Por la Vega de Saldaña, atravesando los pueblos de los páramos, subida por la Valdavia hasta Cervera y vuelta por el Valle del Boedo.
Otros, más locales, de los pueblos vecinos, lo hacían prácticamente cada semana. Nadie conocía, salvo quizá cuando se trataba de pobres de los pueblos más cercanos, las verdaderas historias de quienes habían sido reducidos a la máxima pobreza, cuando no miserias y humillaciones. Mi padre intentó, sin obtener resultados fiables, ocasionalmente, de sonsacar al pobre de Herrera qué vericuetos de la vida le habían arrastrado a tan desesperada situación.
De sus maneras se traslucía que, algunos años antes, el hombre debía de tener un notable bagaje cultural. Ciertamente sabía leer, posiblemente escribir, porque siempre echaba una ojeada al Diario Palentino al que mi abuelo estaba suscrito y cuyos ejemplares, hasta que terminaban usándose para encender la gloria, solían deshojarse por el banco de la portada o en las revueltas estantería de la hornera. Pero el pobre de Herrera siempre solía responder con evasivas y ni siquiera fue claro sobre el pueblo donde había nacido. Mis padres lo conocían desde antes de casarse y solían hacer cábalas sobre su procedencia. Sin que estas llegaran a un resultado cierto.
Unos cuantos años después, cuando yo ya estaba en el internado, mi madre -muy aficionada a las misivas semanales- me relató en una carta de las que solía escribirme los domingos por la tarde, que al pobre de Herrera, como todo el mundo lo conocía, había sido atropellado por el tren de la Robla, cerca de la estación de Santibáñez. Que un tren conocido por su exasperante lentitud atropellara al buen hombre resulta difícil de entender. ¿Se habría quedado dormido en la vía? ¿Acaso se había arrojado a propósito sobre la misma?
Incluso me mandaba el recorte del periódico, donde se relataba, en un parrafito, una somera descripción del supuesto accidente. Ni siquiera para el periódico tenía un nombre propio. La Guardia Civil, aparentemente, no había logrado identificarle. Papeles, ciertamente, no portaba. Así que el modesto recuadro que le dedicaba el periódico provincial, una vez más, seguramente la última, le llamaba el “pobre de Herrera”.
El breve venía acompañado de una breve descripción de las pertenencias del sujeto accidentado. Contaba que nadie sabía bien de quien se trataba ni lo que había sido en su vida anterior. Simplemente, a modo de identificación, narraba que el pobre de Herrera, que no parecía portar su saco de yute en el momento del accidente, le habían encontrado en su bolsillo, posiblemente del mismo pantalón de siempre, por toda posesión, una caja de cerillas. Vacía.